que se puede robar sin ser un ladrón?
–Sólo me probaría usted, señor Ferdychenko, que cabe encontrar un placer en contar cosas vergonzosas, incluso sin que nadie le invite a ello a uno… Por otra parte… En fin, dispénseme, señor Ferdychenko.
–Empiece, Ferdychenko. No hace usted más que fanfarronear en vano. Así no acabaremos nunca dijo, airada e impaciente, Nastasia Filipovna.
Todos notaron que su alegría febril había dejado lugar, de pronto, a un humor descontento, irritado e irascible. Mas la joven persistía en su extraño capricho. Atanasio Ivanovich se sentía muy inquieto. Le indignaba ver la calma de Ivan Fedorovich, quien, paladeando, calmoso, su champaña como si todo aquello careciese de trascendencia, se preparaba probablemente a hilvanar también un relato.
XIV
—No tengo ingenio, Nastasia Filipovna —dijo Ferdychenko, a guisa de preámbulo—, y por eso hablo más de la cuenta. Si yo fuese tan ingenioso como Atanasio Ivanovich o Ivan Petrovich me pasaría el rato sin abrir la boca, lo mismo que ellos. Permítame, príncipe, solicitar su opinión. Siempre he creído que en este mundo el número de ladrones supera en mucho al de no ladrones, e incluso me inclino a creer que no hay quien haya dejado de cometer algún robo en su vida. Tal es mi criterio, sin que por eso concluya que la humanidad está enteramente compuesta de rateros, aunque a veces me sienta terriblemente impulsado a suponerlo así. ¿Qué cree usted?
–¡Qué modo tan estúpido tiene usted de contar! —dijo la dama desenvuelta, que se llamaba Daría Alexievna—. ¡Qué necedades empieza usted por decir! Es imposible que todo el mundo haya tenido que robar algo. Yo, por mi parte, nunca he robado nada.
–Bien. Usted no habrá robado nada; pero quisiera saber por qué motivo se ha puesto el príncipe tan encarnado.
–Creo que hay parte de verdad en lo que usted dice, aunque lo exagera demasiado —contestó Michkin, cuyo rostro, en efecto, se había cubierto de rubor.
–¿Nunca ha robado usted nada, príncipe?
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