Leon Tolstoi

Ana Karenina (Prometheus Classics)


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los méritos con los cuales les ha vencido. Levin pertenecía a esta clase de personas.

      Y en Vronsky no era difícil encontrar atractivos. Era un hombre moreno, no muy alto, de recia complexión, de rostro hermoso y simpático. Todo en su semblante y figura era sencillo y distinguido, desde sus negros cabellos, muy cortos, y sus mejillas bien afeitadas hasta su uniforme flamante, que no entorpecía en nada la soltura de sus ademanes.

      Vronsky, dejando pasar a la señora, se acercó a la Princesa y luego a Kitty.

      Al aproximarse a la joven, sus bellos ojos brillaron de un modo peculiar, con una casi imperceptible sonrisa de triunfador que no abusa de su victoria (así le pareció a Levin). La saludó con respetuosa amabilidad, tendiéndole su mano, no muy grande, pero vigorosa.

      Tras saludar a todas y murmurar algunas palabras, se sentó sin mirar a Levin, que no apartaba la vista de él.

      –Permítanme presentarles –dijo la Princesa–. Constantino Dmitrievich Levin; el conde Alexis Constantinovich Vronsky.

      Vronsky se levantó y estrechó la mano de Levin, mirándole amistosamente.

      –Creo que este invierno teníamos que haber coincidido en una comida –dijo con su risa franca y espontánea–, pero usted se fue inesperadamente a sus propiedades.

      –Constantino Dmitrievich desprecia y odia la ciudad y a los ciudadanos –dijo la condesa Nordston.

      –Se ve que mis palabras le producen a usted gran efecto, puesto que tan bien las recuerda –contestó Levin.

      Y enrojeció al darse cuenta de que había dicho lo mismo poco antes.

      Vronsky miró a Levin y a la condesa Nordston y sonrió.

      –¿Vive siempre en el pueblo? –preguntó–. En invierno debe usted de aburrirse mucho.

      –Vivir allí no tiene nada de aburrido si se tienen ocupaciones. Y, además, uno nunca se aburre si sabe vivir consigo mismo –respondió bruscamente Levin.

      –También a mí me gusta vivir en el pueblo –indicó Vronsky, fingiendo no haber reparado en el tono de su interlocutor.

      –Pero supongo que usted, Conde, no habría sido capaz de vivir siempre en una aldea –comentó la condesa de Nordston.

      –No sé; nunca he probado a estar en ellas mucho tiempo. Pero me pasa una cosa muy rara. Jamás he sentido tanta nostalgia por mi aldea de Rusia, con sus campesinos calzados con lapti , como después de pasar una temporada en Niza un invierno con mi madre. Como ustedes saben, Niza es muy aburrida. Nápoles y Sorrento son atractivos, mas para poco tiempo. Y nunca se recuerda tanto a nuestra Rusia como allí. Parece como si…

      Vronsky se dirigía a Kitty y a Levin a la vez, mirando alternativamente al uno y al otro, con mirada afectuosa y tranquila. Se notaba que estaba diciendo lo primero que se le ocurría.

      Al observar que la condesa Nordston iba a hablar, dejó sin terminar la frase.

      La conversación no languidecía. La Princesa no necesitó, por lo tanto, apelar a las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales casos: la enseñanza clásica de la juventud y el servicio militar obligatorio.

      Por su parte, a la condesa Nordston no se le presentó ocasión de mortificar a Levin.

      Éste quiso intervenir varias veces en la charla, pero no se le ofreció oportunidad; a cada momento se decía «ahora me puedo marchar», pero no se iba y continuaba allí como si esperase algo.

      Se habló de espiritismo, de veladores que giraban, y la condesa Nordston, que creía en los espíritus, comenzó a relatar los prodigios que había presenciado.

      –¡Por Dios, Condesa: lléveme a donde pueda ver algo de eso! –dijo, sonriendo, Vronsky–. Jamás he encontrado nada de extraordinario, a pesar de lo mucho que siempre lo busqué.

      –El próximo sábado, pues. Y usted, Constantino Dmitrievich, ¿cree en ello?

      –¿Para qué me lo pregunta? De sobra sabe lo que le he de contestar.

      –Deseo conocer su opinión.

      –Mi opinión es que todo eso de los veladores acredita que la sociedad culta no está a mucha más altura que los aldeanos, que creen en el mal de ojo, en brujerías y hechizos, mientras que nosotros…

      –Entonces ¿usted no cree?

      –No puedo creer, Condesa.

      –¡Pero si yo misma lo he visto!

      –También las campesinas cuentan que han visto ellas mismas fantasmas.

      –¿Es decir, que lo que digo no es verdad?

      Y sonrió forzadamente.

      –No es eso, Macha –intervino Kitty, ruborizándose–. Lo que dice Levin es que él no puede creer.

      Levin, más irritado aún, quiso replicar, pero Vronsky, con su jovial y franca sonrisa, acudió para desviar la conversación, que amenazaba con tomar un cariz desagradable.

      –¿No admite la posibilidad? –dijo–. ¿Por qué no? Así como admitimos la existencia de la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no ha de existir una fuerza nueva y desconocida, la cual… ?

      –Cuando se descubrió la electricidad –respondió Levin inmediatamente– se comprobó el fenómeno y no su causa, y transcurrieron siglos antes de llegar a una aplicación práctica. En cambio, los espiritistas parten de la base de que los veladores les transmiten comunicaciones y los espíritus les visitan, y es después cuando agregan que se trata de una fuerza desconocida.

      Vronsky, como hasta entonces, escuchaba con atención a Levin, visiblemente interesado por sus palabras.

      –Bien; pero los espiritistas dicen que la fuerza existe, aunque no saben cuál es, y añaden que actúa en determinadas circunstancias. A los sabios corresponde descubrir el origen de esa energía. No veo por qué no ha de existir una nueva fuerza que…

      –Porque –interrumpió de nuevo Levin– en la electricidad se da el fenómeno de que siempre que usted frote resina con lana se produce cierta reacción, mientras que en el espiritismo, en iguales circunstancias, no se dan los mismos efectos, lo que quiere decir que no se trata de un fenómeno natural.

      La charla se hacía demasiado grave para el ambiente del salón y Vronsky, comprendiéndolo, en vez de replicar, trató de cambiar de tema. Sonrió, pues, alegremente, y se dirigió a las señoras.

      –Podíamos probar ahora, Princesa –dijo.

      Pero Levin no quiso dejar de completar su pensamiento.

      –Opino que el intento de los espiritistas de explicar sus prodigios por la existencia de una fuerza desconocida es muy desacertado. El caso es que hablan de una fuerza espiritual y quieren someterla a ensayos materiales.

      Todos esperaban que completase su pensamiento y él lo comprendió.

      –Pues, a mi entender, sería usted un excelente médium –dijo la condesa Nordston–. Hay en usted algo de… extático…

      Levin abrió la boca para replicar; pero se puso rojo y no dijo nada.

      –Ea, probemos, probemos lo de las mesas –insistió Vronsky. Y dirigiéndose a la madre de Kitty, preguntó–: ¿Nos lo permite? –mientras miraba a su alrededor, buscando un velador.

      Kitty se levantó para ir a buscarlo. Al pasar ante Levin, se cruzaron sus miradas. Ella le compadecía con toda su alma. Le compadecía por la pena que le causaba.

      «Perdóneme, si puede», le dijo con los ojos. «¡Soy tan feliz!»

      «Odio a todos, incluso a usted y a mí mismo» , contestó la mirada de él.

      Y cogió el sombrero. Pero la suerte le fue también contraria esta vez. En el instante en que todos se sentaban en torno al velador y Levin se disponía a salir, entró el anciano Príncipe y, tras saludar a las señoras, dijo alegremente a Levin:

      –¡Caramba! ¿Desde cuándo está usted aquí? ¡No lo sabía! Me alegro mucho