cuales se había renovado el mundo, se había revelado y más que duplicado a los ojos de las asombradas naciones europeas, y España había surgido entre ellas y se había levantado por cima de ellas, triunfante, cubierta de laureles, abriendo ancha entrada y largo camino a un porvenir de mayores glorias y conquistas. Este segundo sentimiento predominaba en el alma de Fray Miguel y le ponía más tétrico y silencioso. Ninguno de los frailes, sus compañeros, notaba ni por indicios el tormento infernal que desgarraba el corazón del ambicioso Fray Miguel, y que para un observador perspicaz y que sintiese por él algún afecto, se vislumbraba en su pálido y demacrado rostro, en las muecas nerviosas y como de réprobo que involuntariamente hacía de vez en cuando, y en el brillo calenturiento de sus hundidos negros ojos, a los cuales, así como a la despejada y blanca frente, daba casi siempre sombra la capucha.
El Padre Ambrosio fue el único que entrevió el tempestuoso estado del ánimo de Fray Miguel y la ambición y la envidia que le devoraban y que el propio Padre Ambrosio, al principio irreflexiva e involuntariamente, había con sus discursos solevantado y exacerbado.
El Padre Ambrosio tuvo compasión de Fray Miguel: pensó en consolarle y hasta en curarle y anheló en esta obra de misericordia desplegar todos los poderes que su ciencia oculta le había dado y acudir a los misteriosos recursos de la magia, de la alquimia y de otras artes adquiridas por él a fuerza de estudios y de largas vigilias.
El Padre Ambrosio jamás había ejercido ni querido ejercer cargo en el convento. Hubiera podido ser guardián, pero era sencillamente un fraile como otro cualquiera. Su extraordinaria reputación inspiraba, no obstante, el respeto más profundo. Y más que el Padre guardián por su dignidad y oficio, se hacía él respetar, obedecer y temer por las singulares prendas de su carácter, por su inteligencia, por su saber y por los poderes sobrenaturales que se le atribuían.
Movido a compasión como ya hemos dicho, y excitado también por la curiosidad y el empeño de penetrar en el fondo obscuro de un corazón humano cuya profundidad vislumbraba, el Padre Ambrosio, después de uno de los discursos que solía pronunciar bajo los álamos, citó a Fray Miguel para que fuese a hablar con él en su celda.
—Tengo—le dijo—no pocas cosas que confiarle y muchas más que preguntarle a las que quiero que en puridad me responda, sin reserva ni disimulo.
Fray Miguel acudió a la cita a altas horas de la noche, entre completas y maitines.
El Padre Ambrosio aguardaba en su celda. Sobre la mesa de nogal ardía una lámpara que iluminaba el rostro del Padre Ambrosio. Era el Padre más anciano que Fray Miguel. Su frente calva y su barba luenga y blanquísima le daban muy venerable aspecto. Sobre la mesa, además de la lámpara, había recado de escribir, un crucifijo de metal sobre una cruz de ébano, varios libros manuscritos e impresos y una calavera.
Cuando entró Fray Miguel, el Padre Ambrosio le indicó para que se sentase un sillón de brazos, al otro lado de la mesa y enfrente al que él ocupaba.
Sentado Fray Miguel y en silencio, el Padre Ambrosio habló de esta suerte:
—Hermano, mi vista, que penetra y escudriña los corazones, ha penetrado en el tuyo y ha visto que está lleno de ambición, de codicia, de sed de deleites, honores y poder, y de desesperación, porque en tu mocedad no pudiste alcanzarlos, y hoy, abrumado por la vejez, no te queda ni la más leve esperanza. Por despecho, hace ya más de cuarenta años, abandonaste el mundo y la vida activa, creyéndote capaz de la vida contemplativa y mística. Mas por el pensamiento eres menos capaz de elevarte que por la acción, y ahora, al ver cuánto han conseguido por la acción los hombres de tu edad y de tu pueblo, aunque como español te enorgulleces, te acibaran el patriótico orgullo y te roen las entrañas la envidia de esos hombres y la contemplación de la obscura y estéril inercia en que tú has vivido. Si yo creyese que se aproximaba la plenitud de los tiempos y que el linaje humano en las vías que sigue, trazado por el mismo Dios, se hallaba cerca del término que deseo y que considero infalible, yo condenaría esas pasiones que te agitan y te atormentan. Pero como hay mucho que combatir y muchos obstáculos que vencer todavía, tal vez durante siglos, yo aplaudo los poderosos estímulos que en ti hay, y aunque renacidos tan tarde y tan fuera de sazón, no quiero sofocarlos, sino darles pábulo y hasta satisfacción en cuanto esté a mi alcance, valiéndome para ello de mi ciencia portentosa. Yo, al contrario que tú, he desdeñado siempre la acción material; en vez de dominar el mundo, me he satisfecho con contemplarle, pero al contemplarle, le he comprendido, y comprendiéndole, me he enseñoreado de él con poder más amplio y más hondo y seguro que el de los más poderosos soberanos. Ellos además no dominan sino lo presente; el término de su vida ha de ser el término de su imperio. Yo hasta cierto punto domino también en el porvenir. Mi dominio es de dos modos: uno por el conocer; en los casos humanos hay una parte que indefectiblemente se cumple en virtud de leyes eternas y de plan divino. La marcha de los sucesos es como el curso de los astros: no hay potencia humana que los desvíe de la senda que tienen trazada desde la eternidad, en el tiempo y en el espacio, en la tierra y en el cielo. Pero al comprender yo la ley que siguen, mi inteligencia se enseñorea de la ley como si la impusiera, porque mi voluntad coincide en tan elevado punto con la inteligencia y con ella se identifica. Dentro de esta ley, dentro de la amplia senda que siguen los sucesos, se mueve con holgura el libre albedrío del hombre, y caben determinaciones y hechos, que nosotros podemos modificar o producir.
En esta parte secundaria puedo yo valerte. Acudiré a una comparación a fin de que mejor lo entiendas. Figúrate que la historia de nuestro linaje es como drama maravilloso, compuesto por un divino poeta, el cual ni consiente ni puede consentir que se altere, ni se cambie ni una sílaba, ni un tilde de lo que ha compuesto. El drama ha de representarse sin modificación, sin supresión y sin añadidura: tal como lo escribió el poeta: pero tal vez el sabio empresario, tal vez el director de escena pueda repartir a su gusto los papeles. La sabiduría eterna, que todo lo prevé, previó también esta repartición, pero no la dispuso. Dejó que la libertad humana la dispusiera. Ahora bien, yo creo, o mejor dicho, yo doy por seguro que, en virtud de mi ciencia y por los poderes que mi ciencia me otorga, puedo conceder o dar un papel brillante a quien mejor me parezca, aunque no ciegamente, sino después de ciertas pruebas y examen que justifiquen mi elección y que me demuestren a las claras ser digno de ella el elegido. Las pruebas son terribles. ¿Querrás tú, podrás tú someterte a esas pruebas?
En el rostro de Fray Miguel, al escuchar con atención el anterior discurso, se pintaban muy diversos sentimientos que ya se sucedían, ya coexistían, combatiendo unos contra otros por la posesión de su alma. Interrogado por el Padre Ambrosio, le contestó de esta manera:
—Me deleita y me pasma lo que dices, pero he de confesarte que entiendo algo de ello de un modo confuso, que hay algo que no entiendo de ningún modo, y que sin dudar de tu buena fe, dudo del poder de tu ciencia y recelo que el amor propio te lleve a dilatar fantásticamente sus límites mucho más allá de donde en realidad llega su imperio. No negaré yo que tú has leído en mi alma como en un libro abierto y sabes cuanto en ella hay. No admiro, sin embargo, tu penetración. Antes de que años ha te fueses a Roma, ganaste mi confianza y lograste que te descubriera yo entonces parte de las pasiones que me agitaban. No lo has olvidado. Después ha sido fácil y es poco pasmoso, aunque yo nada te he dicho, que hayas adivinado que mi mal, en vez de remediarse, ha ido en aumento. De lo que yo dudo ahora es de que esté en tu mano dar a mi mal remedio. Ni mi mal le tiene ni tú se le buscas ya por medio de la religión. Lo repugna mi espíritu cada vez más pervertido y agriado. Cuando abandoné el siglo y el mundo y vine a refugiarme en el claustro, me impulsaban y halagaban ambiciosas esperanzas que también al fin se han desvanecido. En la tierra no había logrado yo, o por caprichos de la adversa fortuna, o por mengua de mi entendimiento, o de mi voluntad, elevarme entre los demás hombres por fama, poder o riqueza, pero confiaba en que con las energías de mi anhelo podría yo conquistar el reino de Dios y alcanzar en él bienes superiores a todo el poder que en la tierra despliegan los hombres, a toda la riqueza de que gozan y a toda la fama y crédito que conceden. En el día de hoy estoy ya desesperado. Reconozco que todo fue vana ilusión de mi orgullo. Ignoro si es culpa mía o de mis hados adversos. Bien puede ser que mi entendimiento carezca de alas para elevarse a ciertas alturas, que no haya impulso en él para penetrar en el abismo de lo sobrenatural, ni que mi alma acierte a hundirse en