Alex Kava

Cazador de almas


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en cuestión de segundos con un rebote, un golpe sordo y un último vuelco de su estómago. Pensó en la agente O’Dell y se preguntó si hubiera preferido estar en su lugar. Pero enseguida se imaginó a Wenhoff diseccionando un cadáver. Fácil respuesta. Nada que pensar: seguía prefiriendo el viaje en helicóptero, con tuercas sueltas y todo.

      Un soldado uniformado había salido de entre los árboles para darles la bienvenida. Tully no había reparado en ello, pero era lógico que se hubiera avisado a la Guardia Nacional de Massachusetts para acordonar la extensa zona boscosa. El soldado esperó en posición de firmes mientras Tully y Cunningham sacaban del helicóptero sus per trechos –ropa para la lluvia, un termo Coleman y dos maletines–, intentando mantener la cabeza agachada y evitar que las poderosas aspas les seccionaran el cuello. Cuando acabaron, Cunningham le hizo una seña al piloto, y el helicóptero despegó al instante, levantando la hojarasca con un súbito y crujiente chaparrón de rojo y amarillo.

      –Señores, si me siguen, les llevaré al lugar de los hechos. El soldado –que había adivinado inmediatamente a quién debía darle coba– echó mano del maletín de Cunningham. Tully quedó impresionado. Cunnigham, sin embargo, no quería apresurarse y levantó una mano.

      –Necesito saber los nombres –dijo. No era una pregunta. Era una orden.

      –No estoy autorizado para…

      –Lo entiendo –le interrumpió Cunningham–. Le doy mi palabra de que no se meterá en un lío, pero, si lo sabe, necesito que me lo diga. Necesito saberlo ya.

      El soldado se puso firme otra vez, pero le sostuvo la mirada a Cunningham sin vacilar. Parecía decidido a no divulgar ningún dato. Cunningham pareció darse cuenta, y a Tully lo dejó estupefacto lo que le oyó decir a su jefe un instante después.

      –Por favor, dígamelo –dijo Cunnigham en tono apacible y casi conciliador.

      A pesar de que no conocía al director adjunto, el soldado pareció percibir cuánto esfuerzo le había costado pronunciar aquellas palabras. Se relajó y su rostro pareció suavizarse.

      –Le aseguro que no puedo decirle todos los nombres, pero el agente especial que resultó muerto era un tal Delaney.

      –¿Richard Delaney?

      –Sí, señor. Eso creo, señor. Era el negociador del equipo de rescate de rehenes. Por lo que he oído, les había convencido para hablar. Lo invitaron a entrar en la cabaña y entonces los muy cabrones abrieron fuego… Disculpe, señor.

      –No, no se disculpe. Y gracias por decírmelo.

      El soldado se giró para conducirlos a través de la arboleda, pero Tully se preguntó si Cunningham sería capaz de recorrer el abrupto sendero. Se había quedado blanco y su paso, normalmente firme y erguido, parecía un tanto tambaleante.

      –La he jodido bien –dijo lanzándole a Tully una rápida mirada–. He mandado a la agente O’Dell a hacerle la autopsia a un amigo.

      Tully comprendió entonces que aquel caso era distinto. El solo hecho de que Cunningham hubiera empleado las expresiones «por favor» y «joder» el mismo día, y en el intervalo de una hora, era una pésima señal.

      4

      Maggie aceptó la toalla fría y húmeda que le dio Stan y evitó los ojos del forense. Una ojeada le bastó para advertir su desasosiego. Tenía que estar preocupado. A juzgar por su suavidad, la toalla procedía del armario privado de Stan, no como las tiesas toallas institucionales que olían a lejía. Wenhoff tenía obsesión por la limpieza, una manía que parecía incongruente con su profesión; profesión que incluía una dosis semanal, cuando no diaria, de sangre y vísceras. Maggie no puso en duda, sin embargo, la amabilidad de su gesto, y sin decir palabra tomó la toalla y hundió la cara en su fresca y mullida felpa mientras aguardaba a que se le pasaran las náuseas.

      No vomitaba al ver un cadáver desde sus primeros tiempos en la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Recordaba aún la primera escena de un crimen que vio: finos hilillos de sangre, como espaguetis, en las paredes de un remolque bochornoso e infestado de moscas. El dueño de aquella sangre había sido decapitado y colgado por el tobillo –naturalmente, dislocado– de un gancho del techo, como un pollo muerto al que hubieran dejado desangrarse entre convulsiones, lo cual explicaba las manchas de sangre de las paredes. Desde entonces, Maggie había visto cosas semejantes, si no peores: miembros depositados en contenedores de basura y niños pequeños mutilados. Pero una cosa que no había visto nunca, una cosa que nunca se había visto obligada a hacer, era contemplar el interior de una bolsa empapada con la sangre, el fluido espinal y los sesos de un amigo.

      –Cunningham debió avisarte –dijo Stan, que la miraba ahora desde el otro lado de la sala, manteniendo las distancias como si su aflicción fuera contagiosa.

      –Estoy segura de que no lo sabía. El agente Tully y él iban a salir hacia el lugar de los hechos cuando me llamó.

      –Bueno, entonces entenderá que no me ayudes –parecía aliviado, incluso contento, ante la perspectiva de no tenerla pegada a él toda la mañana.

      Maggie sonrió con la cara hundida en la toalla. El bueno de Stan volvía a ser el de siempre.

      –Puedo tenerte preparados un par de informes para mediodía –se estaba lavando las manos otra vez como si, al mojar la toalla, se hubiera contaminado las manos.

      Maggie sentía un abrumador deseo de escapar de allí. Su estómago vacío, pero revuelto, era razón suficiente para marcharse. Había, sin embargo, algo que la inquietaba. Recordaba una mañana, muy temprano, menos de un año antes, en una habitación de hotel de Kansas City. El agente especial Richard Delaney estaba preocupado por su estabilidad mental; tanto, que había puesto en peligro su amistad para asegurarse de que Maggie se hallaba a salvo. El agente Preston Turner y él llevaban por entonces casi cinco meses haciéndole de guardaespaldas para protegerla de un asesino en serie llamado Albert Stucky, y la mañana de su enfrentamiento, Delaney había opuesto su terquedad a la de Maggie con el solo propósito de protegerla.

      En esa época, sin embargo, ella se negaba a considerar aquel gesto una medida de seguridad. Rehusaba contemplarlo simplemente como un intento de Delaney de desempeñar una vez más el papel de hermano mayor. No, en aquel tiempo, se había cabreado con él. De hecho, era la última vez que habían hablado. Y ahora allí estaba, tendido en una bolsa de nailon negro, incapaz de aceptar sus disculpas por ser tan cabezota. Quizá lo último que podía hacer por él fuera asegurarse de que recibía el respeto que merecía. Con náuseas o sin ellas, se lo debía a Delaney.

      –Me recuperaré –dijo.

      Stan, que estaba preparando sus rutilantes utensilios para hacerle la autopsia al primer chico, la miró por encima del hombro.

      –Claro que te recuperarás.

      –No, quiero decir que me quedo.

      Stan la miró con el ceño fruncido por encima de las gafas protectoras, y Maggie comprendió que había tomado la decisión correcta. Siempre y cuando su estómago aguantara.

      –¿Han encontrado el casquillo vacío? –preguntó mientras se ponía unos guantes limpios.

      –Sí. Está encima de la repisa, en una de esas bolsas de pruebas. Parece de un rifle muy potente. Pero sólo le he echado un vistazo.

      –Entonces, ¿sabemos con toda certeza la causa de la muerte?

      –Puedes apostar a que sí. No hizo falta un segundo disparo.

      –¿Y no hay duda alguna sobre los orificios de entrada y de salida?

      –No. Supongo que no será difícil comprobarlo.

      –Bien. Entonces, no hace falta que le cortemos. Podemos hacer el informe a partir de un examen externo.

      Stan se detuvo y se giró para mirarla.

      –Margaret –dijo–, espero que no estés insinuando que no le haga la autopsia completa.

      –No, no estoy insinuando nada.

      Stan se relajó