Alex Kava

Cazador de almas


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de la pared de granito. Si prestaba atención, podía oír la cascada de más abajo. Pero prefirió concentrarse en los jadeos de Brandon. Éste había conseguido por fin superar el obstáculo de los botones y se disponía a desabrocharle el sujetador. De pronto, agarró el botón del sujetador y se lo subió por encima de los pechos con un gesto rápido y brusco. Ginny estuvo a punto de protestar, pero en ese momento él comenzó a comerle los pezones, y se le olvidó. Bajó las manos, le desabrochó la hebilla del cinturón y el botón del pantalón y le bajó la cremallera suavemente. Pero Brandon no esperó. Se sacó el pene y empujó a Ginny contra el suelo cubierto de hojas. Ella intentó tranquilizarlo y empezó a acariciarle la espalda y los hombros.

      –Tranquilo, Brandon –le susurró al oído–. Vamos a disfrutarlo.

      Pero era ya demasiado tarde. Él ni siquiera había acabado de penetrarla cuando se corrió. En cuestión de segundos, se desplomó como un fardo sobre ella y siguió jadeando mientras intentaba recobrar el aliento. Sus jadeos ahogaron el suspiro de exasperación de Ginny. Luego se sentó, se apartó el pelo mojado de la frente y se subió la cremallera con la misma naturalidad que si se estuviera vistiendo por la mañana. Ginny se sintió como si se hubiera vuelto invisible. ¿Por qué los guapos siempre tenían el gatillo flojo y la cabeza hueca?

      –¿Ya está? –preguntó con fastidio.

      Ya no le importaba si les oía alguien, aunque su voz no podía competir con el ruido de la cascada, el parloteo del reverendo y el barullo de los aplausos.

      –Serás patoso –le mostró el desaguisado–. ¿Y ahora qué hago?

      –Y yo qué sé. ¿Qué hacen las putas como tú?

      Ella lo miró estupefacta. Tenía que aferrarse a su ira, porque, si no, empezaría a asustarse.

      –Eres un cabronazo, ¿lo sabías?

      A aquel juego podían jugar dos, sólo que, esta vez, Brandon no contestó con palabras, sino con un puñetazo que se incrustó en su boca. Ginny cayó entre las hojas, se agarró la mandíbula y notó que la sangre le caía por la barbilla. Se apartó de él gateando. La ira dio pasó al miedo.

      –Déjame en paz o te juro que me pondré a gritar.

      Él se echó a reír; levantó la cara hacia las estrellas y se rió aún más alto, como si quisiera demostrarle que nadie los oía. Y tenía razón. Sus risotadas parecían un simple armónico de los cánticos que llegaban desde abajo.

      Brandon recogió el bolso de Ginny, lo sacudió con la mano para quitarle la suciedad y se lo tiró.

      –No olvides abrocharte la blusa antes de bajar –le dijo.

      Su voz sonaba de pronto educada y tranquila, casi solemne, pero tan indiferente que Ginny sintió un escalofrío. ¿Cómo podía hacer eso? ¿Cómo podía desconectar así? Y tan rápidamente.

      Agarró su bolso y se apartó un poco más, apoyándose contra un árbol como si buscara cobijo. Sin decir palabra, Brandon dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido para subir.

      Allá abajo, una voz de mujer sustituyó a la del reverendo, pero Ginny no prestó atención a lo que decía. Un instante después volvieron a oírse aquellos cánticos, que iban subiendo de volumen a medida que caía la noche. Decían algo de abandonar el hogar para ir a un sitio mejor. ¡Qué panda de tarados!

      Ginny exhaló un suspiro de alivio. Dios, qué idiota había sido esta vez. Seguro que ese tal Justin no la hubiera tratado así. ¿Por qué siempre elegía a los peores, a los más capullos? Tal vez lo hiciera simplemente por fastidiar a su padre y avergonzar a su futura madrastra, que sólo se preocupaban por su imagen pública y su preciosa reputación. En privado se chillaban el uno al otro, pero en público se ponían ojos de cordero. Era patético. Por lo menos ella actuaba conforme a sus verdaderas emociones, sus verdaderos sentimientos, sus anhelos y necesidades.

      Algo se removió entre los matorrales, tras ella. ¿Había cambiado de idea Brandon? Tal vez volvía para disculparse. Entonces se dio cuenta de que Brandon había tomado el camino en dirección contraria. Se giró bruscamente, se levantó tambaleándose y escudriñó las sombras.

      Algo se movía. Algo entre las sombras. ¡Mierda! Era sólo una rama.

      Tenía que salir de allí. Se estaba poniendo histérica. Se inclinó para recoger el bolso. Algo restalló delante de ella. Un cordel brillante le enlazó la cabeza y le ciñó el cuello antes de que lograra asirlo.

      Intentó gritar, pero sólo le salió un gemido estrangulado. Boqueó, intentando tomar aire. Echó mano del cordel, y luego de las manos que lo sujetaban. Clavó las uñas en la piel, desgarró su propia carne. No lograba respirar. No podía impedirlo. No podía impedir que el cordel la apretara cada vez más. Se sintió caer de rodillas. Vio destellos de luz tras los párpados. No había aire. No podía respirar. Movió frenéticamente los pies, pero resbaló. Su cuello soportaba todo el peso de su cuerpo, que pendía de un solo cordel.

      No podía recobrar el equilibrio. No veía. No podía respirar. Las rodillas no le respondían. Sus brazos se agitaban. Sus dedos se hundían cada vez más en su propia piel, pero de nada servía. Cuando cayó la oscuridad, sintió alivio.

      12

      Washington D. C.

      Centro de la ciudad

      Gwen Patterson se cambió la correa del maletín de un hombro a otro y esperó a que llegara Marco. Escudriñó el interior en penumbra del pub, cuya atmósfera histórica preservaban las antiguas bujías de gas y los candelabros. Sabía que, a aquella hora de un sábado por la tarde, los políticos que frecuentaban el Old Ebbitt’s Grill se habrían ido ya, lo cual haría posible conseguir un asiento y alegraría a Maggie, que aborrecía el ambiente político de la capital.

      Gran ironía, las mismas cosas que Maggie detestaba de Washington eran las que hacían las delicias de Gwen. Ésta no concebía un lugar más emocionante para vivir, y adoraba su casa en Georgetown y su oficina con vistas al Potomac. Llevaba viviendo allí más de veinte años, y aunque se había criado en Nueva York, Washington era su hogar.

      Marco sonrió tan pronto la vio y le hizo señas para que se acercara al pasillo donde se había parado.

      –Esta vez te ha ganado –dijo, y señaló el asiento al final del pasillo donde Maggie estaba ya sentada, con un vaso de whisky escocés sobre la mesa, delante de ella.

      –Bueno, no es la primera vez –le guiñó un ojo a Maggie, que siempre llegaba puntual. Gwen solía ser quien llegaba tarde.

      Maggie sonrió al ver que Marco ayudaba a su amiga a quitarse la chaqueta y se hacía cargo de su maletín. Hizo amago de colgarlo del gancho de bronce que había junto a la mesa, pero se lo pensó mejor y lo apoyó cuidadosamente en la parte interior del asiento.

      –¿Qué llevas ahí? –se quejó–. Parece un cargamento de ladrillos.

      –Casi, casi. Es un cargamento de mi nuevo libro.

      –Ah, sí, olvidaba que ahora eres una escritora famosa, además de la psiquiatra predilecta de políticos y eruditos.

      –De lo de escritora famosa no estoy muy segura –repuso ella al tiempo que se alisaba la falda con ambas manos y se acomodaba en el asiento–. Dudo que Investigaciones sobre la mentalidad criminal de varones adolescentes llegue a la lista de los más vendidos del New York Times.

      Las pobladas cejas de Marco se elevaron junto con sus manos en un gesto de burlona sorpresa.

      –Qué tema tan enjundioso y amplio para una mujer tan menuda y guapa.

      –¿Sabes, Marco?, cada vez que me halagas así acabo pidiendo la tarta de queso.

      –El dulce es para los dulces. Parece lo más apropiado.

      Gwen hizo girar los ojos. Marco le dio una palmadita en el hombro y se alejó para dar la bienvenida a una pareja de japoneses que esperaban en la puerta.

      –Perdona –le dijo Gwen a Maggie–.