a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.
El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:
-¿Decíais, caballero, que los dos calabozos… ?
-Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés…
-¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba… ?
-Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.
-Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?
-Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.
-Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.
-Para el muerto, sí, mas no para el vivo -repuso el señor de Boville-. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.
-Era un medio que indicaba valor -repuso el inglés.
-¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.
-¿Cómo?
-¿No lo comprendéis?
-No.
-El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.
-¿Y qué..? -añadió el inglés, como si no acabara de entender.
-Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.
-¿De veras? -exclamó el inglés.
-Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.
-No habría sido fácil.
-No importa -contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor-. No importa; me la estoy imaginando.
Y se echó a reír.
-Yo también -añadió el inglés.
Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.
-Según eso -añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría-, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?
-¡Toma!
-De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.
-Exacto.
-¿Ese suceso debe constar por algún documento?
-Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.
-De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.
-¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.
-Desde luego -respondió el inglés-. Pero volvamos a los registros.
-Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.
-¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.
-Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?
-Tendré mucho gusto.
-Pasemos a mi despacho y os complaceré.
Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.
El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.
Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre: Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.
Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:
«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.
Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.
Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.
Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.
-Gracias -dijo el inglés, cerrando el libro de repente-. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.
Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.
Capítulo 6 Morrell e hijos
El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.
En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.
En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de