Luis Mollá Ayuso

En el nombre del mar


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se imponía cualquier razonamiento contrario.

      Sea como fuere, y a pesar de que una real orden disponía un cambio de artillería que no tardaría a llevarse a efecto en las atarazanas de Cartagena, el Reina Regente seguía navegando con unos cañones que no eran los suyos y aquellas olas que aumentaban en fuerza y altura con el paso de las horas comenzaban a convertir el asunto en un inconveniente grave. Sanz de Andino se llevó el catalejo a la cara buscando la costa africana, pero el horizonte estaba muy tomado y no fue capaz de distinguirla. Llevaban cinco horas navegando a ocho nudos y la costa debía estar a unas quince millas. Desde luego el barco podía dar una velocidad mucho mayor, pero había ordenado embarcar el mineral justo para un tránsito de ida sereno y un regreso rápido. No obstante, ordenó unas paladas de carbón. Quería aumentar la presión y llegar cuanto antes. El viaje comenzaba a hacérsele pesado.

      La voz del serviola le rescató de sus pensamientos. Por la proa comenzaba a adivinarse el contorno de una cordillera, Sanz alzó su catalejo y contempló los bordes de unas colinas recortadas sobre un terreno apenas visible, a pesar de que a esa hora el sol aún debía encontrarse un par de puños por encima del horizonte. Media hora después, a unas seis millas de distancia comenzó a vislumbrar las formas de los edificios más conspicuos del muelle. La línea horizontal estaba muy tomada y no era capaz de distinguir la ciudad. Acercarse podría resultar peligroso, por lo que señaló un punto en la carta dentro de la bahía donde echar el ancla en un fondo razonablemente seguro. La mar se estaba poniendo incómoda. No se trataba de grandes olas, pero el viento seguía arreciando y no tardaría en hacerlas más altas y fuertes, y Sanz sabía que su barco no era el mejor preparado para desafiarlas. Un latigazo de envidia alumbró su pensamiento: otros compañeros habían corrido mejor suerte a la hora de la asignación de mandos y en ese momento el Pelayo reparaba en Cartagena, el Alfonso XIII terminaba de armarse en el arsenal gaditano de La Carraca y el Reina Mercedes hacía unos días que había salido de Cádiz para La Habana: «No tenemos otro barco, Curro», el capitán general se había encogido de hombros al comunicarle una orden que en otras circunstancias le hubiera llenado de alegría. En ese momento recordó el «mucha suerte» con que es tradición en la Armada felicitar a un comandante en el momento de la toma de mando. Incapaz de evitar un escalofrío reflexionó sobre lo acertado de la fórmula.

      Con su característico chasquido metálico el telégrafo de máquinas avisó de que las hélices estaban paradas. Sanz respiró tranquilo. Al abrigo de la rada tingitana el barco se desplazaba seguro movido por su propia inercia. Cuando mandó fondear, una serie de voces repitieron la orden hasta llegar al castillo de proa y el ancla cayó al agua con estrépito. Poco a poco el barco detuvo su andar. Por precaución decidió fondear también la segunda ancla. A esa hora y a tanta distancia de tierra los remolcadores no se moverían del muelle. Los moros tendrían que pasar la noche a bordo.

      La faena de levar anclas era dura y penosa. Otra asignatura pendiente, pero eso vendría al día siguiente; mientras esperaba al segundo para firmar el reparto de la guardia nocturna echó una ojeada al barógrafo. Durante las últimas horas la presión se había mantenido oscilando alrededor de la línea de los 760 milímetros. Presión estándar. Por unos instantes recordó la voz atiplada de su viejo profesor de Física en la Escuela Naval, amigo de los anglicismos hasta la exageración. La llegada del segundo le devolvió a la rutina del barco. Un bote había zarpado rumbo al muelle a dejar la valija diplomática para la cancillería. No se esperaban otros movimientos. A lo lejos un rayo descargó sobre el mar y el estruendoso ruido de un trueno hizo temblar el barco encogiendo su apesadumbrado corazón.

      —Veinte millas, comandante.

      A su lado, Pérez Cuadrado contó segundos y calculó la distancia a la tormenta en un alarde de rapidez mental.

      —Esperemos que pase durante la noche.

      Más que un pronóstico, las palabras de Sanz de Andino sonaron como una plegaria.

      —Sol y moscas, comandante, ya lo verás —contestó el segundo con una sonrisa—. Mañana tendremos un día espléndido. La primavera está entrando con fuerza.

      —Dios te oiga, Paco. Mañana se verá —sentenció el comandante sin dejar de contemplar los relámpagos que las nubes descargaban en la distancia.

      Apenas pudo pegar ojo. Echándose el capote por encima visitó la caseta de derrota un par de veces durante la noche para echar una ojeada al barógrafo. Desde la medianoche la presión había empezado a caer y a las ocho de la mañana ya rozaba los 750 milímetros; una borrasca apreciable que levantaría vientos fuertes del oeste, los cuales, a su vez, agitarían la mar levantando olas de más de dos metros. La buena noticia era que semejante presión representaba el centro de un frente frío que no tardaría en pasar de largo en dirección al Mediterráneo. «La matemática es una ciencia exacta, Curro.» Cerrando los ojos recordó a su compañero y amigo Paredes explicándole en el terreno práctico la insensatez del diseño del barco: «Esas cincuenta toneladas que el cambio de artillería ha añadido a proa y popa significan 86 centímetros más de calado, es decir, que con esos cañones la superficie del mar queda 86 centímetros más cerca del francobordo y, por tanto, no son necesarias olas escandalosas para barrer la cubierta. Además, el barco es manifiestamente permeable, un mal negocio que espero no tengas que sufrir como me pasó a mí a la salida de Nueva York, cuando navegamos remolcando la réplica de la Santa María con ocasión del Cuarto Centenario. Cogimos olas de cuatro metros. Fue terrible. No era capaz de encontrar un rumbo en el que no embarcáramos agua y, para colmo, las bombas de achique no servían para nada, ya que apenas eran capaces de devolver al mar una pequeña parte de lo que era suyo. Durante un rato traté de navegar con la mar de través, pero los balances eran tan acusados que temí que en cualquier momento se sumaran los efectos de dos o tres olas seguidas y el barco no pudiera recuperarse. No te lo recomiendo. Insiste en las obras y no te dejes convencer. Cuanto antes te quiten esos demonios de 240 milímetros mejor. Yo tuve suerte; repentinamente el viento comenzó a ceder y la mar se calmó como si desde el cielo la Virgen del Carmen hubiera tendido su manto sobre ella. De no ser por su intercesión no sé qué hubiera pasado...».

      El sol apenas se insinuaba tras las nubes sobre los riscos que daban forma a la ensenada. El semáforo de señales avisó de la llegada de un remolcador que venía a recoger a la delegación extranjera para conducirla a tierra. Incluso dentro de la rada la mar estaba tan revuelta que el remolcador no pudo abarloarse al crucero, de modo que, aunque el método no resultara el más pomposo, Sanz de Andino ordenó despachar la comisión en un bote. Cuando vio al embajador moro y su corte a bordo del remolcador, respiró tranquilo. Un problema menos. Tampoco dio importancia al hecho de que dos marineros se hubieran quedado en tierra, un asunto menor que se resolvería a bordo cuando las aguas volviesen a su cauce. Lo apropiado de la expresión le arrancó la primera sonrisa del día. Después de dar a su segundo las órdenes pertinentes para levar anclas, corrió a la caseta de derrota a ver si el barógrafo le daba motivos para la segunda, pero la presión seguía descendiendo y alcanzaba ya los 745 milímetros. El oficial de guardia le informó que, desde tierra, el semáforo comunicaba la llegada de la comisión; a partir de ese momento, y debido al temporal, el puerto quedaba cerrado. También traía noticias del cónsul, que informaba que los dos marineros serían pasaportados a Cádiz y recomendaba permanecer al abrigo de la rada hasta el paso del temporal. Sanz estaba a punto de aceptar el consejo cuando le interrumpió la voz del segundo.

      —Comandante, una de las anclas ya está a bordo. Vamos a empezar con la segunda.

      Sanz agradeció la novedad con una leve inclinación de cabeza. Se sentía solo y angustiado. Ni mucho menos tenía claro qué pasos debía seguir. Apenas llevaba dos meses a bordo y a pesar de las largas conversaciones con Paredes desconocía los límites del buque. «A los barcos hay que tenerles miedo, Curro. Y a éste más que a ninguno. Hasta que no vivas una situación lo suficientemente dramática no te darás cuenta de lo verdaderamente frágil que es...»

      El segundo seguía en el castillo de proa dirigiendo la maniobra del ancla. No parecía preocupado; llevaba dos años a bordo y conocía bien el buque. A su lado, el alférez de navío Enríquez se asomaba a la borda esperando ver aparecer el ancla. Sin despegarse del oficial, Nemo, el fiel animal que lo seguía a todas