algún sacrificio...
Doña Marta.—Y aunque así sea... Tiene mucho, mucho, y aunque sacrifique algo...
Don Pedro.—Es verdad...
Doña Marta.—Tenemos que redimirle, Pedro; nos lo piden sus padres...
Don Pedro.—Y hay que hacer que nos lo pida también nuestra hija.
La cual estaba por su parte ansiando la redención de don Juan. ¿La de don Juan, o la suya propia? Y se decía: «Arrancarle ese hombre y ver cómo es el hombre de ella, el hombre que ha hecho ella, el que se le ha rendido en cuerpo y alma... ¡Lo que le habrá enseñado...! ¡Lo que sabrá mi pobre Juan...! Y él me hará como ella...»
De quien estaba Berta perdidamente enamorada era de Raquel. Raquel era su ídolo.
III
El pobre Juan, ya sin don, temblaba entre las dos mujeres, entre su ángel y su demonio redentores. Detrás de sí tenía a Raquel, y delante, a Berta, y ambas le empujaban. ¿Hacia dónde? Él presentía que hacia su perdición. Habíase de perder en ellas. Entre una y otra le estaban desgarrando. Sentíase como aquel niño que ante Salomón se disputaban las dos madres, sólo que no sabía cuál de ellas, si Raquel o Berta, le quería entero para la otra y cuál quería partirlo a muerte. Los ojos azules y claros de Berta, la doncella, como un mar sin fondo y sin orillas, le llamaban al abismo, y detrás de él, o mejor en torno de él, envolviéndole, los ojos negros y tenebrosos de Raquel, la viuda, como una noche sin fondo y sin estrellas, empujábanle al mismo abismo.
Berta.—¿Pero qué te pasa, Juan? Desahógate de una vez conmigo. ¿No soy tu amiga de la niñez, casi tu hermana...?
Don Juan.—Hermana... Hermana...
Berta.—¿Qué? No te gusta eso de hermana...
Don Juan.—No la tuve; apenas si conocí a mi madre... No puedo decir que he conocido mujer...
Berta.—Que no, ¿eh? Vamos...
Don Juan.—¡Mujeres... sí! ¡Pero mujer, lo que se dice mujer, no!
Berta.—¿Y la viuda esa, Raquel?
Berta se sorprendió de que le hubiese salido esto sin violencia alguna, sin que le tambaleara la voz, y de que Juan se lo oyera con absoluta tranquilidad.
Don Juan.—Esa mujer, Berta, me ha salvado; me ha salvado de las mujeres.
Berta.—Te creo. Pero ahora...
Don Juan.—Ahora sí, ahora necesito salvarme de ella.
Y al decir esto sintió Juan que la mirada de los tenebrosos ojos viudos le empujaba con más violencia.
Berta.—Y puedo yo servirte de algo en eso...
Don Juan.—Oh, Berta, Berta...
Berta.—Vamos, sí, tú, por lo visto, quieres que sea yo quien me declare...
Don Juan.—Pero Berta...
Berta.—¿Cuándo te vas a sentir hombre, Juan? ¿Cuándo has de tener voluntad propia?
Don Juan.—Pues bien, sí, ¿quieres salvarme?
Berta.—¿Cómo?
Don Juan.—¡Casándote conmigo!
Berta.—¡Acabáramos! ¿Quieres, pues, casarte conmigo?
Don Juan.—¡Claro!
Berta.—¿Claro? ¡Obscuro! ¿Quieres casarte conmigo?
Don Juan.—¡Sí!
Berta.—¿De propia voluntad?
Juan tembló al percatar tinieblas en el fondo de los ojos azules y claros de la doncella. «¿Habrá adivinado la verdad?», se dijo, y estuvo por arredrarse; pero los ojos negros de la viuda le empujaron diciéndole: «Digas lo que dijeres, tú no puedes mentir...»
Don Juan.—¡De propia voluntad!
Berta.—¿Pero la tienes, Juan?
Don Juan.—Es para tenerla para lo que quiero hacerte mi mujer...
Berta.—Y entonces...
Don Juan.—Entonces, ¿qué?
Berta.—¿Vas a dejar antes a esa otra?
Don Juan.—Berta... Berta...
Berta.—Bien, no hablemos más de ello, si quieres. Porque todo esto quiere decir que sintiéndote impotente para desprenderte de esa mujer quieres que sea yo quien te desprenda de ella. ¿No es así?
Don Juan.—Sí, así es—y bajó la cabeza.
Berta.—Y que te dé una voluntad de que careces...
Don Juan.—Así es...
Berta.—Y que luche con la voluntad de ella...
Don Juan.—Así es...
Berta.—¡Pues así será!
Don Juan.—¡Oh Berta..., Berta...!
Berta.—Estáte quieto. Mírame y no me toques. Pueden de un momento a otro aparecer mis padres.
Don Juan.—¿Y ellos, Berta?
Berta.—¿Pero eres tan simple, Juan, como para no ver que esto lo teníamos previsto y tratado de ello...?
Don Juan.—Entonces...
Berta.—Que acudiremos todos a salvarte.
IV
El arreglo de la boda con Berta emponzoñó los cimientos todos del alma del pobre Juan. Los padres de Berta, los señores Lapeira, ponían un gran empeño en dejar bien asegurado y a cubierto de toda contingencia el porvenir económico de su hija, y acaso pensaban en el suyo propio. No era, como algunos creían, hija única, sino que tenían un hijo que de muy joven se había ido a América y del que no se volvió a hablar, y menos en su casa. Los señores Lapeira pretendían que Juan dotase a Berta antes de tomarla por mujer, y resistíanse por su parte a darle a su futuro yerno cuenta del estado de su fortuna. Y Juan se resistía, a su vez, a ese dotamiento, alegando que luego de casado haría un testamento en que dejase heredera universal de sus bienes a su mujer, después de haber entregado un pequeño caudal—y en esto sus futuros suegros estaban de acuerdo—a Raquel.
No era Raquel un obstáculo ni para los señores Lapeira ni para su hija. Aveníanse a vivir en buenas relaciones con ella, como con una amiga inteligente y que había sido en cierto modo una salvadora de Juan, seguros padres e hija de que ésta sabría ganar con suavidad y maña el corazón de su marido por entero, y que al cabo Raquel misma contribuiría a la felicidad del nuevo matrimonio. ¡Con tal de que se le asegurase la vida y la consideración de las gentes decentes y de bien! No era, después de todo, ni una aventurera vulgar ni una que se hubiese nunca vendido al mejor postor. Su enredo con Juan fué obra de pura pasión, de compasión acaso—pensaban y querían pensar los señores Lapeira.
Pero lo grave del conflicto, lo que ni los padres de la angelical Berta ni nadie en la ciudad—¡y eso que se pretendía conocer a la viuda!—podía presumir era que Raquel había hecho firmar a Juan una escritura por la cual los bienes inmuebles todos de éste aparecían comprados por aquélla, y todos los otros valores que poseía estaban a nombre de ella. El pobre Juan no aparecía ya sino como su administrador y apoderado. Y esto supo la astuta mujer mantenerlo secreto. Y a la vez conocía mejor que nadie el estado de la fortuna de los señores Lapeira.
Raquel.—Mira, Juan, dentro de poco, tal vez antes de que os caséis, y en todo caso poco después de vuestra boda, la pequeña fortuna de