Leon Tolstoi

Ana Karenina (Prometheus Classics)


Скачать книгу

a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí… No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí.

      Sólo posibilidades de desesperación y desgracia… o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? –preguntó él con un simple movimiento de los labios. Pero ella le entendió.

      Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.

      «¡Oh! –pensaba él, delirante–. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin… se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa… »

      –Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos –murmuró Ana. Pero su mirada decía lo contrario.

      –No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.

      Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:

      –Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aun eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.

      –No deseo que se vaya usted.

      –Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está –dijo él, con voz trémula–. ¡Ah, allí viene su marido!

      Efectivamente, Alexey Alejandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.

      Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:

      –Vuestro Rambouillet está completo –dijo mirando a los concurrentes–. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.

      La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering , como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.

      Alexey Alejandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.

      Ana y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.

      –Esto empieza ya a pasar de lo conveniente –dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.

      –¿Qué decía yo? –repuso la amiga de Ana.

      No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.

      El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexey Alejandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.

      Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexey Alejandrovich y se acercó a Ana.

      –Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido –dijo Betsy–. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.

      –¡Oh, sí! –dijo Ana con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía.

      Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.

      Alexey Alejandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.

      Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexey Alejandrovich saludó y se fue.

      El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.

      El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.

      Ana Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.

      –Supongamos que usted no me ha dicho nada –decía él–. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí en la vida está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.

      –El amor –repitió ella lentamente, con voz profunda.

      Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:

      –Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar –y, mirándole a la cara, concluyó–: ¡Hasta la vista!

      Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.

      Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Ana había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.

      Capítulo 8

      Alexey Alejandrovich no encontró nada de extraño ni de inconveniente en que su mujer estuviese sentada con Vronsky ante una mesita apartada manteniendo una animada conversación. Pero observó que a los otros invitados sí les había parecido extraño tal hecho y hasta incorrecto, y por ello, se lo pareció también a él. En consecuencia, Alexey Alejandrovich resolvió hablar de ello a su mujer.

      De vuelta a casa, Alexey Alejandrovich pasó a su despacho, como de costumbre, se sentó en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara antes allí, y empuñó la plegadera.

      Estuvo leyendo hasta la una de la noche, como acostumbraba, más de vez en cuando se pasaba la mano por su amplia frente y sacudía la cabeza como para apartar un pensamiento.

      Ana no había vuelto aún. Él, con el libro bajo el brazo, subió a las habitaciones del piso superior.

      Aquella noche no le embargaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus ideas giraban en tomo a su mujer y al incidente desagradable que le había sucedido. En vez de acostarse como acostumbraba, comenzó a pasear por las habitaciones con las manos a la espalda, pues le resultaba imposible ir al lecho antes de pensar detenidamente en aquella nueva circunstancia.

      En el primer momento, Alexey Alejandrovich encontró fácil y natural hacer aquella observación a su mujer, pero ahora, reflexionando en ello, le pareció que aquel incidente era de una naturaleza harto enojosa.

      Alexey Alejandrovich no era celoso. Opinaba que los celos ofenden a la esposa y que es deber del esposo tener confianza en ella. El porqué de que debiera tener confianza, el motivo de que pudiera creer que su joven esposa le había de amar siempre, no se lo preguntaba, pero el caso era que no sentía desconfianza. Al contrario: confiaba y se decía que así tenía que ser.

      Mas ahora, aunque sus opiniones de que los celos son un sentimiento despreciable y que es necesario confiar no se hubieran quebrantado, sentía, con todo, que se hallaba ante algo contrario a la lógica, absurdo, ante lo que no sabía cómo reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, afrontaba la posibilidad de que su mujer pudiese amar a otro y el hecho le parecía absurdo a incomprensible, porque era la vida misma. Había pasado su existencia moviéndose en el ambiente de su trabajo oficial: es decir, que sólo había tenido que ocuparse de los reflejos de la vida. Pero cada vez que se hallaba con ésta tal como es, Alexey Alejandrovich se apartaba de ella.

      Ahora experimentaba la sensación del hombre que, pasando con toda tranquilidad por un puente sobre un precipicio, observara de pronto que el puente estaba a punto de hundirse y el abismo se