Alex Kava

Cazador de almas


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que hacer.

      David siguió caminando hacia la ventana como si no lo oyera, como si se hubiera vuelto sordo. Hipnotizado por la luz cegadora, se quedó allí parado, su alta y flaca figura envuelta en un halo, y Eric pensó en las estampas de santos de su catecismo.

      –Denos un minuto –le gritó David al agente–. Luego saldremos, señor Delaney, y hablaremos. Pero sólo con usted. Con nadie más.

      Eric vio que mentía. Incluso antes de que David se sacara la bolsa de plástico del bolsillo de la chaqueta, supo que no habría encuentro, ni conversación alguna. La visión de las cápsulas rojas y blancas le hizo sentirse aturdido y mareado. No, aquello no podía estar ocurriendo. Tenía que haber otra salida. No quería morir. Allí, no. Así, no.

      –Recordad que hay honor en la muerte –dijo la voz del Padre, tersa y clara. El chisporroteo eléctrico había desaparecido, y el Padre parecía casi estar allí, en la habitación, con ellos. Casi como si estuviera replicando a los pensamientos de Eric–. Sois héroes, todos y cada uno de vosotros. Satán no podrá destruiros.

      Los otros se pusieron en fila como ovejas de camino al matadero. Cada uno recogió su píldora mortal y la tomó entre las manos con fervor, como los invitados a la comunión. Nadie opuso resistencia. La expresión de sus caras era de alivio. El cansancio y el miedo les habían conducido a aquello.

      Pero Eric no podía moverse. Las convulsiones del pánico le tenían paralizado. Tenía tan flojas las rodillas que no se sostenía en pie. Asió su rifle con fuerza y se aferró a él como si fuera su único salvavidas. David, que advirtió su aversión, le llevó la cápsula y se la ofreció en la palma de la mano.

      –No pasa nada, Eric. Trágatela. No sentirás nada.

      Su voz era tan serena e inexpresiva como su cara. Sus ojos parecían vacíos, como si la vida hubiera escapado ya de ellos.

      Eric se quedó allí sentado, mirando fijamente la pequeña cápsula, incapaz de moverse. La ropa, empapada en sudor, se le pegaba al cuerpo. Al otro lado de la habitación la radio seguía emitiendo el zumbido de aquella voz.

      –Os espera un lugar mejor. No tengáis miedo. Sois bravos guerreros y nos sentimos orgullosos de vosotros. Vuestro sacrificio salvará a cientos.

      Eric tomó la cápsula con dedos temblorosos. David percibió su vacilación y se cernió sobre él. Se metió su píldora en la boca y se la tragó con determinación. Luego esperó a que Eric y los otros hicieran lo mismo. Su calma empezaba a desmadejarse. Eric lo notaba en su cara picada, ¿o era el cianuro, que empezaba a corroer su tubo digestivo?

      –¡Tragáoslas! –ordenó David con los dientes apretados. Todos obedecieron, incluido Eric.

      Satisfecho, David regresó a la ventana.

      –¡Estamos listos, señor Delaney! –gritó–. ¡Estamos listos para hablar con usted! –entonces se llevó el rifle al hombro, apuntó y esperó.

      Por la posición del rifle, Eric dedujo que sería un disparo limpio a la cabeza, sin arriesgarse a desperdiciar munición en un chaleco antibalas. El agente habría muerto antes de caer al suelo. Igual que morirían ellos antes de que el rifle de David se quedara sin balas y las hordas de Satán echaran abajo la puerta de la cabaña.

      Antes del primer disparo, Eric se tumbó junto a los otros alrededor de David. Dejarían que el cianuro se abriera paso por sus estómagos vacíos y se filtrara en su sangre. Sólo sería cuestión de minutos. Con suerte, morirían antes de que les fallara el sistema respiratorio.

      Empezó el tiroteo. Con la mejilla apoyada sobre el frío suelo de madera, Eric sentía las vibraciones y el estallido de los cristales, oía los gritos de estupor allá fuera. Y, mientras los otros cerraban los ojos y aguardaban la muerte, Eric Pratt escupió sin hacer ruido la cápsula roja y blanca que había ocultado cuidadosamente dentro de su boca. Él, a diferencia de su hermano, no se convertiría en una caja de huesos. Él se arriesgaría con Satán.

      2

      Washington D. C.

      Un repiqueteo de tacones sobre el linóleo barato anunció la llegada de Maggie O’Dell. El pasillo profusamente iluminado –más un túnel de cemento enlucido que un corredor– parecía desierto. A su paso no se oían voces, ni ruidos procedentes del otro lado de las puertas cerradas. El guardia de seguridad del piso principal la había reconocido antes de que le mostrara su insignia; le había abierto la puerta y saludado con una sonrisa al decir ella «Gracias, Joe», sin darse cuenta de que para ello había tenido que mirar la placa con su nombre.

      Maggie aminoró el paso para mirar su reloj. Faltaban aún dos horas para que amaneciera. Una llamada de su jefe, el director adjunto Kyle Cunningham, la había sacado de la cama. No había nada de extraño en ello. Maggie era agente del FBI: estaba acostumbrada a que la llamaran en plena noche. Tampoco había nada de extraño en el hecho de que la llamada de Cunningham no la hubiera despertado. Lo único que había interrumpido era su rutinario dar vueltas en la cama. La habían despertado otra vez las pesadillas. Guardaba en el banco de la memoria suficientes imágenes sangrientas y nauseabundas como para atormentar su subconsciente durante años. La sola idea le hizo crujir los dientes, y sólo entonces se dio cuenta de que había desarrollado la costumbre de cerrar las manos junto a los costados al andar. Abrió los puños, sacudiéndolos, y flexionó los dedos como si les reprendiera por haberla traicionado.

      Lo que resultaba extraño en la llamada de Cunningham era su voz cansada y afligida. Ello explicaba en parte la tensión de Maggie. Cunningham era la personificación de la frialdad y la templanza. Maggie llevaba casi nueve años trabajando con él, y no recordaba que su voz hubiera sido nunca otra cosa que firme, serena, precisa y directa. Incluso cuando la reprendía. Esa mañana, sin embargo, a Maggie le había parecido notar en su voz un leve temblor, un atisbo de emoción que le obstruía la garganta. Aquello había bastado para ponerla nerviosa. Si Cunningham estaba afectado, el caso tenía que ser atroz. Realmente atroz.

      Su jefe le había contado los pocos datos de que disponía. Era aún demasiado pronto para conocer los pormenores. Había habido un enfrentamiento entre la ATF y el FBI, por un lado, y un grupo de hombres encerrados en una cabaña, en algún paraje de Massachusetts cerca del río Neponset. Tres agentes habían resultado heridos, uno de ellos mortalmente. De los ocupantes de la cabaña, cinco habían muerto. El único superviviente se hallaba bajo custodia federal y había sido trasladado a Boston. Los servicios de inteligencia no habían averiguado aún quiénes eran aquellos hombres, a qué grupo pertenecían, ni por qué disponían de un arsenal de armas y habían disparado a la policía para quitarse la vida después.

      Mientras docenas de agentes y miembros del Departamento de Justicia peinaban el bosque y la cabaña en busca de respuestas a esas preguntas, Cunningham había recibido orden de confeccionar el perfil criminal de los sospechosos. Había enviado al compañero de Maggie, el agente especial R. J. Tully, al lugar de los hechos, y, debido a sus conocimientos en medicina forense, había ordenado a Maggie ir al depósito de cadáveres de la ciudad, donde esperaban los muertos: cinco jóvenes y un agente.

      Al abrir la puerta del final del pasillo vio las bolsas negras puestas en fila sobre mesas de acero, una tras otra, como una macabra exposición artística. Aquello parecía casi demasiado extraño para ser real, pero ¿acaso no ocurría lo mismo con muchos otros acontecimientos recientes de su existencia? Algunos días le costaba distinguir lo que era real de lo que formaba parte de sus pesadillas recurrentes.

      Le causó cierta sorpresa encontrar a Stan Wenhoff esperándola con la bata puesta. Stan solía dejar los avisos de madrugada en las competentes manos de sus ayudantes.

      –Buenos días, Stan.

      –Hmm –gruñó él, como solía, a modo de saludo, dándole la espalda al tiempo que levantaba un portaobjetos hacia la luz del fluorescente.

      Wenhoff fingía que no era la urgencia y la magnitud del caso lo que le había hecho salir a rastras de la cama para personarse allí, cuando su método habitual consistía en llamar a uno de sus ayudantes. Ello no se debía tanto a sus exigencias de rigor profesional como