lo atrevido de tal proposición trató de darle aspecto de una broma amistosa. Únicamente Gania no quiso beber. Nastasia Filipovna declaró que acompañaría a sus invitados, y que pensaba beber hasta tres copas de champaña. Aquellas súbitas y extrañas ocurrencias desorientaban a todos. En ocasiones la veían pensativa, taciturna, incluso hosca, y momentos más tarde les maravillaba entregándose a accesos de risa histérica sin causa justificada. Algunos sospechaban que tenía fiebre. Y al cabo repararon en que la joven miraba el reloj con frecuencia, y parecía nerviosa y preocupada.
–Creo —dijo la señora desenvuelta— que tienes algo de calentura.
–Algo no: mejor dirías mucho —repuso Nastasia Filipovna, más pálida cada vez y temblando de pies a cabeza—. Por eso he pedido este chal.
Entre los visitantes surgió un movimiento de inquietud.
–Quizá conviniera que la dejásemos descansar —dijo Totsky mirando a Epanchin.
–Nada de eso, señores. Les ruego que se sienten. Hoy necesito muy particularmente su presencia —rebatió Nastasia Filipovna, con acento apremiante y significativo.
Como casi todos los presentes sabían que aquella noche la joven debía adoptar una resolución muy importante, sus palabras causaron honda sensación. El general y Totsky volvieron a cambiar una mirada. Gania se agitaba convulsivamente.
–No estaría mal que organizásemos un petit-jeu —sugirió la señora desenvuelta.
–Yo conozco un petit-jeu nuevo y magnífico —declaró Ferdychenko—. Sólo se ha ensayado una vez, y además fracasó.
–¿En qué consiste? —preguntó la señora desenvuelta.
–Un día yo estaba en una reunión donde todo el mundo se sentía aburrido. De pronto no sé quién formuló la siguiente propuesta: que los presentes relatasen la acción que su alma y su conciencia juzgaran más malvada de toda su vida. Pero había que ser sinceros: la primera condición era la veracidad. No valía mentir.
–¡Extravagante idea! —dijo el general.
–Precisamente, Excelencia. En esa extravagancia radica su encanto.
–La idea es grotesca —dijo Totsky— y, como bien se comprende, puede constituir un pretexto para que cada uno se jacte de lo que quiera.
–Lo cual acaso sea lo que nos propongamos, Atanasio Ivanovich.
–Pero con un petit-jeu de ese estilo vamos a acabar llorando en vez de riendo —observó la señora desenvuelta.
–Es una cosa imposible y absurda —opinó Ptitzin.
–¿Y tuvo éxito la idea? —preguntó Nastasia Filipovna.
–No. Fue un fracaso completo. Cada uno refirió una anécdota, y todos dijeron la verdad, algunos incluso con placer; pero a continuación todos se sintieron avergonzados y no pudieron disimularlo. En cualquier caso, resultó muy divertido… en cierto modo.
–¡Sería agradable! —exclamó, con súbita animación, Nastasia Filipovna—. Ensayemos, señores. La verdad es que no parecemos divertirnos mucho esta noche. Si cada uno de nosotros consintiera en contar algo… de esa clase. Entendido que sólo si quiere. Con plena libertad, ¿eh? Acaso resultase bien. Originalidad, por lo menos, no le falta a la idea.
–¡Cómo que es genial! —proclamó Ferdychenko—. Además, las señoras quedan excluidas. Sólo hablarán los hombres, echando a suertes, como la otra vez. Por supuesto, no se obliga a nadie. ¡Naturalmente! Quien quiera abstenerse, que lo haga, aunque no mostrará así gran amabilidad. Escriba cada uno de ustedes su nombre en un trozo de papel, échenlos en mi sombrero y el príncipe los sacará. El juego no ofrece complicaciones. Relatar la peor acción de uno es cosa muy fácil. ¡Ya lo verán! Si a alguien le falla la memoria, yo me encargo de refrescar sus recuerdos.
La extravagante proposición no satisfizo a casi nadie. Unos arrugaban el entrecejo, otros sonreían vagamente. No faltó quien protestara, pero sin energía. Entre éstos se distinguió Ivan Fedorovich, que, si bien enemigo de la idea, no osaba oponerse abiertamente a un deseo de la dueña de la casa. Cuando Nastasia Filipovna expresaba su voluntad era imposible contrariarla, por insensata y perjudicial para ella misma que pudiera ser. A la sazón la joven reía de modo nervioso y convulsivo, estremeciéndose como en un acceso de histeria, en especial cuando Totsky, inquieto, le hacía alguna observación. Los ojos sombríos de Nastasia Filipovna lucían como brasas y en sus mejillas pálidas brillaban dos manchas rojas. Acaso su capricho se exasperase ante las fisonomías contrariadas de los invitados; acaso aquella idea la sedujese por su brutal cinismo. No faltaba quien supusiera que, al aceptarla, la dueña de la casa lo hacía con alguna intención precisa. Todos, en fin, dieron su asentimiento. La verdad era que lo sugerido era curioso y para algunos incluso atractivo. Ferdychenko se distinguía por su entusiasmo.
–Pero si se trata de algo imposible de referir ante señoras… —indicó con timidez el joven silencioso.
–Entonces se cuenta otra cosa —atajó Ferdychenko—. ¿Acaso son maldades las que nos faltan? ¡Bien se ve que tiene usted pocos años!
–Realmente, yo no sé cuál de mis acciones debo considerar como más mala —dijo a su vez la dama desenvuelta.
–Las señoras no están obligadas a confesar nada, aunque tampoco se les prohíbe. Si alguna quiere contar sus malas acciones, se lo agradeceremos. También los hombres quedan en libertad de no hablar, si ello les resulta desagradable.
–Pero ¿cómo probar que no se miente? —sugirió Gania—. Porque, de mentir, el juego pierde toda la gracia que pueda tener. Es bien seguro que nadie va a decir la verdad.
–También es divertido ver mentir a la gente. Y en lo que te afecta, puedes estar tranquilo, Gania, porque todos conocemos cuál es la peor de tus acciones sin que nos la digas. ¡Piensen, señores —exclamó Ferdychenko en un arranque de entusiasmo—, cómo nos miraremos los unos a los otros después de contar estas anécdotas!
–¿Es posible que esto vaya en serio, Nastasia Filipovna? —dijo Totsky, con dignidad.
–El que tema al lobo, que no vaya al bosque —repuso ella, sonriendo.
–Permítame preguntarle, señor Ferdychenko —insistió Atanasio Ivanovich, aún más alarmado— si tal ocurrencia puede ser considerada como un petit-jeu. Le aseguro que cosa así nunca resultará bien. Usted mismo dice que ya en otra ocasión salió mal.
–¿Cómo que salió mal? La otra vez yo mismo confesé cómo había robado tres rublos.
–Bien; pero no es posible que contase tal cosa de forma que le concedieran crédito. Según muy acertadamente ha expuesto hace un instante Gabriel Ardalionovich, la menor apariencia de falsedad basta para convertir el juego en una cosa insípida. En el caso que usted cita, la sinceridad no se comprende sino como una broma de mal gusto, que aquí estaría totalmente fuera de lugar.
–¡Qué refinado es usted, Atanasio Ivanovich! —exclamó Ferdychenko Además, me sorprende mucho que diga que no pude contar mi robo de modo que fuera considerado verosímil. Atanasio Ivanovich quiere dar a entender muy ingeniosamente, que él considera imposible (porque sería incorrecto opinar lo contrario) que yo cometa un robo en realidad, y, sin embargo, en su interior está bien convencido de que Ferdychenko ha podido muy bien ser un ladrón. ¡Al asunto, señores, al asunto! Tengo los nombres de todos, Atanasio Ivanovich. También usted ha dado el suyo. Por lo tanto, nadie rehúsa. Saque, príncipe.
El príncipe, silencioso, hundió la mano en el sombrero. El primer nombre que salió fue el de Ferdychenko, el segundo el de Ptitzin, luego el del general, el de Atanasio Ivanovich, el de Michkin, el de Gania, y así sucesivamente. Las damas se abstuvieron de participar.
–¡Santo Dios, qué desgracia! —quejóse Ferdychenko—. ¡Yo que contaba que el príncipe sería el primero y a continuación el general! Pero, gracias a Dios, Ivan Petrovich habrá de hacer su relato después de mí, y esto es siempre un consuelo. El caso, señores, es que yo debiera dar un ejemplo grandioso, pero lamento no tener en el momento presente ninguna cosa importante