partir de ese instante se desató la locura. El telégrafo comenzó a funcionar sin descanso y los semáforos a ambas orillas del Estrecho repetían incansables la misma pregunta: ¿Dónde está el Reina Regente?
El catorce se dio orden a los buques en la mar de rastrear detrás de cada ola y cada roca en busca del crucero desaparecido. Los primeros en movilizarse fueron el vapor Piélago, en Cádiz y el Hassani marroquí en aguas africanas. Poco después zarpaban los cruceros Alfonso XII e Isla de Luzón, las cañoneras Perla y Cuervo, los vapores Gallo y Solferino y otras unidades nacionales y extranjeras que se repartieron la búsqueda a ambos lados del Estrecho, llegando hasta las islas Madeira y las Canarias, pero todos los esfuerzos resultaron infructuosos. El buque había desaparecido sin dejar rastro.
Inmediatamente se dispararon las alarmas. Debido al sistema de levas, buena parte de la marinería procedía de los reemplazos de Málaga, de donde empezaron a llegar docenas de tartanas repletas de familiares de los desaparecidos. De sol a sol se les veía recorriendo las playas dejándose los ojos en el horizonte y por la noche encendían centenares de velas y el viento arrastraba tierra adentro el susurro de sus sentidas plegarias. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer restos del barco diseminados por todas las playas de la costa gaditana: banderas de mano, salvavidas, restos de botes, remos y otros efectos con el nombre del buque escrito en pequeñas placas de bronce. Al hilo de la desesperación aparecieron los primeros signos de impotencia y de la mano de ésta tomaron voz las preguntas que hasta entonces todos se hacían envueltas en velados susurros: ¿Por qué se había enviado a navegar a un buque con tantos defectos estructurales? ¿Por qué no se había puesto remedio a sus carencias? Las familias pedían a gritos un responsable, un cabeza de turco en quien descargar su desesperación, cuando, de pronto, el telégrafo trajo noticia de la feliz arribada del buque a Las Palmas.
La tristeza tornó en inusitada alegría. En la calle la gente se abrazaba, cantaba, bebía y la cuestión de las responsabilidades quedó aparcada, hasta que pocas horas después el mismo telégrafo informaba que el buque atracado en la capital canaria era el Reina Mercedes.
La muchedumbre volvió a rugir de ira y esta vez su cólera llegó hasta las Cortes, donde los diputados del Congreso se dividieron en dos grandes grupos: los que defendían con virtuosísima retórica que, caso de haber fallecido, los marinos del Reina Regente lo habían hecho en un hermosísimo acto de servicio y los que sostenían, también con encendida elocuencia, que si verdaderamente se habían ahogado era debido a un estúpido acto de irresponsabilidad.
El debate estaba en la calle y, para terminar de encender los ánimos, comenzaron a aparecer en las playas botellas lacradas conteniendo mensajes supuestamente manuscritos por los tripulantes del barco y los responsables de la Armada recibían anónimos en los que se comunicaba el sitio exacto donde el crucero yacía sumergido para siempre. Sin embargo, del buque y sus 412 marinos nunca más se ha sabido, pues, aunque hubo un superviviente, no pudo contar el final de la desafortunada nave ni el lugar donde reposa el sarcófago que guarda el último suspiro de los marinos.
A los dos días del hundimiento, el destructor británico Sheffield salió en tránsito de Gibraltar para Portsmouth y estando en la mar recibió noticias de la desaparición del crucero español, uniéndose de manera espontánea a su búsqueda. Atardecía cuando un serviola informó de la presencia de un punto oscuro sobre las aguas, hacia donde puso proa inmediatamente el destructor. Desafiando el vaivén de las olas sobre un enjaretado, los ingleses recogieron del mar un pastor de Terranova escuálido y asustado que apenas era capaz de tenerse en pie.
Eran tantos los buques que se habían perdido con el temporal que inicialmente nadie vinculó al perro con el crucero que buscaban, aunque un marinero, dando por hecho que el animal debía pertenecer a alguno de los barcos perdidos y considerando por tanto que había regresado de las profundidades, decidió ponerle el nombre de Nemo, recordando al del capitán de cierta nave submarina protagonista de la última de las novelas del escritor más leído del momento. En todo caso, Nemo pasó a formar parte de la dotación del buque británico que lo adoptó y cuidó como propio, aunque todos decían que era un perro triste al que era muy difícil arrancar un ladrido de alegría.
Pasó el tiempo y el Sheffield debió regresar a sus operaciones en el Mediterráneo, pero antes su comandante decidió hacer escala en Sevilla, de modo que echó el ancla en el abra de Sanlúcar a la espera de práctico y marea, cuando, de un modo repentino, Nemo comenzó a mostrar signos de inquietud. Nadie a bordo era capaz de entender la insólita y desacostumbrada actitud del animal hasta que, de improviso, se acercó a la borda, olisqueó el aire y se lanzó al mar con decisión.
El comandante del destructor ordenó alistar un bote y seguir a Nemo, que nadaba hacia la costa ignorando las llamadas que se le hacían desde la embarcación. Cuando llegó a tierra los ingleses lo siguieron por entre las encaladas calles sanluqueñas hasta que lo vieron detenerse frente a un portal, donde comenzó a ladrar desaforadamente hasta que se abrió una puerta, dando paso a una mujer rigurosamente vestida de negro que cayó redonda al suelo al encontrarse con el excitado animal.
El oficial que había desembarcado en el bote y seguido al perro hasta aquel portal corrió a socorrerla, pero antes de llegar otros brazos surgieron de la casa y la ayudaron a volver en sí. Alzando la vista, el inglés contempló una placa metálica en la que brillaban unas lustrosas letras de bronce que a pesar del idioma no le fue difícil interpretar:
Aquí nació y creció
José María Enríquez y Fernández,
Alférez de navío de la Real Armada,
que entregó el alma a Dios en el
hundimiento del crucero Reina Regente
en aguas próximas al estrecho de Gibraltar.
Dios lo tenga en su gloria.
Desde entonces dicen que en las noches en que las tormentas azotan las playas gaditanas, el viento arrastra el quejido de las almas que duermen el sueño eterno en un túmulo de hierro en cuya popa aún se distinguen dos palabras: Reina Regente. Y dicen también que en el susurro del viento puede distinguirse el aullido lastimero de un perro.
Nota del autor: La historia del crucero Reina Regente y su desgraciado final es tan real como triste. Desde su pérdida en 1895, y a pesar de que la derrota entre Tánger y Cádiz no deja demasiados resquicios a la duda, nunca se ha sabido el lugar exacto de su desaparición. La costa atlántica gaditana es zona de fuertes corrientes y el fango no suele tardar en enterrar los naufragios. En algún punto desconocido de la misma, probablemente no lejos de Barbate, se esconde uno de los misterios más tenebrosos de nuestra historia naval.
Mientras tanto, a los marinos que a despecho del paso de los años nos sentimos compañeros de los 412 desgraciados miembros de la dotación del crucero, no nos queda sino aventurar su desdicha en espera de la noticia feliz del descubrimiento de su sudario de hierro. Sirva esta recreación literaria como el póstumo homenaje a su trágica y dolorosa desaparición.
2. El arponero
El látigo restalló sobre el húmedo pelaje del caballo despidiendo una miríada de gotas de lluvia. Resoplando y lanzando densas volutas de vapor por los ollares, el noble bruto arrancó tirando de la calesa que pronto desapareció, dejando tras de sí el eco metálico de las herraduras del animal y los silbidos cada vez más lejanos del cochero. Entonces el viajero se giró, alzó el cuello de su pelliza para resguardarse de la persistente llovizna y buscó su destino entre los edificios de la calle.
La tarde languidecía y, aunque aún faltaba una hora larga para la anochecida, la densa capa de nubes que cubría el cielo mantenía la ciudad a oscuras; sin embargo, al fondo de un callejón que se abría justo en donde lo había dejado el cochero, la luz mortecina de una farola alumbraba un letrero metálico que oscilaba mecido por el viento, anunciando con su chirriar el nombre de la posada: «Douqep».
Echándose el saco a la espalda, el viajero caminó hasta situarse delante del establecimiento: un oscuro