Armando Palacio Valdes

Tristán o el pesimismo


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aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.

      —No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.

      —Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.

      Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.

      —Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.

      Y ella entonces enrojecía y callaba.

      —Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.

      —¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.

      —Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.

      —¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.

      —¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.

      —Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.

      Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.

      —¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?

      —¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con una entonación irónica que hirió a Tristán.

      —No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.

      —Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.

      —Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el Museo.

      —Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir, donde vive mucho más tiempo que en el estudio.

      —Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.

      —¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a costa de las mujeres?

      —¡Sí; lo es...! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo a enfurecerse.

      —Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltó Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningún daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.

      Elena soltó una carcajada.

      —¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a los amigos de tu futuro?

      Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás se ven libres los hombres de gran valer?

      Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación.

      —¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid.

      —¿Te gusta?

      —Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!

      La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le hacía preguntas y consultaba detalles.—«¿Qué te parece, pondré sobre la chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar trastos...»

      —Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito a Núñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.

      —¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara.

      Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana. Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto de saberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente por molestarla, por inferirle una ofensa.

      Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente por todos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiños disimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidia indigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebido demasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentales pudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos él cuidaría severamente de recordárselos.

      Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos y cariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y para demostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de un modo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la serre a tomar el café, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito del Lago.

       Índice

      LO QUE DICEN LAS ABEJAS

      Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un niño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie, que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa de champagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamar para que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisa benévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza y bondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Al único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir, alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le perdonaba