mantener alejada la mala suerte, pero la señorita Watson llegó antes que yo, me lo quitó y me dijo:
—¡Quita las manos de ahí, Huckleberry! ¡Siempre lo dejas todo hecho un desastre!
La viuda me defendió, pero eso no iba a servir para evitar la mala suerte; eso lo sabía yo bien. Salí después del desayuno sintiéndome preocupado y tembloroso, preguntándome dónde me iba a caer y qué era lo que iba a ser. Hay maneras de evitar algunos tipos de mala suerte, pero éste no era uno de los de ese tipo, así que no intenté hacer nada y me limité a ir despacio y en alerta con el ánimo por los suelos.
Bajé por el jardín delantero y pasé por los escalones por los que se atraviesa la alta cerca de madera. Había una pulgada de nieve reciente en el suelo y vi las pisadas de alguien. Había subido desde la cantera y se había quedado cerca de los escalones un rato, y después había continuado rodeando la cerca del jardín. No lo entendía y, de alguna manera, resultaba muy curioso. Iba a seguir las huellas, pero me incliné para mirarlas bien primero. Al principio no noté nada, pero después ya sí. Había una cruz en el tacón de la bota izquierda hecha con clavos grandes para mantener al demonio alejado.
Me erguí al segundo y salí pitando colina abajo. Miré por encima del hombro de vez en cuando, pero no vi a nadie. Llegué a la casa del juez Thatcher lo más rápido que pude y me dijo:
—Hijo, estás sin aliento. ¿Has venido a por tus intereses?
—No, señor –le dije–. ¿Hay algo para mí?
—Sí, anoche llegaron los intereses de medio año. Más de ciento cincuenta dólares. Toda una fortuna para ti. Será mejor que me dejes invertirlos junto con tus seis mil, porque si te los llevas, te los gastarás.
—No, señor –le dije–, no quiero gastarlos. No los quiero; ni los seis mil tampoco. Quiero que se los quede; quiero dárselos a usted, y los seis mil también.
Se mostró sorprendido, como si no pudiera entenderlo, y me dijo:
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir, hijo?
Y yo le dije:
—No me haga preguntas, por favor. Va a quedárselos, ¿verdad?
Me dijo:
—Estoy confundido. ¿Pasa algo?
—Por favor, quédeselos –le dije–, y no me pregunte nada, y así no tendré que decir mentiras.
Lo estudió un rato y después me dijo:
—A-já. Creo que ya lo entiendo. Quieres venderme la propiedad, no regalármela. Ésa es la idea correcta.
Después, escribió algo en un papel y lo leyó, y dijo:
—Mira, ¿ves?, aquí dice «por una gratificación». Eso quiere decir que te la he comprado y que te he pagado por ella. Aquí tienes un dólar. Ahora, fírmalo.
Así que lo firmé y me marché.
El negro de la señorita Watson, Jim, tenía una bola de pelo del tamaño de un puño que se había sacado del cuarto estómago de un buey y solía hacer magia con ella. Decía que tenía un espíritu dentro y que lo sabía todo. Así que fui a buscarlo aquella noche y le dije que papá estaba por allí otra vez, porque yo había encontrado sus huellas en la nieve. Lo que yo quería saber era qué iba a hacer y si iba a quedarse. Jim sacó su bola de pelo y le dijo unas palabras; después, la sostuvo en alto y la dejó caer al suelo. Cayó pesadamente y sólo rodó una pulgada más o menos. Jim probó de nuevo, y otra vez más, y se comportó exactamente de la misma manera. Jim se puso de rodillas y pegó la oreja a la bola y escuchó. Pero no sirvió de nada; dijo que no hablaba. Dijo que a veces no hablaba sin dinero. Le dije que tenía una vieja moneda falsa y pringosa de veinticinco centavos que no servía para nada porque el latón asomaba un poco por debajo de la plata y que no colaría de ningún modo ni aunque el latón no asomara, porque estaba tan pringosa que resultaba grasienta y que eso la delataría siempre. (Llegué a la conclusión de que no iba a decirle nada del dólar que me había dado el juez.) Le dije que era una moneda de muy mala calidad pero que quizá la bola la aceptara porque igual no notaba la diferencia. Jim la olió, la mordió y la frotó, y dijo que se las arreglaría para que la bola pensara que era buena. Dijo que iba a abrir por la mitad una patata blanca cruda y que metería la moneda en el corte y la dejaría allí toda la noche, y que a la mañana siguiente ya no se vería el latón ni estaría grasienta y que cualquiera del pueblo la cogería al minuto, y no digamos una bola de pelo. Bueno, yo sabía que la patata podía hacer eso; antes, porque se me había olvidado.
Jim puso la moneda de veinticinco centavos debajo de la bola, se agachó y se dispuso a escuchar otra vez. Dijo que esta vez la bola de pelo estaba bien y que me diría la buenaventura completa si yo quería. Le dije que adelante, así que la bola de pelo le habló a Jim y Jim me lo contó. Dijo:
—Tu padre todavía no sabe qué es lo que va a hacer. A veces piensa que se irá y después vuelve a pensar que va a quedarse. Lo mejor es quedarse tranquilo y dejar que el viejo decida lo que va a hacer. Hay dos ángeles cerniéndose sobre él; uno es blanco y brillante y el otro es negro. El blanco lo hace ir por el camino correcto, durante un poco de tiempo, pero después el negro se le acerca deslizándose y lo fastidia todo. Nadie puede saber todavía cuál lo va a agarrar al final. Pero a ti te va a ir bien. Vas a tener un montón de problemas en tu vida, y también un montón de felicidad. Te harán daño a veces, y a veces también te pondrás enfermo; pero siempre volverás a ponerte bien. Hay dos chicas revoloteando a tu alrededor en tu vida. Una es rubia y la otra tiene el pelo oscuro; una es rica y la otra pobre. Primero te casarás con la pobre y después te casarás con la rica. Debes mantenerte alejado del agua todo lo que puedas y no corras riesgos por si acaso estuvieras predestinado a terminar ahorcado.
Cuando encendí mi vela y subí a mi habitación aquella noche, allí estaba papá sentado, el mismo que viste y calza.
Capítulo 5
También había cerrado la puerta. Después me di la vuelta, y allí estaba. Antes siempre le tenía mucho miedo por lo mucho que me zurraba. Supuse que ahora también tenía miedo, pero al minuto me di cuenta de que estaba equivocado. Bueno, después del susto del principio, por así decirlo, cuando me quedé sin respiración por lo inesperado de encontrármelo allí; pero justo después de eso me di cuenta de que el miedo que le tenía no era como para preocuparme.
Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Tenía el pelo largo, enredado y grasiento, colgándole a los lados y detrás se le veían los ojos brillantes, como si asomaran por entre vides. Era todo negro, no gris, y también lo eran las largas patillas revueltas. Su cara no tenía color, en los sitios en los que se le veía; era blanca, pero no blanca como el blanco de la cara de otros hombres, sino blanca como para asustarse; de un blanco que te ponía los pelos de punta, blanco como los sapos arborícolas o como la barriga de un pez. Y la ropa no era más que harapos, eso era todo. Tenía un tobillo descansando sobre la otra rodilla, y la bota de ese pie estaba destrozada y se le salían dos de los dedos, y él los movía de vez en cuando. El sombrero estaba en el suelo; era un viejo sombrero negro flexible con la corona hundida como si se tratara de una tapadera.
Me quedé de pie mirándolo y él se quedó allí sentado mirándome a mí con la silla ligeramente inclinada hacia atrás. Dejé la vela y me di cuenta de que la ventana estaba levantada, así que había entrado escalando el cobertizo. Y seguía mirándome de arriba abajo. Y después dijo:
—Ropa almidonada, y mucho. Te crees que eres un tipo importante, ¿no?
—A lo mejor lo soy, a lo mejor no –le dije.
—Déjate de labia conmigo –me dijo–. Te estás dando tú muchos aires desde que me fui. Ya te los quitaré yo antes de terminar contigo. Y también dicen que tienes estudios, y que sabes leer y escribir. Ahora te crees que eres mejor que tu padre porque él no sabe, ¿verdad? Ya te lo quitaré. ¿Quién te ha dicho a ti que podías andarte con tantas pretensiones y con tantas tonterías, eh?
—La viuda. Ella me lo dijo.
—La