A to Z Classics

El conde de Montecristo ( A to Z Classics )


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cierto lo que he oído? -le dijo.

      -¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.

      -Sí.

      -Ciertísimo, y si no, míralo.

      La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

      -¡Si fuera falso… !

      Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

      -¡Falso… ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

      -Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

      Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

      -¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.

      -¿Cómo?

      -Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

      Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

      -¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero… , pero no es ningún tesoro.

      Capítulo 5 Los registros de cárceles

      Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

      -Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.

      -Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

      Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

      E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

      Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

      -¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville-, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

      -Pero eso parece tan sólo un aplazamiento -observó el inglés.

      -¡Decid mejor que parece una quiebra! -exclamó desesperado el señor de Boville.

      El inglés reflexionó un instante y luego dijo:

      -¿Tantos temores os inspira ese crédito?

      -Lo considero perdido.

      -Pues yo os lo compro.

      -¡Vos!

      -Sí, yo.

      -Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?

      -No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa -añadió el inglés sonriendo-, no hace negocios de esa clase.

      -¿Y pagáis… ?

      -Al contado.

      Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:

      -Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.

      -Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando -respondió el inglés-. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.

      -¡Cómo, caballero!, nada más justo -exclamó el señor de Bovine-. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.

      -Caballero -repuso sonriendo el inglés-, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra epsecie.

      -Hablad, pues.

      -¿Sois inspector de cárceles?

      -Hace más de catorce años.

      -¿Tenéis libros de entradas y salidas?

      -Sin duda alguna.

      -¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?

      -Cada preso tiene las suyas.

      -Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.

      -¿Cómo se llamaba?

      -El abate Faria.

      -¡Ah! le recuerdo muy bien -exclamó el señor de Boville-, estaba loco.

      -Eso decían.

      -¡Oh!, sí que lo estaba.

      -Es posible. ¿Y cuál era su manía?

      -Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.

      -¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?

      -Hace cinco o seis meses; en febrero último.

      -Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.

      -Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.

      -¿Se puede saber qué suceso fue ése? -preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.

      -¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso…

      -¿De veras? -inquirió