Rubén Darío

Autobiografía


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de azúcar, y comenzaron a esgrimirlo; y de pronto vi algo que saltó por el aire. Eran, juntos, el machete y la mano de uno de ellos.

      Por las tardes y las noches paseaban, a caballo o a pie, vociferando, hombres borrachos. Los soldados, descalzos y vestidos de azul, se los llevaban presos. Cuando la luna iba menguando, retornaban las familias a la ciudad.

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      POR influencia de mi tía Rita, comencé a frecuentar la casa de los Padres Jesuítas, en la iglesia de la Recolección. Debo decir que desde niño se me infundió una gran religiosidad que llegaba a veces hasta la superstición. Cuando tronaba la tormenta y se ponía el cielo negro, en aquellas tempestades únicas, como no he visto en parte alguna, sacaba mi tía abuela palmas benditas y hacía coronas para todos los de la casa; y todos coronados de palmas rezábamos en coro el trisagio y otras oraciones. Señaladas devociones eran para mí temerosas. Por ejemplo, al acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque ¡oh, Dios de los dioses! martirio como aquél, para mis pocos años, no os lo podéis imaginar. Llegado ese día, todos nos poníamos delante de las imágenes; y la buena abuela dirigía el rezo, un rezo que concluía después de varias jaculatorias, con estas palabras:

      «Vete de aquí, Satanás,

       que en mí parte no tendrás,

       porque el día de la Cruz

       dije mil veces: Jesús.»

      Pues el caso es que teníamos en efecto que decir mil veces la palabra Jesús, y aquello era inacabable. «¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Jesús!» hasta mil; y a veces se perdía la cuenta y había que volver a empezar.

      Los jesuítas me halagaron; pero nunca me sugestionaron para entrar en la Compañía, seguramente, viendo que yo no tenía vocación para ello. Había entre ellos hombres eminentes: un padre Koenig, austriaco, famoso como astrónomo, un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre Valenzuela, célebre en Colombia como poeta, y otros cuantos. Entré en lo que se llamaba la Congregación de Jesús, y usé en las ceremonias la cinta azul y la medalla de los congregantes. Por aquel entonces hubo un grave escándalo. Los jesuítas ponían en el altar mayor de la iglesia, en la fiesta de San Luis Gonzaga, un buzón, en el cual podían echar sus cartas todos los que quisieran pedir algo o tener correspondencia con San Luis y con la Virgen Santísima. Sacaban las cartas y las quemaban delante del público; pero se decía que no sin haberlas visto antes. Así eran dueños de muchos secretos de familia, y aumentaban su influjo por estas y otras razones. El gobierno decretó su expulsión, no sin que antes hubiese yo asistido con ellos a los ejercicios de San Ignacio de Loyola, ejercicios que me encantaban y que por mí hubieran podido prolongarse indefinidamente por las sabrosas vituallas y el exquisito chocolate que los reverendos nos daban.

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      FLORIDA estaba mi adolescencia. Ya tenía yo escritos muchos versos de amor y ya había sufrido, apasionado precoz, más de un dolor y una desilusión a causa de nuestra inevitable y divina enemiga: pero nunca había sentido una erótica llama igual a la que despertó en mis sentidos e imaginación de niño, una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante. No he olvidado su nombre: Hortensia Buislay.

      Como no siempre conseguía lo necesario para penetrar en el circo, me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor fué conocer el payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farándula. Mi inutilidad fué reconocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera.

      Ya iba a cumplir mis trece años y habían aparecido mis primeros versos en un diario titulado «El Termómetro», que publicaba en la ciudad de Rivas el historiador y hombre político José Dolores Gómez. No he olvidado la primera estrofa de estos versos de primerizo, rimados en ocasión de la muerte del padre de un amigo. Ellos serían ruborizantes si no los amparase la intención de la inocencia:

      «Murió tu padre, es verdad,

       lo lloras, tienes razón,

       pero ten resignación,

       que existe una eternidad

       do no hay penas...

       y en un trozo de azucena

       moran los justos cantando...»

      No, no continuaré. Otros versos míos se publicaron y se me llamó en mi república, y en las cuatro de Centro América, «el poeta niño». Como era de razón, comencé a usar larga cabellera, a divagar más de lo preciso, a descuidar mis estudios de colegial, y en mi desastroso examen de matemáticas fuí reprobado con innegable justicia.

      Como se ve, era la iniciación de un nacido aeda. Y la alarma familiar entró en mi casa. Entonces, la excelente anciana protectora quería que aprendiese a sastre, o a cualquier otro oficio práctico y útil, pero mis románticos éxitos con las mozas eran indiscutibles, lo cual me valía, por mi contextura endeble y mis escasas condiciones de agresividad, ser la víctima de fuertes zopencos rivales míos, que tenían brazos robustos y estaban exentos de iniciación apolínea.

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      UN día, una vecina me llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin decirme una sola palabra. La vecina me dijo: «Esta es tu verdadera madre, se llama Rosa, y ha venido a verte, desde muy lejos». No comprendí de pronto, como tampoco me dí exacta cuenta de las mil palabras de ternura y consejos que me prodigara en la despedida que oía de aquella dama para mí extraña. Me dejó unos dulces, unos regalitos. Fué para mí rara visión. Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después.

      Algunas veces llegué a visitar a D. Manuel Darío, en su tienda de ropa. Era un hombre no muy alto de cuerpo, algo jovial, muy aficionado a los galanteos, gustador de cerveza negra de Inglaterra. Hablaba mucho de política y esto le ocasionó en cierto tiempo varios desvaríos. Desde luego, aunque se mantuvo cariñoso, no con extremada amabilidad, nada me daba a entender que fuese mi padre. La verdad es que no vine a saber sino mucho más tarde que yo era hijo suyo.

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      POR ese tiempo, algo que ha dejado en mi espíritu una impresión indeleble, me aconteció. Fué mi primer pesadilla. La cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el sueño, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una lámpara de petróleo. En la puerta de la calle, no lejos de mí, estaba la gente de la tertulia habitual. A mi derecha había una puerta que daba al dormitorio; la puerta estaba abierta y vi en el fondo obscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro; y con temor miré hacia este cuadrado de obscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, miré de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror, porque vi aquella figura que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas continuaban en su conversación, y, a pesar de que pedí socorro, no me oyeron. Volví a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso, al sentir la aproximación de «la cosa», quise huir y no pude, y aquella sepulcral materialización siguió acercándose a mí, paralizándome y dándome una impresión de horror inexpresable. Aquello no tenía cara y era, sin embargo, un cuerpo humano. Aquello no tenía brazos y yo sentía