de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó á la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce á sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista á su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía á todo remo á la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar á la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor á la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar á los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó á vagar por sus calles á la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas, un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento á estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban á sus espaldas y que á cada momento esperaba ver á su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio á otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave, que pasando á través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
—No cabe duda; aquí vive mi desconocida—murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;—aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene á este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿en vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo á estas horas?... No hay más; esta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente á la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos, y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia á un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse á la puerta, todo fué obra de un instante.
—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿Á qué ha venido á Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.—Esta fué la salutación que sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
—En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
—Pero ¿y su hija?—interrumpió el joven impaciente;—¿y su hija, ó su hermana, ó su esposa, ó lo que sea?
—No tiene ninguna mujer consigo.
—¡No tiene ninguna!... ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
—¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso á sus pies, no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
V
—Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de su pisada ó una sola palabra suya que vuelva á oir; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva á ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah! si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aun sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar á dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás á una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros, y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, á una mujer alta!... porque... ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito.
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al