Túmbale, túmbale...
De repente, a sus ojos se hicieron patentes los torsos desnudos de cuatro marineros que con cada túmbale daban un golpe de riñón en el cabrestante, el cual giraba enrollando en su tambor un cabo grueso hasta que otro hombre, asomado a lo que parecía la borda de un buque, alzó un puño, deteniéndose el movimiento de los marineros y su rítmica tonadilla. Jim reconoció entre ellos los semblantes de los que habían acudido en la posada a escuchar su controvertida historia de Mocha Dick. El arponero se rebeló contra este pensamiento. No es que antes estuviera en la posada y ahora estuviese en otra parte; seguía en la posada y de alguna manera estaba sufriendo una alucinación. Quizás se había quedado dormido y al despertar no recordaría nada más que jirones brumosos de aquella pesadilla...
—Señor Stubbs, el ancla está arriba y clara, podemos proceder.
El grito del tipo de la borda quebró sus dudas y sus pensamientos se diluyeron como arena entre los dedos. Inmediatamente, una sombra se alzó sobre su cabeza como un ave de proporciones extraordinarias que descendiese a prenderlo con su negro pico. Alzando el rostro vio una vela que se iba hinchando conforme ganaba altura, mientras sonaba otra tonadilla tan popular como la anterior, la más conocida de las salomas de driza.
Ese barco no flotará.
Y un doblón, un doblón.
El rey de España nos compensará.
Y un doblón, un doblón.
Quién lo hundió, jamás se sabrá.
Y un doblón, un doblón.
Quizás fue Hawkins, quizás Barrabás.
Y un doblón, y un doblón.
Calico, Morgan o mi capitán.
Y un doblón, un doblón...
Jim asistía al espectáculo hipnotizado. Alucinación o no, con cada doblón un grupo de marineros templaba al unísono las drizas y uno tras otro los foques fueron ascendiendo hasta quedar firmemente amurados. En ese momento la superficie a sus pies, que hasta entonces había permanecido estable, comenzó a agitarse como la cubierta de un barco y el viento le trajo los conocidos olores de la sal y la brea. Por la proa una luz de destellos comenzó a hacerse cada vez más visible.
—Es el faro de Brant Point —sonrió Buñuelo estúpidamente sin dejar de avanzar entre cabos y maromas.
—Vencejos, señor Stuuuuubb.
El grito procedía de las alturas, donde debía ubicarse la cofa de aquel barco imaginario. Con aquella voz el vigía señalaba que una vez abandonado el resguardo del muelle que supuestamente dejaban atrás les esperaba un temporal, ya que el vencejo es el único pájaro que se atreve a desafiarlos, mientras que en medio de una galerna pueden verse volar otras aves como patos o golondrinas. Sin embargo, cuando la mar arrecia hasta convertirse en una tempestad, ningún ave se atreve a abandonar la tierra.
Después de ascender una escala, Buñuelo se detuvo y mostró a Jim una enorme ballesta en forma de cañón.
—Aquí la tiene, señor Bow. Desde aquí disparará sus arpones; le aconsejo que mantenga el equipo engrasado y listo para cuando llegue el momento. Recuerde que sólo podrá hacer un disparo.
Jim pasó los dedos por la caña. Se trataba de una reliquia, un Ludock de muelle único capaz de lanzar los arpones de hierro más pesados, aunque ahí se terminaban sus virtudes ya que su alcance efectivo no pasaba de las quince o veinte yardas, por lo que se trataba de un arma que había que disparar prácticamente a bocajarro y todo ello con puntería dudosa.
—Este es Queequeg.
Jim Bow estaba tan absorto en el arma que no escuchó a Buñuelo, el cual volvió a insistir tirándole de la manga.
—Señor Bow, le presento a Queequeg, su ayudante.
El arponero se giró y se encontró frente a frente con el indio, sintiendo un estremecimiento. Jim era un muchacho alto y de brazos fuertes, pero aquel tipo le sacaba una cabeza y parecía una estatua de bronce. Tenía el cuerpo cubierto de tatuajes, de sus orejas colgaban una docena de aros y otro de tamaño mayor pendía del apéndice nasal. El rostro estaba cruzado por pequeños surcos bajo los ojos y en las mejillas, y su barbilla apuntaba una perilla rala y poco consistente.
—Usted quitar ropa. No poder trabajar así —dijo el indio con un mohín de desprecio en la mirada.
Jim se miró a sí mismo y acarició su pelliza. Había escuchado cientos de supersticiones y aquella no le era ajena. Cualquier vestimenta a bordo relacionada con el mal tiempo era sistemáticamente rechazada por los marineros, por el simple hecho de que sugería la posibilidad de tormentas en la navegación. Él respetaba las creencias de cada uno y jamás se le hubiera ocurrido desafiar una superstición, y, si verdaderamente estaban navegando, el indio tenía razón en su queja. Por la popa observó de reojo los últimos destellos mortecinos del faro de Brant Point, mientras que por la proa unos relámpagos anunciaban el temporal que había advertido el vuelo de los vencejos. Decididamente, y por algún extraño conjuro, se encontraba a bordo de una nave que buscaba el ancho mar. Prefirió no darle más vueltas y se quitó la pelliza, a pesar de lo cual el rostro del indio no se alteró.
Los días volaban como las aves del cielo y el barco avanzaba resueltamente sin rumbo conocido y con un objetivo que se iba haciendo cada vez más nítido. Nunca el sol ni ningún otro astro se hizo visible a la tripulación; una bruma compacta mantenía a la nave a salvo de las indiscretas miradas de otros buques. Los marineros se ocupaban en sus labores habituales: maniobraban velas, manejaban la caña del timón, adujaban cabos y maromas que la mar se empeñaba en volver a desmadejar, baldeaban, limpiaban aquí y allá y arranchaban la larga colección de toneles destinada a almacenar el aceite que habrían de extraer de la grasa hervida de los cetáceos que encontraran en su rumbo.
Supieron que habían cruzado la Línea cuando las aguas sucias procedentes del baldeo cambiaron el sentido de giro en los imbornales. En el cielo, la estrella Polar que guía al navegante en el hemisferio norte debía haber sido reemplazada por la Cruz del Sur, que lo hace en la otra mitad del globo, pero eso era algo que sólo podían imaginar, pues la vaporosa nube que cubría el buque desde la salida de puerto les acompañaba celosamente en todo momento.
Jim Bow dedicaba los días a preparar el arpón para el momento supremo, menester en el que siempre se veía acompañado de Queequeg, que, si bien al principio sólo era capaz de expresarse por medio de algún gruñido aislado, cada vez se mostraba más abierto y comunicativo; eso sí, siempre en su particular forma de entender el lenguaje.
—Tú explicas ese mar que no se mueve...
—¿Otra vez, Queequeg? Te he contado esa historia docenas de veces. El que debería explicarse eres tú. Aquí pasan cosas que escapan a la razón.
—Tú explicas...
Y de nuevo Jim le contaba que aunque unos decían que se trataba de una leyenda, otros daban como cierta la existencia en el centro del océano Atlántico de una corriente que se desplazaba espiralmente hasta un punto en el que cesaba todo movimiento, y donde, según decían, se acumulaban cientos de algas llamadas sargas, razón por la que ese mar era conocido como el de los Sargazos.
—Muchos —remataba Jim su explicación—, aseguran haber navegado ese horrible mar estático del que cuentan que es la entrada al infierno de los barcos, pues se dice que las naves atrapadas por aquella corriente malvada quedan estancadas como un animal en las arenas movedizas, y que esas sargas no hacen sino disimular el tesoro de ese mar, el cual consiste en cientos de buques cuyos marineros mueren de pura desesperación al no poder sentir el brío de sus naves saltando de ola en ola y de uno a otro mar.
Indefectiblemente, al llegar a este extremo del relato, Queequeg se giraba y señalaba al joven arponero con el cuchillo, conminándole a interrumpir la narración. A continuación el indio daba un salto y se asomaba a la borda donde se tranquilizaba al ver las aguas correr en sentido opuesto al avance natural del barco, entonces regresaba junto a Jim, volvía a comprobar el funcionamiento del gatillo de