Alex Kava

Cazador de almas


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dicho a Gwen que estaba en la ciudad y que quería saber si tenía tiempo para salir a cenar. Gwen sabía que su amiga estaba trabajando. Maggie vivía en Virginia, casi a una hora de distancia, en uno de los ricos barrios residenciales del extrarradio de Washington. Rara vez iba a la ciudad por diversión, y menos aún movida por un impulso repentino.

      –¿Qué tal fue la firma de libros? –Maggie bebió un sorbo de whisky y Gwen se preguntó si era el primero. Maggie se dio cuenta–. No te preocupes. Es el primero y el último. Tengo que volver a casa en coche.

      –La firma fue bien –respondió Gwen. Había decidido dejar pasar aquella ocasión de sermonear a Maggie sobre su hábito recién adquirido. Lo cierto era que estaba preocupada por ella. Rara vez la veía sin un vaso de whisky en la mano–. Siempre me sorprende que a tanta gente le interesen las retorcidas mentes de los criminales –le hizo una seña a un camarero y pidió una copa de chardonnay. Luego le dijo a Maggie–. Yo voy en taxi, así que puedo tomar más de una.

      –Tramposa.

      A Gwen le alegró que Maggie fuera capaz de bromear aún sobre el tema. Especialmente porque, la última vez que habían quedado para cenar, le había insinuado a Maggie que, más que una apetencia, el whisky era para ella una necesidad. Maggie había respondido con una mirada de enojo que parecía decirle que no se metiera donde nadie la llamaba. Lo cual era inútil, a decir verdad. Maggie estaba condenada a cargar con su amistad, que, le gustara o no, llevaba aparejado un instinto de maternal entrometimiento que no dejaba de asombrar a la propia Gwen.

      Gwen era quince años mayor que Maggie, y desde la primera vez que se vieron, cuando Maggie era becaria en Quantico y ella consultora en asuntos de psicología, sentía hacia su amiga un instinto de protección que nunca antes había experimentado hacia nadie. Siempre había creído que no tenía ni un pelo de maternal. Pero, por alguna razón, se había convertido en la proverbial mamá oso, capaz de sacarle los ojos a quien amenazara con hacerle daño a Maggie.

      Gwen apartó su carta, dispuesta a hacer de psicóloga, amiga y madre. No había aprendido a separar esos papeles. ¿Y qué si nunca aprendía? A Maggie –lo creyera o no– le venía bien tener a alguien que velara por ella.

      –¿Qué te trae por la ciudad? ¿Ha pasado algo?

      Maggie trabajaba en Quantico, en la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y rara vez visitaba la sede del FBI sita entre las avenidas Novena y Pennsylvania.

      Maggie asintió con la cabeza.

      –Acabo de hacerle una visita a Ganza. Pero antes estuve en Arlington. Hoy era el entierro del agente Delaney.

      –Oh, Maggie, no lo sabía –Gwen observó a su amiga, quien se empeñaba en evitar sus ojos y seguía bebiéndose el whisky y colocándose la servilleta en el regazo–. ¿Estás bien?

      –Claro –dijo con excesiva premura, lo cual significaba «no, claro que no».

      Gwen esperó a que pasara el silencio, confiando en que su amiga dijera algo más. Pero Maggie abrió su carta. De acuerdo, así que iba a hacer falta algún que otro tira y afloja. No importa. Gwen era doctora en tiras y aflojas, aunque en su diploma oficial ponía «doctora en psicología». Para el caso, era lo mismo.

      –Por teléfono parecía que necesitabas hablar.

      –La verdad es que estoy trabajando en un caso y me vendría bien tu opinión profesional.

      Gwen estudió los ojos de Maggie. La razón de su llamada no era ésa, o se lo habría dicho. De acuerdo, si su amiga prefería charlar de esto y aquello y posponer la verdadera cuestión, ella podía mostrarse paciente.

      –¿Qué caso es?

      –El del tiroteo en la cabaña. Cunningham quiere un perfil criminal de esos chicos, por si podemos relacionarlos con alguna organización. Porque seis chavales no hacen eso ellos solos.

      –Sí, desde luego. He leído algo sobre ese asunto en el Washington Times.

      –Y la mentalidad criminal de los varones adolescentes es tu nueva especialidad –dijo Maggie con una sonrisa en la que Gwen creyó percibir cierto orgullo–. ¿Por qué iban a dejar esos seis chicos las armas, a tomarse unas cápsulas de cianuro y a tumbarse a esperar la muerte?

      –Sin conocer los detalles, yo diría que no fue idea suya. Sencillamente hicieron lo que les había dicho u ordenado alguien a quien temían.

      –¿Alguien a quien temían? –Maggie parecía de pronto interesada; se inclinó sobre la mesa, apoyó los codos en ella y la barbilla en las manos–. ¿Por qué piensas automáticamente que temían a esa persona? Tal vez creyeran hasta ese extremo en su causa. ¿No es esa la argumentación que suele haber detrás de estos grupos?

      Un camarero le llevó a Gwen su copa de chardonnay y ella le dio las gracias. Rodeó la copa con las manos y meció suavemente el vino.

      –A esa edad no saben necesariamente en qué creen. Sus opiniones, sus ideas son todavía moldeables, fáciles de manipular. Pero los chavales tienen por lo general tendencia natural a defenderse. De hecho, hay una razón neurológica que lo explica.

      Gwen bebió de su vino. No quería dar la impresión de aleccionar a su amiga sobre algo que ésta ya sabía, pero Maggie parecía ansiosa por escucharla.

      –No se trata únicamente de sus altos niveles de testosterona –añadió–. Los chicos tienen niveles más bajos de serotonina, un neurotransmisor. La serotonina inhibe la agresividad y la impulsividad. Eso podría explicar por qué muchos más chicos que chicas –y especialmente chicos adolescentes– se suicidan, se hacen alcohólicos o se lían a tiros en el patio del colegio como forma de resolver sus conflictos.

      Maggie se recostó en el asiento y encogió los hombros.

      –Pero, según eso, si se encontraran atrapados en una cabaña con un arsenal de armas, su primer impulso sería abrirse paso a tiros. Lo cual me lleva a la misma pregunta. ¿Por qué se tumbaron para morir?

      –Y a mí a la misma respuesta –sonrió Gwen–. Por miedo. Alguien tuvo que convencerles de que no tenían alter nativa –observó a Maggie mientras ésta acunaba su whisky–. Pero todo eso ya lo sabías, ¿verdad? Vamos, no te estoy contando nada nuevo. ¿Por qué me has llamado para cenar? ¿De qué querías hablarme?

      El silencio se prolongó más de lo que Gwen solía permitir. Maggie tomó de nuevo la carta y evitó mirarla a los ojos.

      –Para serte sincera, estoy hambrienta –miró por encima del borde de la carta y logró esbozar una tensa sonrisa al ver el ceño fruncido de Gwen–. Y necesitaba estar con una amiga, ¿vale? Con una amiga maravillosa, que está viva, respira y a la que adoro.

      Gwen vislumbró un instante sus ojos castaños. Tenían una expresión grave, incluso un poco llorosa, razón por la cual Maggie se ocultaba tras la carta. Gwen se dio cuenta de que intentaba encubrir una debilidad que había aflorado en exceso; una debilidad que Maggie O’Dell procuraba guardarse para sí y ocultar a los demás, incluso a sus maravillosos amigos que aún seguían vivos y respiraban.

      –Deberías probar la hamburguesa –dijo Gwen, señalando la carta.

      –¿La hamburguesa? ¿La gourmet me recomienda una hamburguesa?

      –Eh, que no se trata de una hamburguesa cualquiera, sino de la mejor hamburguesa de la ciudad.

      Gwen vio que Maggie se relajaba. Su sonrisa parecía de pronto sincera. En fin, tendría que dejar el tira y afloja para otro momento. Esa noche, comerían hamburguesas, se tomarían un par de copas y serían sencillamente dos amigas que estaban vivas y aún respiraban.

      13

      Necesitaba sentarse. La bruma parecía más densa esta vez. ¿Habría tomado demasiado brebaje? Sólo lo necesitaba para afinar sus sentidos, para ver más allá de la oscuridad. Pero aquello le sacaba de quicio. Tenía que sentarse. Sí, sentarse y esperar a que la bruma de detrás de sus ojos se disipara.

      Se sentaría y se concentraría en su respiración, como le habían enseñado.