Luis Mollá Ayuso

En el nombre del mar


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      Luis Mollá Ayuso

      EN EL NOMBRE

       DEL MAR

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      Primera edición: noviembre 2013

      © Luis Mollá Ayuso

      © de esta edición:

      Laertes S.A. de Ediciones, 2013

      C./Virtut 8, baixos - o8o12 Barcelona

      www.laertes.es

      Ilustración de la cubierta: Detalle de The Signal of Distress (1892). Winslow Homer

      Composición:JSM

      ISBN: 978-84-7584-969-0

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos reprográficos, <www.cedro.org>) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      Impreso en la UE

      Aunque siempre había vivido en la costa, me parecía que nunca había estado tan cerca del mar como entonces. El olor de la brea y del agua salada era como una cosa nueva para mí. Vi los más pasmosos mascarones de proa que habían navegado por todos los mares; y vi además muchos marineros veteranos con pendientes en las orejas y las patillas rizadas en bucles y el andar oscilante y torpe de la gente de mar, y si hubiera visto otros tantos reyes y arzobispos no hubiera sido mayor mi contento. Y yo también iba a lanzarme al mar, a la mar en una goleta con un contramaestre gaitero y unos marineros coletudos y cantadores; a la mar en busca de una isla desconocida y a descubrir enterrados tesoros...

      Robert L. Stevenson

      La isla del tesoro

      1. La soledad del mando

1.tif

      San Fernando, Cádiz, marzo de 1895

      El oficial entregó el sobre y reculó hasta la puerta, manteniendo la gorra de plato rígidamente presentada con la misma mano de la que colgaba el sable dentro de su vaina.

      El capitán de navío Francisco de Paula Sanz de Andino y Martí cogió el sobre y lo examinó detenidamente antes de colocarse las lentes y rasgarlo con un abrecartas, réplica fiel del sable que distinguía a los oficiales de la Armada.

      —Esperan contestación, mi comandante.

      Sanz de Andino alzó los ojos por encima de las lentes y contempló al alférez de navío Enríquez, un buen oficial y un compañero distinguido entre sus camaradas, a pesar de la aureola de arrogancia que le acompañaba desde que embarcara pocos meses atrás escoltado por un criado personal y un perro, un soberbio pastor de Terranova. Desoyendo su reclamación, Sanz volvió a contemplar el sobre cuyo membrete anunciaba órdenes del almirante Pasquín, capitán general de la Región Marítima del Sur, y tras leer el breve párrafo de la nota que contenía, realizó algunas anotaciones en la misma, trazó un garabato y estampó un sello. Después volvió a meter la nota en el sobre y lo entregó al oficial, que saludó marcialmente y se despidió con un taconazo.

      Sanz se incorporó de su silla y caminó hasta el portillo, desde donde podía divisar la larga fila de acacias alineadas a la vera del camino que unía la entrada del arsenal con el muelle en el que atracaba su buque, el flamante crucero Reina Regente. El capitán general quería verle y sabía perfectamente para qué. No hacía dos meses que había tomado el mando del crucero y acababa de enviar un informe demoledor sobre la poca confianza que le inspiraban algunos defectos que arrastraba prácticamente desde su construcción.

      En realidad el informe no era suyo, sino del capitán de navío Paredes, su antecesor en el mando del buque. Sanz no había navegado lo suficiente para poder apuntar lacras tan graves como las que denunciaba Paredes, pero, de ser cierto que las calderas no eran capaces de producir suficiente vapor para las máquinas que tenían que alimentar, y que en el caso hipotético de una inundación o un incendio no se podría contar con ellas, desafiar un temporal o un combate en tales condiciones podría resultar demasiado comprometido, y al fin y al cabo el mal tiempo es algo que antes o después llega a todos los barcos, y el fuego enemigo es una circunstancia que debe esperar con naturalidad cualquier unidad naval de primera línea.

      Pero no era sólo eso. El informe señalaba condiciones de habitabilidad desastrosas para un barco de sólo siete años de vida, reclamaba la necesidad de nuevos generadores auxiliares y denunciaba las peligrosas condiciones de estanqueidad propiciadas por el deterioro del frisado de las puertas estancas y las válvulas automáticas de las carboneras, que se obturaban constantemente debido al polvo del carbón. En síntesis, Paredes venía a decir que el agua podía entrar a raudales en el buque hasta dejarlo a merced de las olas y que las bombas de achique carecían de capacidad suficiente para devolver al mar el agua embarcada.

      Agitando la campanilla llamó al repostero y le pidió que preparase el uniforme azul y que el coche de caballos estuviese listo en una hora. El almirante no lo recibiría hasta última hora de la mañana, pero no estaba de más dejarse caer por las oficinas del Estado Mayor para ver el efecto de sus letras. El almirante era un hombre apasionado y si algo de lo escrito le había contrariado, su disgusto ya debía circular entre sus subordinados en Capitanía. Y la urgencia de la llamada apuntaba en esa dirección.

      La calesa se agitaba incómodamente al compás del trote de los caballos. A través de las ventanillas el comandante del Reina Regente contemplaba con deleite el yermo paisaje gaditano. En los caños los pescadores alzaban los rostros bronceados por el sol para ver pasar el carruaje, en una venta una mujer perseguía una gallina que revoloteaba tratando de escapar al puchero, mientras que en las blancas salinas los hombres detenían su quehacer y se secaban el rostro con el dorso del brazo mientras contemplaban el movimiento acompasado de la pareja de alazanes.

      Al llegar a la cuesta de María Auxiliadora la calesa detuvo su andar. Los jueves era día de mercado y el cochero tuvo que recurrir al látigo y a algún que otro insulto para avanzar entre el gentío que a esa hora abarrotaba la cuesta buscando los avíos para la olla o vociferando su mercancía.

      Sanz ordenó detenerse al conductor. En la parte alta de la cuesta, no demasiado alejada, se alzaba imponente la antigua casa palacio de Ruiz Antequera, sede de la Capitanía General de la Región Marítima del Sur. Podía subir caminando por la alameda, que a esa hora reunía sólo unos pocos viejos desparramados por entre los bancos de hierro y algunos niños jugando a pídola o moviendo el diábolo. Descendiendo de la calesa echó a andar por el camino de tierra. Los brotes violáceos de las jacarandas anunciaban una primavera temprana y a su paso un jardinero desvió el chorro de las regaderas, agachando respetuosamente la cabeza.

      Sanz caminaba cabizbajo. Su decisión estaba tomada desde que envió sus quejas por escrito, pero le faltaba definir su actitud ante el almirante, un detalle importante si quería seguir ascendiendo en el difícil escalafón de la Armada, y ahora que había tenido la ocasión de leer los informes de los comandantes que le habían precedido en el mando del crucero podía llegar a conclusiones irrefutables: Paredes, el último y más crítico de todos, estaba a punto de pasar a la Escala de Tierra, eso sí, con unos informes personales brillantísimos y una carta de agradecimiento del ministro, colofón a una más que notable hoja de servicios; sin embargo, Vallejo, que nunca hizo referencia a los graves inconvenientes del barco, limitándose en sus informes a ponderar el acierto de los dirigentes de la Armada en el proceso de selección de los astilleros y la posterior construcción del buque, sonaba para la terna de la que saldría el ministro de Marina que habría de relevar a Beránguer a la conclusión de su ciclo ministerial.

      Un asunto difícil. Las obras