Leon Tolstoi

Ana Karenina (Prometheus Classics)


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la mano y Agafia Mijailovna le dijo, como siempre: «Voy a sentarme un rato, padrecito» y se instaló en la silla próxima a la ventana, Levin sintió que, por extraño que pareciera, no podía desprenderse de sus ilusiones ni vivir sin ellas. Ya que no con Kitty, había de casarse con otra mujer. Leía, pensaba en lo que leía, escuchaba la voz del ama de llaves charlando sin parar, y en el fondo de todo esto, los cuadros de su vida familiar futura desfilaban por su pensamiento sin conexión. Comprendía que en lo más profundo de su espíritu se condensaba, se posaba y se formaba algo.

      Oía decir a Agafia Mijailovna que Prójor, con el dinero que le regalara Levin para comprar un caballo, se dedicaba a beber, y que había pegado a su mujer casi hasta matarla. Levin escuchaba y leía, y la lectura reavivaba todos sus pensamientos. Era una obra de Tindall sobre el calor. Se acordaba de haber censurado a Tindall por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos y por su falta de profundidad filosófica. Y de repente le acudió al pensamiento una idea agradable: «Dentro de dos años tendré ya dos vacas holandesas. La misma "Pava" vivirá acaso todavía; y si a las doce crías de "Berkut" se añaden estas tres, ¡será magnífico!».

      Volvió a coger el libro.

      «Aceptemos que la electricidad y el calor sean lo mismo; pero ¿es posible que baste una ecuación para resolver el problema de sustituir un elemento por otro? No. ¿Entonces? La unidad de origen de todas las fuerzas de la naturaleza se siente siempre por instinto… Será muy agradable ver la cría de "Pava" convertida en una vaca pinta. Luego, cuando se les añadan esas tres, formarán una hermosa vacada. Entonces saldremos mi mujer y yo con los convidados para verlas entrar. Mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esa ternera como a una niña". "¿Es posible que le interesen estos asuntos?", preguntará el visitante. "Sí; me interesa todo lo que le interesa a Constantino… " Pero, ¿quién será esa mujer?»

      Y Levin recordó lo ocurrido en Moscú.

      «¿Qué hacer? Yo no tengo la culpa. De aquí en adelante las cosas irán de otro modo. Es una estupidez dejarse dominar por el pasado; es preciso luchar para vivir mejor, mucho mejor .. »

      Levantó la cabeza, pensativo. La vieja «Laska», aún emocionada por el regreso de su dueño, tras recorrer el patio ladrando, volvió, meneando la cola, introdujo la cabeza bajo la mano de Levin y, aullando lastimeramente, insistió en que la acariciase.

      –No le falta más que hablar –dijo Agafia Mijailovna–. Es sólo una perra y sin embargo comprende que el dueño ha vuelto y que está triste.

      –¿Triste?

      –¿Piensa que no lo veo, padrecito? He tenido tiempo de aprender a conocer a los señores. ¿No me he criado acaso entre ellos? Pero ya pasará, padrecito. Con tal que haya salud y la conciencia esté sin mancha, todo lo demás nada importa.

      Levin la miraba con fijeza, asombrado de que pudiera adivinar de aquel modo sus pensamientos.

      –¿Traigo otra taza de té? –dijo la mujer.

      Cogió el cacharro vacío y salió.

      Levin acarició a «Laska», que persistía en querer colocar la cabeza bajo su mano. El animal se enroscó a sus pies, con el hocico apoyado en la pata delantera. Y, como en señal de que ahora todo iba bien, abrió la boca ligeramente, movió las fauces y, poniendo sus viejos dientes y sus húmedos labios lo más cómodamente posible, se adormeció en un beatífico reposo.

      Levin había seguido con interés sus últimos movimientos.

      –Debo imitarla –murmuró–. Haré lo mismo. Todo esto no es nada… Las cosas marchan como deben…

      Capítulo 28

      El día siguiente del baile, por la mañana, Ana Karenina envió un telegrama a su marido anunciándole su salida de Moscú para aquel mismo día.

      He de irme, he de irme –decía explicando su repentina decisión a su cuñada en un tono en el cual parecía dar a entender que tenía tantos asuntos que le esperaban que no podía enumerarlos–. Sí, es preciso que me vaya hoy mismo.

      Esteban Arkadievich no comió en casa, pero prometió ir a las siete para acompañar a su hermana a la estación.

      Kitty no fue; envió un billete excusándose con el pretexto de una fuerte jaqueca. Dolly y Ana comieron solas con la inglesa y los niños.

      Éstos, fuese que no tuvieran el carácter constante, fuese que apreciaran en su tía Ana un cambio con respecto a ellos, dejaron de repente de jugar con ella y se desinteresaron en absoluto de su partida.

      Ana pasó la mañana ocupada en los preparativos del viaje. Escribía notas a sus amigos de Moscú, anotaba sus gastos y arreglaba su equipaje. A Dolly le pareció que no estaba tranquila, sino en aquel estado de preocupación, que tan bien conocía por propia experiencia, que rara vez se produce sin motivo y que en la mayoría de los casos indica sólo un profundo disgusto de sí mismo.

      Después de comer, Ana subió a su cuarto a vestirse y Dolly la siguió.

      –Te encuentro extraña hoy.

      –¿Tú crees? No, no estoy extraña. Lo que pasa es que me siento triste. Esto me sucede de vez en cuando… Tengo como ganas de llorar. Es una tontería; ya pasará –dijo Ana rápidamente, y ocultó su rostro enrojecido de repente, inclinándose hacia el otro lado para rebuscar en un saquito donde guardaba sus pañuelos y su gorro, de dormir. Sus ojos brillaban de lágrimas, que apenas conseguía retener–. Salí de San Petersburgo de mala gana y ahora, en cambio, me cuesta irme de aquí.

      –Hiciste bien en venir, porque has realizado una buena obra –repuso Dolly, mirándola con atención.

      Ana volvió hacia ella sus ojos llenos de lágrimas.

      –No digas eso, Dolly. Ni hice ni podía hacer nada. Hay veces en que me pregunto el porqué de que todos se empeñen en mimarme tanto. ¿Qué he hecho y qué podía hacer? Has tenido bastante amor en tu corazón para perdonar, y eso fue todo.

      –¡Dios sabe lo que habría pasado de no venir tú! ¡Y es que eres tan feliz, Ana… ! ¡Hay en tu alma tanta claridad y tanta pureza!

      –Todos tenemos skeletons en el alma, como dicen los ingleses.

      –¿Qué skeletons puedes tener tú? ¡Todo es tan claro en tu alma! –exclamó Dolly.

      –No obstante, los tengo –dijo Ana. Y una inesperada sonrisa maliciosa torció sus labios a través de sus lágrimas.

      –Tus skeletons se me figuran más divertidos que lúgubres –opinó Dolly, sonriendo también.

      –Te equivocas. ¿Sabes por qué me voy hoy en vez de mañana? Es una confesión que me pesa, pero te la quiero hacer –dijo Ana, sentándose en la butaca y mirando a Dolly a los ojos.

      Y, con gran sorpresa de Dolly, su cuñada palideció hasta la raíz de sus cabellos rizados.

      –¿Sabes por qué no ha venido Kitty a comer? –preguntó Ana–. Tiene celos de mí; he destruido su felicidad. Yo he tenido la culpa de que el baile de anoche, del que esperaba tanto, se convirtiese para ella en un tormento. Pero la verdad es que no soy culpable, o si lo soy, lo soy muy poco… –dijo recalcando las últimas palabras.

      –Hablas lo mismo que Stiva –dijo Dolly, sonriendo.

      –¡Oh, no, no soy como él! Si te cuento esto, es porque no quiero dudar ni un minuto de mí misma.

      Mas al decirlo, Ana tuvo conciencia de su debilidad: no sólo no tenía confianza en sí misma, sino que el recuerdo de Vronsky le causaba tal emoción que decidía huir para no verle más.

      –Oui, Stiva, m'a raconté que has bailado toda la noche con Vronsky y que…

      –Es cosa que haría reír el extraño giro que tomaron las cosas. Me proponía favorecer el matrimonio de Kitty y en lugar de ello… Acaso yo contra mi voluntad … .

      Ana se ruborizó y calló.

      –Los hombres notan esas cosas en seguida –dijo Dolly.

      Y yo siento que él lo tomara en serio. Pero estoy