Федор Достоевский

El Idiota


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formado de él no es equivocada, es incluso posible que nos divierta bastante.

      –Tanto más cuanto que se ha invitado a sí mismo —acrecentó Ferdychenko.

      –¿Qué quiere usted decir con su observación? —preguntó secamente el general, que sentía fuerte antipatía por el desagradable personaje.

      –Que debe pagar su entrada —explicó el último. El general no pudo contenerse y respondió:

      –En todo caso, sepa que el príncipe Michkin no es un Ferdychenko.

      El hallar a Ferdychenko en un salón y verle colocado en pie de igualdad con él era cosa a la que el general no había podido acostumbrarse aún.

      –Vamos, general, deje en paz a Ferdychenko —sonrió su interlocutor—. A mí me asisten derechos especiales.

      –¿Cuáles son?

      –Ya tuve el honor de exponerlos con claridad, en la pasada reunión, a los presentes. Hoy volveré a hacerlo para informar a Vuestra Excelencia. Escuche, general: todos tienen ingenio y yo no tengo ninguno. De modo que me está permitido decir la verdad, porque todos saben que sólo dicen la verdad los que carecen de ingenio. Soporto pacientemente todas las ofensas, hasta la primera desgracia de mi ofensor. En cuanto sufre algún fracaso, lo aprovecho para vengarme. Entonces le doy de coces, como dice Ivan Petrovich Ptitzin, advirtiendo que desde luego, nunca cocea a nadie. ¿Conoce usted, Excelencia, esa fábula de Krilov que se titula «El león y el asno»? Pues esos somos usted y yo; la fábula parece escrita para nosotros.

      –Creo que empieza usted a decir tonterías, Ferdychenko —declaró el general, excitándose un tanto.

      –¿Por qué, Excelencia? Tranquilícese, sé que no debo salirme de mi lugar. Si he dicho que usted y yo éramos el león y el asno de Krilov ha sido, desde luego, atribuyéndome el papel de asno. Vuecencia es el león que menciona la fábula.

      «Un potente león, espanto de las selvas,

      por la vejez privado de sus fuerzas antiguas…».

      En cuanto a mí, Excelencia, yo soy el asno.

      –En lo último concuerdo —dijo Ivan Fedorovich, conteniendo su enojo.

      Todo aquello era de mal gusto y premeditado, sin duda, pero a Ferdychenko se le consentía siempre desempeñar a su albedrío el papel de bufón.

      –Si se me deja entrar aquí y se me tolera —había explicado una vez— es únicamente porque hablo de este modo. Porque, ¿acaso sería posible, de lo contrario, recibir a un hombre como yo? ¡Me hago perfecto cargo de ello! ¿Acaso es lógico que yo, un Ferdychenko, me siente al lado de un caballero tan distinguido como Atanasio Ivanovich? Eso sólo tiene una explicación posible: la de que se me sienta a su lado precisamente porque se trata de una cosa inaudita.

      Aunque groseras y a veces hasta ofensivas, o quizá por ello, semejantes ocurrencias parecían complacer a Nastasia Filipovna. Los que deseaban frecuentar su salón habían de aceptarlo con la añadidura de Ferdychenko. Quizá éste acertara suponiendo que sólo se le recibía por molestar a Totsky, quien, desde el principio, había sentido por Ferdychenko viva repulsión. En cuanto a Gania, era blanco frecuente también de los sarcasmos de aquel hombre, el cual sabía que con sus ataques al joven se granjeaba la benevolencia de Nastasia Filipovna.

      –Propongo que el príncipe comience por cantar una canción de moda —dijo Ferdychenko mirando a la dueña de la casa para compulsar su opinión.

      –Pues yo no pienso lo mismo, Ferdychenko. Y le ruego que se contenga —dijo ella con sequedad.

      –Desde el momento en que usted dispensa al príncipe su particular protección, yo seré discreto con él.

      La joven, sin atenderle, se levantó para recibir en persona al visitante.

      –Lamento haber olvidado invitarle esta mañana, en la precipitación de mi marcha —dijo al verle—. Celebro que me haya dado usted ocasión de agradecer y aplaudir su visita.

      Y al hablar examinaba a Michkin, proponiéndose leer en su expresión el motivo de su presencia allí.

      De haberse sentido menos turbado, el príncipe habría correspondido tal vez a aquellas frases amables, pero en su enorme confusión no acertó a proferir palabra, lo que Nastasia Filipovna observó con placer. Aquella noche, la joven, vestida de fiesta, producía un efecto extraordinario. Tomando el brazo del príncipe, le condujo al salón. Michkin se detuvo en el umbral y murmuró, agitadísimo:

      –En usted todo es perfecto: incluso su delgadez y su color pálido. Resultaría imposible imaginarla de otro modo. Usted perdonará que… ¡Sentía unos deseos tan vivos de verla!

      –No se disculpe —repuso ella, riendo—. Eso quitaría a su visita la originalidad que tiene. Aciertan los que dicen que es usted un hombre extraño. ¿De modo que me considera usted una perfección?

      –Sí.

      –Pues a pesar de su sagacidad, se equivoca usted. Hoy mismo lo verá.

      Y presentó el príncipe a sus invitados, la mitad de los cuales ya le conocían. Totsky articuló algunas palabras corteses en honor del recién llegado. La conversación, que empezaba a languidecer, tendió a animarse mucho. Todas las lenguas se soltaron, todos empezaron a reír. Nastasia Filipovna hizo que Michkin se sentase a su lado.

      Ferdychenko, con voz que dominó las de los demás, exclamó:

      –Al fin y al cabo, ¿qué hay de extraño en la visita del príncipe? ¡Si se explica por sí sola!

      –En efecto, la visita es muy comprensible y se explica por sí sola —intervino repentinamente Gania, hasta entonces silencioso—. Casi todo el día he tenido la constante oportunidad de observar al príncipe desde que el retrato de Nastasia Filipovna atrajo su atención por primera vez en el despacho de Ivan Fedorovich. Recuerdo bien que ya entonces se me ocurrió una idea, que ahora es firme convicción, confirmada por las declaraciones que el príncipe tuvo a bien hacerme.

      Gania no parecía bromear. Muy al contrario, se mostraba tan sombrío, que todos quedaron extrañados.

      –No le he declarado nada —rectificó el príncipe, ruborizándose—. Me limité a contestar a sus preguntas.

      –¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko—. ¡Esa sí que es sinceridad! El príncipe es a la vez tímido y sincero.

      Una explosión de risa coreó aquellas palabras.

      –No chille tanto, Ferdychenko —dijo Ptitzin, con disgusto.

      –No esperaba tales hazañas en usted, príncipe —manifestó Ivan Fedorovich—. Le había tomado por un hombre muy diferente, casi por un filósofo. Pero ya veo que es usted muy despejado.

      –Viendo enrojecer al príncipe ante esa broma inofensiva, como pudiera hacerlo una jovencita inocente, concluyo que es un joven muy noble, cuyo corazón alberga las intenciones más loables —observó inesperadamente el anciano profesor.

      Tratábase de un septuagenario que, por falta de dientes, padecía de un acusado defecto de pronunciación. No había dicho palabra en toda la noche, ni nadie esperaba que la dijese. Todos, pues, estallaron en risas, y el profesor, considerando tales carcajadas como un homenaje rendido a su ingenio, se asoció a ellas animadamente, lo que le produjo un fuerte acceso de tos.

      Nastasia Filipovna, que gustaba de aquellos viejos y viejas excéntricos, sin exceptuar siquiera a los fanáticos incultos, dedicó sus cuidados al buen hombre, besóle y pidió otra taza de té para él. Encargó a la doncella que se la trajo que le llevase un chal, se envolvió en él y mandó poner más leña en la chimenea. Luego preguntó qué hora era y alguien le dijo que las diez y media.

      –¿Quieren champaña, señores? —preguntó Nastasia Filipovna—. Lo hay en casa. Tal vez eso les ponga de buen humor y les alegre un poco. No gasten cumplidos, se lo ruego.

      La invitación, hecha con naturalidad, pareció bastante extraña en una mujer que siempre que recibía se mostraba rígida observadora de ciertas conveniencias. La reunión comenzaba