se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?
—Es un decir, tío Leandro.
—Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?
Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:
—Me paece a mí, tío Leandro... Yo he visto...
—Tú no has visto na—replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.
Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.
Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.
—Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos... pero que han de crecer ¡eh! ¡eh...! que han de crecer ¡eh! ¡eh!
Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.
El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.
—¿Cómo?—exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza—. ¿Un cazador furtivo?
—¡Quiá!—replicó un zagal—. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.
El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.
—¡Qué chica! ¡Qué chica!
Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.
—¿Y para cuándo es la boda, mi amo?—se atrevió a preguntar uno.
—Allá para octubre—respondió amablemente el caballero.
El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:
—Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me abrazó y me besó. Podéis creerme—añadió volviéndose a sus compañeros—, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.
—¡Está visto, hombre!—¡Pues bueno fuera!—¡Ni que decir tiene!
Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.
—Lo único que siento—prosiguió éste—es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente Castellana de Madrid.
—Me paece a mí, tío Leandro—dijo el imprudente Felipe—, que nuestro amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala... Pero como la señora es tan amiga del lujo...
—¿Qué dices?—exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y encarándose con el zagalón.
Este se puso pálido y balbució miserablemente:
—Es lo que tengo oído por ahí...
—¿A quién se lo has oído?—preguntó el caballero afectando calma, pero con el rostro contraído.
—¡Calla, zángano, calla! ¡Si eres más cerrado que un cerrojo! ¿No te da vergüenza, grandísimo zote?
Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:
—Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que redunde en desprestigio de la señora. Hasta ahora no ha hecho más que vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece... Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.
—¡Bien puede usted perdonarlo, mi amo—manifestó el tío Leandro—, porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de Dios y no de él...! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en nacer, nace ya con la albarda puesta... En fin, señor, que es una grandísima bestia... No hay más que verlo.
Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo. Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compañero Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la familia de los équidos.
II
FELICES ESPOSOS
Reynoso hizo una visita a su víctima y le mandó proveer de agua y alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se hallaban en el piso principal.
—¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es...? ¿quién?
—¡Nadie... nadie... nadie!—respondió una voz femenina de timbre claro y armonioso.
—¿No es Elena?
—¡No, no es Elena!
Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le echó los brazos al cuello.
Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama.
—¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva rosa—decía colgada a su cuello como una niña mimosa.
Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.
—Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo—respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.
—¡Milagro sería!—exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido—. ¿Para qué has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando árboles... y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.
—¡Bien puedes decirlo!—repuso Reynoso con franca sonrisa—. El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto... ¡he aquí mi felicidad!
—Pero