el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás hombres.
El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a Roma.
No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio. Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a empezar la historia que aquí referimos.
A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.
De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona, esta persona había sido el mencionado Padre.
Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y mudo que nunca.
Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.
Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.
El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero inerte de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en la historia. Roma para él había sido siempre, y entonces era más que nunca, porque volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo de la corte de León X, Roma era para él en realidad la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento profundamente católico y español del Padre Ambrosio, si no auguraba, si no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. Él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el rebaño y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalem refulgente, que el Águila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos.
Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.
Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.
-IV-
En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente, cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo sólo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.
Con dificultad hallaba y reconocía el Padre Ambrosio en las personas con quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciación.
En el convento sólo había tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de entendimiento y de voluntad que en él reconocía.
No se presuma, con todo, que el Padre Ambrosio imaginase que su saber oculto se oponía en lo más mínimo a las ortodoxas afirmaciones en que por fe creía y que forman la base de la religión de que era ministro y sacerdote.
Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmaré ni negaré yo, que hubiese o no hubiese error en el pensamiento del Padre Ambrosio. Sólo diré lo que él pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad incontrovertible era para él cuanto está contenido en las sagradas escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los santos Padres, por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia; pero, con independencia de esta verdad, contra la cual nada podía prevalecer, veía el Padre Ambrosio una amplia extensión, un inmenso y casi ilimitado campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de descubrir misterios y hasta la fantasía creadora que forjando hipótesis tal vez los explica y los aclara, podían volar libremente, sin ofender a Dios, antes bien, ensalzándole y glorificándole hasta donde es capaz de ello la pobre criatura humana.
Para el Padre Ambrosio la revelación era de varios modos y no acababa nunca. Con frecuencia salían de su boca estas palabras que San Juan, en su evangelio, pone en los labios de Cristo: Aún tengo que deciros muchas cosas; mas no las podéis llevar ahora. Muchas cosas quedaban aún por revelar. De algunas de ellas suponía el Padre Ambrosio que él tenía conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al menos para la generalidad de los hombres, porque ahora, entonces, en el momento en que el Padre Ambrosio hablaba y pensaba, no las podían llevar, esto es, no podían comprenderlas.