Gustavo Adolfo Becquer

Obras escogidas


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      III

      Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví á Toledo, transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme á la imaginación su recuerdo, al principio á todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué á creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión ó de un sueño.

      No obstante, apenas llegué á la ciudad, que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado á recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme á ningún punto fijo.

      El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza á todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y á su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía á lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas ó ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

      Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía á cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

      El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado á caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto á que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

      Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

      Tendí una mirada á mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura ó el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía á la amargura.

      Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca á mis ojos; y ya me disponía á alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó á voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

      Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes á la risa de una mujer loca.

      A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

      Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué á la puerta del templo, y pregunté á uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

      —¿Qué hay aquí?

      —Una toma de hábito—me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

      Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron á penetrar en su recinto.

      La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno á las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes á estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica ó churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro, otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

      Contribuía á dar un carácter más misterioso á toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso á través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes á inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba á punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas cubiertas de alfombra, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro en donde se oía á las religiosas entonar un salmo.

      Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme á las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé, me pareció que había de conocer en la cara á la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: á través de los cruzados hierros, muy poco ó nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

      Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin á la reja del coro.

      Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba á consagrarse al Señor.

      ¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar ó de la profunda sima de una montaña, un girón de niebla que flota lentamente en el vacío, y alternativamente ya parece una mujer que se mueve y anda y deja