Alex Kava

Cazador de almas


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Pero susurró:

      –Era el mejor.

      Cunningham se rebulló a su lado y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Maggie se dio cuenta de que, pese a que jamás la avergonzaría ofreciéndole su chaqueta, su jefe procuraba protegerla del viento. Pero no había ido a buscarla sólo para servirle de parapeto. Maggie notaba que algo le rondaba por la cabeza. Tras casi diez años, reconocía aquellos labios fruncidos, el ceño en la frente, el nerviosismo con que cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, los sutiles pero reveladores indicios que delataban a un hombre que, por lo general, ejemplificaba el término profesional.

      Maggie aguardó, sorprendida porque también Cunningham pareciera estar esperando el momento apropiado.

      –¿Se sabe algo más sobre esos chicos? ¿A qué grupo pertenecían? –intentó sonsacarle manteniendo la voz baja, a pesar de que estaban tan apartados que el viento impedía que los demás los oyeran.

      –Aún no. No eran más que chiquillos. Chiquillos con armas y munición suficientes para conquistar un país pequeño. Pero está claro que hay alguien detrás de esto. Algún fanático al que no le importa sacrificar a los suyos. Pronto lo averiguaremos. Tal vez cuando descubramos a quién pertenece esa cabaña –se subió el puente de las gafas y al instante volvió a guardarse la mano en el bolsillo–. Le debo una disculpa, agente O’Dell.

      Había llegado el momento. Y, sin embargo, Cunningham titubeó. Su incomodidad sorprendió a Maggie y al mismo tiempo la inquietó. Le recordaba el nudo que sentía en el estómago y el dolor que oprimía su pecho. No quería hablar de eso, no quería recordarlo. Quería pensar en otra cosa, en cualquier cosa que no fuera Delaney cayendo al suelo. Con escaso esfuerzo oía aún el siseo de sus sesos y veía los fragmentos de su cráneo en la bolsa de plástico.

      –No tiene por qué disculparse, señor. Usted no lo sabía –dijo por fin, pero la pausa duró demasiado.

      Cunningham seguía mirando al frente.

      –Debí comprobarlo antes de enviarla –dijo en voz baja–. Sé lo difícil que habrá sido para usted.

      Maggie levantó la mirada hacia él. El semblante de su jefe seguía siendo tan estoico como siempre, pero había un atisbo de emoción en la comisura de su boca. Maggie siguió su mirada hasta los soldados que habían entrado en formación en el cementerio y aguardaban en formación.

      «Dios mío. Aquí llega».

      Sus rodillas se aflojaron. Al instante se apoderó de ella un sudor frío. Quería escapar, y de pronto deseaba que Cunningham no estuviera a su lado. Él, sin embargo, no parecía notar su desasosiego. Permanecía absorto mientras los rifles chasqueaban al montarse.

      Maggie se sobresaltó con cada tiro; cerró los ojos para ahuyentar los recuerdos y deseó hallarse muy lejos de allí. Todavía podía oír la voz amenazadora de su madre:

      –No te atrevas a llorar, Maggie. Se te pondrá la cara toda roja e hinchada.

      No había llorado entonces, ni lloraría ahora. Pero, cuando la corneta comenzó a proferir su solitaria tonada, tembló y se mordió el labio. «Maldito seas, Delaney», quiso gritar. Hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que Dios tenía un macabro sentido del humor. O quizá fuera simplemente que miraba para otro lado.

      El gentío se abrió de pronto y de él, por debajo del palio, salió una niña pequeña: un destello azul brillante entre el negro, como un pajarito azul entre una bandada de cuervos. Maggie reconoció a Abby, la hija menor de Delaney. Vestida con un abriguito azul marino y un sombrero a juego, iba de la mano de su abuela, la madre de Delaney. Se dirigían directamente hacia Maggie y Cunningham, dispuestas a destruir cualquier esperanza de aislamiento que tuviera Maggie.

      –Abigail insiste en que tiene que ir al servicio –le dijo la señora Delaney a Maggie al acercarse–. ¿Saben dónde puede haber uno?

      Cunningham señaló el edificio principal, que se alzaba tras ellos, en lo alto de la colina, semi oculto entre los árboles que lo circundaban. La señora Delaney echó un vistazo y su rostro enrojecido pareció fruncirse por entero, como si, en aquel día interminablemente cuesta arriba, no pudiera remontar la pendiente de aquella nueva colina.

      –Yo puedo llevarla –se ofreció Maggie antes de darse cuenta de que era la persona menos indicada para reconfortar a la niña. Pero sin duda podía ocuparse de aquel pequeño deber.

      –¿Te importa, Abigail? ¿Quieres que la agente O’Dell te lleve al servicio?

      –¿La agente O’Dell? –la cara de la pequeña se contrajo en una mueca cuando miró alrededor, intentando encontrar a la persona de la que hablaba su abuela. Luego, de pronto, dijo–. Ah, te refieres a Maggie. Se llama Maggie, abuela.

      –Sí, lo siento. Me refería a Maggie. ¿Te importa ir con ella?

      Pero Abby ya había tomado a Maggie de la mano.

      –Tenemos que darnos prisa –le dijo sin alzar al mirada, y tiró de ella hacia el lugar que había señalado Cunningham.

      Maggie se preguntaba si, a sus cuatro años, la pequeña se daba cuenta de lo ocurrido y de por qué se hallaban en el cementerio. Se sentía aliviada, sin embargo, porque su único cometido consistiera de momento en trepar por la colina combatiendo el viento y dejando atrás los recuerdos y los espíritus que cabalgaban montados en las ráfagas de viento. Pero, cuando se acercaban al edificio, que se cernía sobre las hileras de blancas cruces y lápidas grises, Abby se detuvo y se giró para mirar atrás. El viento azotaba su abrigo azul, y Maggie vio que se estremecía. Sintió que su manita le apretaba los dedos.

      –¿Estás bien, Abby?

      La niña asintió con la cabeza dos veces, y su sombrerito se tambaleó. Luego mantuvo la cabeza agachada.

      –Espero que no tenga frío –dijo.

      A Maggie se le encogió el corazón.

      ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía explicarle algo que ni siquiera ella comprendía? Tenía treinta y tres años y aún echaba de menos a su padre; aún no entendía por qué se lo habían arrebatado hacía tantos años. Años que deberían haber curado aquella herida abierta, que un simple toque de corneta o la contemplación de un ataúd siendo bajado a tierra podían abrir con toda facilidad.

      Antes de que Maggie pudiera ofrecerle consuelo, la niña levantó la mirada y dijo:

      –Le he dicho a mami que le ponga dentro una manta –luego, como si aquel recuerdo la complaciera, se volvió hacia la puerta y tiró de Maggie, lista para proseguir su camino–. Una manta y una linterna –añadió–. Así estará calentito y no tendrá miedo de la oscuridad hasta que llegue a la casa de Dios.

      Maggie sonrió. Quizás aquella sabia niña de cuatro años tuviera algo que enseñarle.

      7

      Washington D. C.

      Sentado en la escalinata del monumento a Jefferson, Justin Pratt fingía reposar los pies. Sí, tenía los pies doloridos, pero no era ése el motivo por el que ansiaba escapar. Llevaban horas caminando entre monumentos, repartiendo panfletos a los grupos de chavales de instituto que se paseaban por allí entre gritos y risas. Habían llegado a la ciudad en el momento idóneo: durante las excursiones otoñales. Debía de haber más de cincuenta grupos de todo el país. Y eran todos un puto coñazo. Costaba creer que él fuera sólo uno o dos años mayor que aquellos idiotas.

      No, la verdadera razón por la Justin se había excusado llevaba aparejada pensamientos muchos más turbadores que sus pies cansados; pensamientos ilícitos conforme al evangelio del reverendo Joseph Everett y sus seguidores. Dios, ¿se acostumbraría alguna vez a considerarse uno de sus seguidores, uno de los elegidos? Probablemente no, mientras siguiera tomándose descansos para sentarse un rato y admirar los pechos de Alice Hamlin, en lugar de difundir la palabra de Dios.

      Alice levantó la mirada y lo saludó con la mano como si le hubiera leído el pensamiento. Justin se removió. Tal vez debiera quitarse