Luis Mollá Ayuso

En el nombre del mar


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a lo largo de su carrera profesional. En ese momento otra ola enorme golpeó con furia el costado y el crucero volvió a escorarse peligrosamente. El barco no reaccionaba y antes de recuperar la estabilidad, otra ola vino a sumar sus efectos a la primera. Sanz lo vio inclinarse hasta casi tocar con los palos la cresta de las olas más altas. Sujetándose a la bitácora gritó al timonel la orden de meter toda la caña a babor y situó el telégrafo de máquinas en la posición de avante en emergencia. La agonía se prolongó durante un par de minutos eternos, pero, al fin, poco a poco, el crucero volvió a recuperarse, aunque permaneció escorado mientras buscaba un rumbo al que poder soportar el embate de las furiosas olas. En ese momento el aullido del oficial de guardia le trepanó la cabeza como un punzón:

      —Máquinas informa que ha entrado agua en las carboneras de babor. El carbón no quema...

      Inmediatamente sintió que el barco reducía su velocidad. Ahora las olas barrían el castillo de proa, donde sabía que la estanqueidad dejaba mucho que desear. Si las carboneras de babor estaban inundadas, los pañoles de artillería y torpedos no tardarían en estarlo también, pues Sanz era consciente de que allí el agua entraba a borbotones por los respiraderos. Si se inundaban completamente y, suponiendo que los compartimentos de babor lo hubieran hecho hasta la mitad de su capacidad, el total de agua embarcada podía superar el millar de toneladas, una carga insoportable, mucho más si las calderas de babor se apagaban por falta de combustible. Viendo que la superficie del mar casi alcanzaba la altura de la cubierta principal, pensó que quizás sus estimaciones pecaban de optimistas. En ese momento, otro grito procedente de la garganta del vigía le llenó el corazón de congoja.

      —¡Una farola a popa!

      No podía ser el faro de San Sebastián. Sanz escrutó a través de la calima tratando de identificar la luz que acababa de informar el vigía cuando, repentinamente, la cortina de bruma se alzó durante unos instantes permitiéndole contemplar la agreste campiña gaditana más allá de la blanca arena de la playa que, al aparecer de improviso, había causado a los ojos del inexperto serviola el efecto del resplandor de una luz mortecina.

      El corazón se le disparó como un potro desbocado. La tormenta los había hecho derivar y se encontraban inquietantemente próximos a una costa salpicada de peligrosos bajos y naufragios. Con un grito dio orden a máquinas de acarrear con urgencia el carbón de estribor. Necesitaba revoluciones de forma inmediata para escapar de aquella trampa.

      Ajenos al calvario de los marinos, desde tierra unos ojos escrutaban espantados la desigual lucha del buque contra los elementos. Los hermanos Antonio y Francisco Rodríguez habían decidido aprovechar la lluvia y dedicar el domingo a roturar su pequeña heredad junto a la playa de Bolonia cuando, a punto de recogerse para almorzar, vieron surgir entre la bruma la figura de un buque colosal que trataba de imponerse a un océano a punto de ganarle la partida. Les pareció que el aullido del viento sofocaba el agónico sonido de una sirena e inmediatamente el buque desapareció de su vista.

      En el puente del Reina Regente el comandante seguía reclamando a gritos presión en las calderas. Los compartimentos de proa debían de haberse llenado de agua, pues el castillo quedaba completamente bajo las olas que ahora rompían directamente en el puente. El barco apenas tenía fuerza para avanzar y se mantenía sobre el agua a duras penas y con una escora cada vez más acusada. En silencio pidió ayuda al cielo para que las máquinas levantaran presión y pudieran escapar a los bajos de la costa. En ese momento la vio venir.

      Se trataba de una ola distinta. Las que habían venido zarandeándolos hasta el momento seguían todas el mismo patrón: altas olas de lomos grises que crecían conforme avanzaban hasta estrellarse con violencia en el costado del buque. Sin embargo, ésta era distinta y Sanz supo en el momento que sería la definitiva. No era una ola demasiado alta, pero ya había roto y en su avance arrastraba toneladas de espuma que hacían parecer al mar un hervidero de malas intenciones. Al llegar al barco y sentir a sus pies el castillo de proa, la ola se levantó y golpeó el puente con la furia de un titán. Escorado y sin apenas fuerza en sus hélices, el crucero no fue capaz de soportar aquella última embestida y, agotado, se recostó lentamente sobre la mar, que empezó a penetrar a borbotones en su interior.

      Sanz sabía que había perdido el combate. Quiso dar la orden de abandono de buque pero ya nadie oía a nadie y, además, prácticamente no quedaba buque que abandonar. Siguiendo su propia inercia, el crucero quedó quilla al sol y el agua entró a raudales en el puente. Por unos instantes Sanz buscó alguna referencia que le permitiera situarse en el puente del crucero invertido. De rodillas en el techo contempló boquiabierto a través de los ventanales como los cañones de 240 milímetros se desprendían de sus cureñas por la fuerza de la gravedad e iniciaban su último viaje al fondo del mar. El agua le llegaba al pecho y sabía que iba a morir, pero tuvo tiempo de disfrutar la sensación de liberarse al fin de la maldita artillería, aunque no fuera más que otro capricho de su desafortunado destino. A punto de ahogarse dedicó unos segundos a pensar en su familia, reservando el último pensamiento a su madre, a la que imaginó con el velo y el misal en uno de los bancos de la iglesia de la Caridad. En ese momento tuvo el impulso de santiguarse, pero la orden de su cerebro no llegó al brazo y quedó flotando a merced del torrente de agua que había invadido completamente el puente de gobierno del crucero.

      Él ya no lo pudo ver, pero en ese momento el Reina Regente inició su último tránsito, recorriendo en pocos segundos los noventa metros que lo separaban del fondo del mar, donde quedó empotrado sobre el légamo con la quilla apuntando a la superficie y los cuatro cañones de la artillería principal diseminados a lo largo de los costados. Pocos minutos después el fango volvía a posarse sobre el oscuro casco del buque, que a partir de ese instante pasó a constituir el sarcófago de los 412 marinos que a fecha de hoy aún retiene entre sus retorcidos hierros.

      Epílogo

      Hacia las doce de la tarde del lunes once de marzo de 1895, veinticuatro horas después de ocurrida la tragedia del Reina Regente, una botella de vino fino lanzada por la duquesa de Niebla se hizo añicos contra el casco del Carlos V, que inmediatamente comenzó a descender hasta las plácidas aguas del caño de la Reina en Cádiz. Millares de voces se alzaron emocionadas y la muchedumbre repartida entre las salinas y los esteros aplaudió a rabiar cuando vieron al flamante acorazado mecerse soberanamente sobre las aguas.

      En la plataforma de madera levantada en el astillero para dar cobijo de la lluvia a los invitados más distinguidos, el ministro Beránguer se congratulaba con los duques, el delegado del gobierno y otras autoridades locales del soberbio aspecto que presentaba el acorazado, el más grande de los buques construidos por la industria nacional y orgullo de todos los españoles. Alguien preguntó por el Reina Regente cuya presencia en los actos se había anunciado repetidamente, el ministro cruzó una mirada con el almirante Pasquín e inmediatamente sonrió y se disculpó informando que el fuerte temporal desatado la víspera había obligado al crucero a buscar abrigo en algún punto de la costa que no quiso concretar. Las secuelas de la borrasca aún eran palpables, la botadura se había visto empañada por la incómoda llovizna, y la mar, todavía agitada, presentaba un aspecto oscuro y lóbrego. Entre los asistentes circulaba que los daños en la costa gaditana incluían la pérdida de 35 barcos de pesca que habían dejado sin medio de vida a quinientas familias e incluso un vapor de mediano porte, el Caspio, que había salido de Huelva con cuarenta pasajeros que no querían perderse la botadura del Carlos V, se había hundido a las puertas del muelle de Cádiz, pereciendo la mayor parte de los pasajeros. La de marino es una profesión sacrificada, sentenció Beránguer, y todos volvieron a asentir con gesto grave regresando a los catavinos, a las bandejas de cazón y langostinos de Sanlúcar y a sus conversaciones superficiales. Lo cierto era que no se tenían noticias del barco. La línea telegráfica con África había quedado interrumpida y el ministro quería suponer que el Regente permanecía fondeado en Tánger o que quizás habría zarpado aquella misma mañana tras el paso del temporal y los densos penachos de humo de sus chimeneas aparecerían en cualquier momento tras el telón del horizonte lejano.

      El telégrafo quedó reparado al día siguiente y el primer cablegrama llegó precisamente de Tánger. Era del cónsul y en él preguntaba al Comandante de Marina de Cádiz por la llegada a puerto del