montó una casa de banca y logró adquirir un capital considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición nupcial.
—¿Cómo van las obras del cuarto?—preguntó Reynoso.
—Así, así... Madrid no es una capital; es un lugarón. En cuanto tratamos de introducir en la vida algo elegante o cómodo, algo parecido a lo que en otras naciones es ya de uso corriente, tropezamos con nuestros operarios desmañados, rutinarios, zafios...
Los futuros esposos habían elegido para vivir un piso en la calle del Arenal y lo estaban arreglando. Tanto Escudero como Reynoso poseían magníficas casas en Madrid y ambos les habían ofrecido habitación en cualquiera de ellas; pero Tristán había rehusado la oferta de su tío y Clara la de su hermano. Este, resarciéndola de la parte que la correspondía en el Sotillo, la había dotado generosamente con medio millón de pesetas.
Hablaron del piso alquilado y de los preparativos matrimoniales. Tristán se mostraba sobrio de palabras y ensimismado.
—¿Qué es eso...? Parece que estás de mal humor.
—Nada tengo distinto de otros días. En general no encuentro en la vida grandes motivos para estar muy contento.
—Así hablan solamente los que son demasiado felices en este mundo.
—¿Lo cree usted?—preguntó distraidamente el joven.
—Sin duda; y tu ejemplo me lo confirma. Eres un hombre mimado por la fortuna. Naciste rico, inteligente, dotado de buena figura, y aunque perdiste temprano a tus padres hallaste en tus tíos un afecto parecido y una vigilancia igual. Los éxitos universitarios comenzaron a halagar desde niño tu amor propio, siguieron después los del Ateneo, escribiste un libro y lograste llamar sobre ti la atención pública; presentas un drama en el teatro y te lo aceptan.
—Me lo aceptan... pero no lo representan... Mire usted, don Germán, como todo el mundo, usted juzga por las apariencias. Se adivina que ha habido un esfuerzo cuando se ve un resultado; pero aquellos otros que no han logrado cuajarse en el espacio, tomar cuerpo y gozar de la luz, aquellos que viven y mueren en la sombra miserables y desgraciados, aquellos el mundo los ignora y no se le echan en cuenta al hombre feliz.
—Porque no deben echársele. Las aspiraciones del hombre son infinitas y quisiera beber la eternidad de un trago. ¿Pero son todas ellas legítimas? ¿Todas deben realizarse? Mete la mano en tu seno y verás que muchos de tus deseos no podrían satisfacerse sino a expensas de la satisfacción de tus semejantes... ¡Y todos tenemos que vivir, qué diablo!
—Es que si tenemos que partir la felicidad con todos tocamos a muy poco.
—Sería mucho si la felicidad de los demás fuera la nuestra; si supiésemos salir de nosotros mismos.
Tristán soltó una carcajada. Don Germán se puso un poco colorado.
—Comprendo bien que en estos asuntos no estoy en disposición de medirme con los que como tú los estudian y los discuten a diario...
—No es eso, don Germán... Me río porque toda la vida estoy oyendo esa misma frase sin haber logrado saber lo que significa. No sé por qué puerta o balcón podemos salir fuera de nosotros mismos... Es decir, he averiguado que haciendo un agujero en la sien con la bala de un revólver se sale inmediatamente fuera de sí..., pero es para no volver a entrar.
—Repito que carezco de conocimientos y de medios de expresión para explicarte esa frase ni ninguna otra por ese estilo. Pero si no puedo explicarla siento su verdad en el fondo del alma y me basta... Pero volvamos a ti. Por un don gracioso de Dios tú eres de los pocos que aun encerrados en sí mismos encuentran la dicha. Después de todos los elementos de felicidad de que hemos hablado te enamoras; la mujer que es objeto de tu amor te corresponde; vas a casarte y al satisfacer los ardientes deseos de tu corazón, te encuentras con que el ángel de tus sueños no viene a ti con las manos vacías...
Esta frase causó una mordedura en el amor propio de Tristán. Disimuló, sin embargo, lo echó a risa y siguió la plática en tono jocoso.
Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante, amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina. Recordaba por su arrogancia la estatua de Diana cazadora que se admira en el Museo del Louvre; pero esta arrogancia estaba templada por unos grandes ojos negros de suave y afectuosa expresión. Era a la vez Diana y Clorinda la heroína del poema del Tasso.
Los ojos de los futuros esposos se encontraron y brillaron con alegría. A Tristán se le disipó repentinamente su mal humor.
—Tus perros, linda cazadora, han descubierto este par de piezas... ¡Tira, tira sobre ellas!—exclamó don Germán riendo.
—¡Fuego!—respondió la joven acercándose a él y dándole un beso en la mejilla.
—Dispara el segundo. Mira que la otra pieza se escapa.
Clara se ruborizó.
—Aunque se escape volverá de nuevo al tiro como las palomas torcaces.
Y alargó al mismo tiempo su mano a Tristán que la estrechó tiernamente.
—Ya estoy encañonado, y por lejos que me vaya el tiro de Clara me alcanzará.
—¡Oh, si supieseis qué lejos he disparado a uno de estos ánades!—y mostraba los dos que traía colgados al cinto—. Una verdadera casualidad que haya caído... Del lado de allá de la charca grande Fidel levantó los dos. ¡Pan! Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro...! El otro estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por seguirle!
La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el vigor y la hermosura de su prometida.
—¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese ánade?
—¿Cómo no, puesto que ha caído?
—Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería. Ese ánade como el otro y como todos los demás que has cazado mueren de orgullo de verse tiroteados por ti.
—¡Sería mucha galantería!—replicó la joven ruborizándose de nuevo.
Don Germán quiso dejarlos solos algunos momentos y salió de la glorieta con el pretexto de dar orden para que pintasen las canoas de las charcas. Llamó a los perros para que le acompañasen. Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama.
—Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.
—No te acerques tanto. A mí me gusta tirar de largo—dijo la joven riendo.
Tristán se sentó frente a ella delante de la mesa de mármol.
—Lo que me sorprende es que tengas tanta afición a la caza: ¡porque cuidado que es aburrido eso de cazar! Yo no salí más que tres o cuatro veces en mi vida y pensé que moría de tedio.
—¡Aburrido!—exclamó Clara en el colmo de la sorpresa.
—¡Aburridísimo! Levantarse de madrugada cuando más a gusto se encuentra