Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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en un sillón de ruedas. Tenía una carita encantadora, un tanto enflaquecida por la enfermedad, pero alegre. Sus grandes y oscuros ojos sombreados por largas pestañas brillaban con destellos juguetones. Su madre estaba decidida desde la primavera a llevarla al extranjero, pero ciertos trabajos emprendidos en sus dominios las retenían. Hacía ocho días que estaban en el pueblo, más por cuestiones de negocios que por devoción. Sin embargo, habían visitado ya al starets tres días atrás. Ahora habían vuelto, aun sabiendo que el starets apenas salía de su celda, para suplicar se les concediera «la dicha de ver al gran salvador de enfermos». Durante la espera, la madre estaba sentada junto al sillón de su hija. A dos pasos de ellas, de pie, había un viejo monje llegado de un monasterio del norte para recibir la bendición del starets.

      Pero éste, al parecer, avanzó hacia el grupo de mujeres del pueblo. Las creyentes acudieron a la escalinata de tres escalones que enlazaba la galería con el suelo. El starets se detuvo en el escalón más alto. De sus hombros pendía la estola. Después de bendecir a las mujeres que le rodeaban, atendió a una posesa que le presentaron. La sujetaban por las dos manos. Cuando vio al starets fue acometida por un violento hipo y comenzó a gemir, mientras su cuerpo era presa de espasmos y sacudidas, como si sufriera un ataque epiléptico. El starets le cubrió la cabeza con la estola, dijo una breve oración y la enferma se cálmó en el acto.

      Ignoro lo que ocurre ahora, pero en mi infancia tuve ocasión de ver y oír a estos posesos en las aldeas y en los monasterios. Cuando las llevaban a misa emitían en la iglesia agudos chillidos, pero tan pronto como tenían cerca el santo sacramento, el ataque «demoníaco» cesaba en el acto y las enfermas se tranquilizaban y permanecían en calma algún tiempo.

      Como yo era todavía un niño, esto me sorprendía y me impresionaba profundamente. Respondiendo a mis preguntas, oí decir a algunos hacendados y, sobre todo, a los profesores de la localidad, que aquello era una ficción para no trabajar y que se podía reprimir tratando a los supuestos enfermos con dureza. Y me explicaban diversos casos que lo demostraban. Pero después me enteré, por boca de médicos y especialistas, de que no se trataba de una simulación, sino de una grave enfermedad que demostraba las duras condiciones en que vivía la mujer, sobre todo en Rusia. El mal procedía de trabajos agotadores realizados después de curaciones incompletas y sin intervención de la medicina, y también de la desesperación, los malos tratos, etcétera, etcétera, vida que algunas naturalezas femeninas no pueden sufrir, aunque la soporte la mayoria.

      La curación súbita y sorprendente de las convulsas endemoniadas, apenas se les acercaba algún objeto sagrado, lo cual se atribuía a una ficción y, sobre todo, a ardides de los sacerdotes, era seguramente también un fenómeno natural. Las mujeres que conducían a la enferma, y especialmente la enferma misma, estaban completamente convencidas de que el espíritu impuro que se había posesionado de ella no podría resistir la presencia del santo sacramento, ante el cual inclinaban a la desgraciada. Entonces, en la paciente de nervios enfermos, dominada por una afección psíquica, se producía un trastorno profundo y general, ocasionado por la espera del milagro de la curación y por la seguridad completa de que el milagro se realizaría. Y, en efecto, se realizaba, aunque sólo fuera momentáneamente. Esto es lo que ocurrió cuando el starets cubrió a la enferma con la estola.

      Algunas de las mujeres que se apiñaban en torno de él derramaban lágrimas de ternura y entusiasmo, otras se arrojaban sobre él para besarle aunque sólo fuera el borde del hábito; otras, en fin, se lamentaban. Él las bendecía a todas y charlaba con ellas. Conocía a la posesa, que vivía en una aldea situada a legua y media del monasterio. No era la primera vez que se la habían traído.

      –He aquí una que viene de lejos —dijo el starets, señalando a úna mujer todavía joven, pero exhausta y muy delgada, y de rostro tan curtido que parecía negro.

      Esta mujer estaba arrodillada y fijaba en el starets una mirada inmóvil. En sus ojos había un algo de extravío.

      –Sí, padre; vengo de lejos. Vivo a cuatrocientas verstas de aquí. De lejos, padre, de muy lejos.

      Dijo esto una y otra vez mientras balanceaba la cabeza de derecha a izquierda, con la cara apoyada en la palma de la mano. Hablaba como lamentándose.

      En el pueblo hay un dolor silencioso y paciente, que se concentra en sí mismo y enmudece. Pero también hay un dolor ruidoso, que se traduce en lágrimas y lamentos, sobre todo en las mujeres.

      Este dolor no es menos profundo que el silencioso. Los lamentos sólo calman desgarrando el corazón. Este dolor no quiere consuelo: se nutre de la idea idea de que es inextinguible. Los lamentos no son sino el deseo de abrir aún más la herida.

      –Usted es ciudadana, ¿verdad? —preguntó el starets, mirándola con curiosidad.

      –Sí, padre: somos campesinos de nacimiento, pero vivimos en la ciudad. He venido sólo para verte. Hemos oído hablar de ti, padre mío. He enterrado a mi hijo, que era un niño pequeño: Para rogar a Dios, he visitado tres monasterios, y me han dicho: «Ve allí, Nastasiuchka», es decir, a verle a usted, padre mío, a verle a usted. Y vine. Ayer fui a la iglesia y hoy he venido aquí.

      –¿Por qué lloras?

      –Por mi hijo. Le faltaban tres meses para cumplir tres años. El recuerdo de este hijo me atormenta. Era el menor. Nikituchka y yo hemos tenido cuatro, pero no nos ha quedado ninguno, mi bienamado padre, ninguno. Enterré a los tres primeros y no sentí tanta pena. Pero a este último no puedo olvidarlo. Me parece tenerlo delante. No se va. Tengo el corazón destrozado. Contemplo su ropita, su camisa, sus zapatitos y me echo a llorar. Pongo, una junto a otra, todas las cosas que han quedado de él, las miro y lloro. Dije a Nikituchka, mi marido: «Oye, déjame ir en peregrinación…» Es cochero, padre mío. Tenemos bienes. Los caballos y los coches son nuestros. Pero ¿para qué los queremos ahora? Mi Nikituchka debe de estar bebiendo desde que le dejé. Lo ha hecho otras veces: cuando lo dejo pierde los ánimos. Pero ahora no pienso en él. Ya hace tres meses que he dejado la casa, y lo he olvidado todo, y no quiero acordarme de nada. ¿Para qué me sirve mi marido ahora? He terminado con él y con todos. No quiero volver a ver mi casa ni mis bienes. Ojalá me hubiese muerto.

      –Oye —dijo el starets—, un gran santo de la antigüedad vio en el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: «Tú no sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios. En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles.» Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad. Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.

      La mujer lo escuchaba con la cabeza inclinada y la cara apoyada en la mano.

      –Lo mismo me decía mi Nikituchka para consolarme: «No hay motivo para que llores. Seguro que nuestro hijo está cantando ahora en el coro de ángeles ante el Señor.» Y mientras me decía esto, lloraba. Yo le decía: « Sí, ya lo sé: está con el Señor, porque no puede estar en otra parte. Pero no está aquí, cerca de nosotros, como estaba antes…» ¡Oh, si yo pudiera volver a verlo una vez, aunque sólo fuera una vez, sin acercarme a él, sin decirle nada, escondida en un rincón! ¡Si pudiera verle un instante, oírle jugar y verle llegar de pronto, gritando con su vocecita: «¿Dónde estás, mamá?», como hacía tantas veces! ¡Si yo pudiera oírle corretear por la habitación, venir a mí corriendo, riendo y gritando, como recuerdo que solía hacer! ¡Si pudiese aunque sólo fuera oírle! ¡Pero no está en la casa, padre mío, y no podré oírle nunca más! Mira su cinturón. Pero él no está, no volverá a estar nunca.

      Sacó de su pecho un diminuto cinturón. Apenas lo vio, empezó L sollozar, cubriéndose el rostro con las manos, entre cuyos dedos luían las lágrimas a torrentes.

      –¡Mirad! —exclamó el starets—. Es la antigua Raquel que lloa a sus hijos, sin ue haya para ella consuelo, porque ya no están en el mundo . Esta es la suerte que se reserva aquí abajo a las madres.