Leon Tolstoi

Ana Karenina (Prometheus Classics)


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caballo– y vigila a Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.

      –Muchas gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.

      Levin montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto.

      Su vivo verdor destacaba entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.

      El caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía hasta los jarretes.

      El campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se podría trabajar y sembrar. Todo era hermoso y alegre.

      Levin regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en efecto, pudo pasar, espantando al hacerlo a una pareja de patos silvestres.

      «Seguramente hay también chochas», pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al doblar el camino dirigiéndose a casa, le confirmó su suposición.

      Levin se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la escopeta para la tarde.

      Capítulo 14

      Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.

      «Ha venido alguien por ferrocarril» , pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa. »

      En principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos espiritualmente, experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese Nicolás.

      Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.

      No era su hermano.

      «¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!» , pensó Levin.

      Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:

      –¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!

      Y pensaba:

      «Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa.»

      Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.

      –¿No me esperabas? –dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.

      Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.

      –Ante todo, he venido para verte –dijo, abrazando y besando a Levin–; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.

      –¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?

      –En coche habría sido más difícil aún –contestó el cochero, que conocía a Levin.

      –Estoy contentísimo de verte –dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.

      Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros…

      Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.

      Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.

      –Haga lo que quiera, pero pronto –dijo Levin.

      Y fue en busca del encargado.

      A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.

      –¡Cuánto me alegro de haber venido! Ahora podré averiguar las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa! –decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni todos los días como aquél–. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita… Cierto que sería mejor tener una doncella con delantalito… Pero esa anciana va muy bien con tus costumbres austeras y tu vida monástica.

      Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.

      No dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle recuerdos de su mujer.

      Levin le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes futuros con respecto a la propiedad, de sus fracasos, de sus pensamientos; hacía comentarios sobre los libros que había leído y le habló, sobre todo, de la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese, en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encantaban.

      Las preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron por resultado que los dos amigos, que tenían gran apetito, acometieran los entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y setas saladas. Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero quería deslumbrar al invitado.

      Aunque acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadievich lo encontraba todo excelente: el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.

      –¡Admirable admirable! –dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado–. Se dijera que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una costa tranquila… ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado a inspirar el modo de organizar la economía agraria? Aunque profano en estas materias, me parece que esa teoría y su aplicación van a influir sobre el obrero también.

      –Sí; pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra.

      Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográfico…

      Agafia Mijailovna entró con la confitura.

      –Agafia Mijailovna –dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos–, ¡qué caza y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?

      Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles del bosque.

      –Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán –dijo Levin.

      Y descendieron.

      Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.

      Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.

      –Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le reciban y que espere.

      –¿Vendes