algo semejante a una conmoción eléctrica. De súbito, para defenderme, mordí «aquello» y sentí exactamente como si hubiera clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Desperté con sudores de angustia.
De la familia materna no conocía casi a nadie. Como mis padres eran primos, los parientes maternos llevaban también con el suyo el apellido Darío, así oía yo la historia novelesca de dos hermanos de mi madre, Antonio, llamado «el indio Darío», que por cierto era, según decires, un hombre guapo, rubio y de ojos azules y que murió asesinado cruelmente en una revolución en la ciudad de Granada, en donde, después de ultimarle, le ataron a la cola de un caballo y fué arrastrado por las calles; e Ignacio, muerto a traición de un escopetazo; unos dicen que por asuntos de amores y otros que por robarle, después de haber salido de una casa de juego. Había también dos primos de mi madre, que habitaban en el puerto de Corinto, y se dedicaban al negocio de exportación de maderas, especialmente de mora y de palo de campeche.
Cuántas veces me despertaron ansias desconocidas y misteriosos ensueños las fragatas y bergantines que se iban con las velas desplegadas por el golfo azul, con rumbo a la fabulosa Europa. En muchas ocasiones fuí al puerto, en pequeñas barcas, por los esteros y manglares, poblados de grandes almejas y cangrejos, y me iba a admirar al cónsul inglés, Miller, que perseguía a balazos, con su winchester, a los tiburones.
X
SE publicaba en León un periódico político titulado La Verdad. Se me llamó a la redacción—tenía a la sazón cerca de catorce años—, se me hizo escribir artículos de combate que yo redactaba a la manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado Juan Montalvo, que ha dejado excelentes volúmenes de tratados, conminaciones y catilinarias. Como el periódico La Verdad era de la oposición, mis estilados denuestos iban contra el gobierno, y el gobierno se escamó. Un día fuí requerido por la policía. Se me acusaba como vago, y me libré de las oficiales iras porque un doctor pedagogo, liberal y de buen querer, declaró que no podía ser vago quien como yo era profesor en el colegio que él dirigía. En efecto: desde hacía algún tiempo, enseñaba yo gramática en tal establecimiento.
Cayó en mis manos un libro de masonería, y me dió por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgía de esos terribles ingenuos.
Con esto adquirí cierto prestigio entre mis jóvenes amigos. En cuanto a mi imaginación y mi sentido poético, se encantaban en casa con la visión de las turgentes formas de mi prima, que aun usaba el traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de las Mil y Una Noches.
Brillaba el fuego de los tizones en la cocina, se oía el ruido de las salvas que sirven para desgranar las mazorcas de maíz. Un perro, Laberinto, estaba a mi lado con el hocico entre las patas. Vageaba en el silencio la cálida noche. Yo escuchaba atento las lindas fábulas.
Mas la vida pasaba. La pubertad transformaba mi cuerpo y mi espíritu. Se acentuaban mis melancolías sin justas causas. Ciertamente, yo sentía como una invisible mano que me empujaba a lo desconocido. Se despertaron los vibrantes, divinos e irresistibles deseos. Brotó en mí el amor triunfante y fuí un muchacho con ojeras, con sueños y que se iba a confesar todos los sábados.
Por este tiempo llegaron a León unos hombres políticos, senadores, diputados, que sabían de la fama del «poeta niño». Me conocieron. Me hicieron recitar versos. Me dijeron que era preciso que fuera a la capital. La mamá Bernarda me echó la bendición, y partí para Managua.
Managua, creada capital para evitar los celos entre León y Granada, es una linda ciudad situada entra sierras fértiles y pintorescas, en donde se cultiva profusamente el café; y el lago, poblado de islas y en uno de cuyos extremos se levanta el volcán de Momotombo, inmortalizado líricamente por Víctor Hugo, en la «Leyenda de los siglos».
Mi renombre departamental se generalizó muy pronto, y al poco tiempo yo era señalado como un ser raro. Demás decir que era buscado para la incontenible manía de versos para álbumes y abanicos.
A la sazón, estaba reunido el Congreso.
Era presidente de él un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín Chamorro. Yo estaba protegida por miembros del Congreso pertenecientes al partido liberal, y es claro que en mis poesías y versos ardía el más violento, desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se publicó cierto malhadado soneto que acababa así, si la memoria me es fiel:
«El Papa rompe con furor su tiara
sobre el trono del regio Vaticano».
Presentaron los diputados amigos una moción al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de la nación. El decreto, con algunas enmiendas, fué sometido a la aprobación del presidente. En esos días se dió una fiesta en el palacio presidencial, a la cual fuí invitado, como un número curioso, para alegrar con mis versos los oídos de los asistentes. Llegó y, tras las músicas de la banda militar, se me pide que recite. Extraje de mi bolsillo una larga serie de décimas, todas ellas rojas de radicalismo anti-religioso, detonantes, posiblemente ateas, y que causaron un efecto de todos los diablos. Al concluir, entre escasos aplausos de mis amigos, oí los murmullos de los graves senadores, y vi moverse desoladamente la cabeza del presidente Chamorro. Este me llamó, y, poniéndome la mano en un hombro, me dijo, más o menos:—«Hijo mío, si así escribes ahora contra la religión de tus padres y de tu patria, ¿qué será si te vas a Europa a aprender cosas peores?» Y así, la disposición del Congreso no fué cumplida. El presidente dispuso que se me enviase al Colegio de Granada; pero yo era de León. Existía una antigua rivalidad entre ambas ciudades, desde tiempo de la Colonia. Se me aconsejó que no aceptase tal cosa, pues ello era opuesto a lo resuelto por los congresales, y porque ello humillaba a mi vecindario leonés; y decididamente renuncié el favor.
En Managua conocí a un historiador ilustre de Guatemala, el doctor Lorenzo Montúfar, quien me cobró mucho cariño; al célebre orador cubano Antonio Zambrana, que fué para mí intelectualmente paternal, y al doctor José Leonard y Bertholet, que fué después mi profesor en el Instituto Leonés de Occidente y que tuvo una vida novelesca y curiosa. Era polaco de origen; había sido ayudante del general Kruck en la última insurrección; había pasado a Alemania, a Francia, a España. En Madrid aprendió maravillosamente el español, se mezcló en política, fué íntimo de los prohombres de la república y de hombres de letras, escritores y poetas, entre ellos D. Ventura Ruiz de Aguilera, que habla de él en uno de sus libros, y D. Antonio de Trueba. Llegó a tal la simpatía que tuvieron por él sus amigos españoles que logró ser Leonard hasta redactor de la Gaceta de Madrid.
Así, pues, mis frecuentaciones en la capital de mi patria eran con gente de intelecto, de saber y de experiencia, y por ellos conseguí que se me diese un empleo en la Biblioteca Nacional. Allí pasé largos meses leyendo todo lo posible y entre todas las cosas que leí ¡horrendo referens! fueron todas las introducciones de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira, y las principales obras de casi todos los clásicos de nuestra lengua. De allí viene que, cosa que sorprendiera a muchos de los que conscientemente me han atacado, el que yo sea en verdad un buen conocedor de letras castizas, como cualquiera puede verlo en mis primeras producciones publicadas, en un tomo de poesías, hoy inencontrable, que se titula «Primeras Notas», como ya lo hizo notar don Juan Valera, cuando escribió sobre el libro «Azul». Ha sido deliberadamente que después, con el deseo de rejuvenecer, flexibilizar el idioma, he empleado maneras y construcciones de otras lenguas, giros y vocablos exóticos y no puramente españoles.
Era director de la Biblioteca Nacional un viejo poeta llamado Antonio Aragón, que había sido en Guatemala íntimo amigo de un gran poeta español, hoy bastante desconocido, pero a quien debieron mucho