Федор Достоевский

El Idiota


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víspera de la boda se eclipsaría, abandonándome la posesión plena y completa de su novia. ¿No es cierto, Gania? ¡Contesta, granuja! ¿Verdad que tomarás los tres mil rublos? ¡Tómalos: aquí los tienes! He venido para hacerte firmar una renuncia en regla. ¡He dicho que iba a comprarte, y te compraré!

      –¡Salga de aquí! ¡Está usted borracho! —gritó Gania, poniéndose encarnado y pálido alternativamente.

      Una explosión de murmullos acogió aquella frase. Hacía rato que la banda de Rogochin no esperaba más que una provocación para intervenir. Lebediev inclinándose al oído de Parfen Semenovich, le habló con animación.

      –¡Es verdad, funcionario! —gritó Rogochin—. ¡Es verdad! ¡Tienes razón, aunque estés como una cuba! ¡Hagámoslo así! Nastasia Filipovna —dijo con la expresión de un maníaco, pasando súbitamente de la timidez a la insolencia—, aquí tiene dieciocho mil rublos.

      Y mientras hablaba lanzó ante ella, sobre la mesa, un montón de billetes contenidos en un papel blanco atado con un cordón.

      –¡Ahí los tiene! Y luego habrá más…

      No era aquello exactamente lo que se había propuesto decir, pero no se atrevió a expresar del todo su pensamiento.

      Lebediev tornó a hablar en voz baja al oído de Rogochin.

      –¡No, no! —se le oyó cuchichear con aire consternado.

      Se comprendía que la magnitud de la suma asustaba al empleadillo y que proponía empezar ofreciendo una cifra mucho más baja.

      –No, amigo mío, tú no entiendes de esto… Y además, tú y yo somos dos imbéciles —respondió Rogochin, estremeciéndose bajo la airada mirada de Nastasia Filipovna—. ¡He hecho mal en escucharte! ¡Me has obligado a cometer una tontería! —exclamó con tono que delataba un profundo arrepentimiento.

      Viendo el aspecto abatido de Rogochin, Nastasia Filipovna prorrumpió en una carcajada.

      –¿Dieciocho mil rublos a mí? ¡Cómo se le nota que es un aldeano! —exclamó con descarada insolencia alzándose del sofá cual dispuesta a irse.

      Gania contemplaba aquella escena con el corazón abatido.

      –¡Cuarenta mil! ¡Cuarenta mil y no dieciocho mil! —replicó Rogochin inmediatamente—. Ptitzin y Biskup me han ofrecido entregarme cuarenta mil esta tarde, a las siete. ¡Cuarenta mil! ¡Todos para usted!

      Aquel chalaneo era francamente vergonzoso; pero Nastasia Filipovna parecía complacerse en prolongarlo, porque seguía riendo sin marcharse. Las dos Ivolguin se habían puesto en pie, esperando, silenciosas, el desenlace de la situación. De los ojos de Varia brotaban relámpagos. La escena parecía haber influido muy desagradablemente sobre Nimia Alejandrovna que temblaba y vacilaba, como a punto de desmayarse.

      –¡Si hace falta le doy cien mil! Hoy mismo pondré cien mil rublos a su disposición. Ptitzin, procúrame esa cantidad. Tendrás una buena ganancia.

      Ptitzin se acercó a Parfen Semenovich y le cogió por un brazo.

      –Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.

      –Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.

      –No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero, cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras. Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada vez.

      Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de pronto a Rogochin, y gritó amenazador:

      –¿Quiere decirme qué significa esto?

      El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca aquella salida imprevista. Se oyeron risas.

      –¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.

      –¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de indignación.

      –¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.

      –¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!

      El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento. Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.

      –¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a darle de golpes.

      Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.

      –¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con expresión soberbia y provocativa.

      Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en la cara a su hermano.

      –¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le felicito!

      Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo, alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.

      –¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le hacía temblar de cabeza a pies.

      –¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania, en el paroxismo de la ira.

      Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.

      –¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.

      Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.

      –Es igual. Siendo a mí no me importa… Pero no habría tolerado que maltratase a su hermana —murmuró al fin.

      Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y, cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:

      –Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.

      Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin, Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general Ivolguin.

      –¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma extraña sonrisa en los labios.

      –¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza, Gania, haber pegado a este… corderito! —reprochó, sin encontrar frase más adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás cómo sabe querer Rogochin!

      Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar contra tal impulso y conservar su expresión irónica.

      –Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.

      –¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es