Alex Kava

Cazador de almas


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vio que la saludaba con la mano y aguardó a que se montara en el coche. Sabía que, como de costumbre, se miraría en el retrovisor y se pasaría la mano por el pelo, ya perfecto, antes de arrancar. Esperó a que su coche se perdiera calle abajo, y luego agarró la correa de Harvey y rodeó el garaje. Las luces conectadas al detector de movimiento se encendieron al instante, mostrando dos cubos de basura de acero galvanizado, alineados en el lugar exacto en que los había dejado, uno junto al otro, al lado de la pared del garaje. Las tapas de ambos estaban intactas.

      Miró de nuevo aquellos fragmentos de papel arrugado. Los papeles importantes los hacía pedazos, así que no tenía por qué preocuparse. Tenía mucho cuidado. Pero aun así resultaba inquietante saber que alguien se hubiera tomado la molestia de hurgar en su basura. ¿Qué demonios esperaban encontrar?

      15

      Washington D. C.

      Ben Garrison dejó caer la mochila junto a la puerta de su apartamento. Algo olía mal. ¿Otra vez había olvidado sacar la puta basura?

      Se desperezó con un gruñido. Le dolía la espalda y tenía jaqueca. Se frotó el bulto de la sien derecha. Le sorprendió un poco que aún siguiera allí. ¡Mierda! Le dolía de cojones. Pero al menos se lo tapaba el pelo. A él lo mismo le daba. Pero odiaba que la gente se metiera donde no la llamaban. Como esa vieja bocazas del metro que iba sentada a su lado. La tía apestaba tanto que había tenido que bajarse del vagón antes de tiempo y tomar un taxi para recorrer lo que quedaba del camino, lujo éste que rara vez se permitía. Los taxis eran para pardillos.

      Ahora lo único que quería era meterse en la cama, cerrar los ojos y dormir. Pero no podría hacerlo hasta que supiera si había hecho alguna foto decente. Joder, dormir también era para pardillos.

      Agarró la mochila y desparramó su contenido sobre la encimera de la cocina. Sus grandes manos atraparon tres cilindros antes de que cayeran rodando por el borde. Luego comenzó a clasificar los carretes de acuerdo con las fechas y horas que había marcadas en sus tapas.

      De los siete rollos, cinco eran de ese día. No se había dado cuenta de que había hecho tantas fotos, a pesar de que la luz seguía siendo un problema. La iluminación de los monumentos era demasiado desabrida en ciertos lugares y demasiado apagada en otros. Ben se hallaba con frecuencia en los rincones oscuros, entre las sombras, donde detestaba usar el flash, pero lo usaba de todos modos. Por lo menos los nublados de esa mañana habían desaparecido. Tal vez su suerte estuviera cambiando.

      En aquel negocio se dejaban demasiadas cosas al azar. Él intentaba eliminar en lo posible todos los obstáculos. Pero, por desgracia, la oscuridad era la oscuridad, y a veces ni siquiera la película de alta velocidad ni los infrarrojos –aquel ridículo invento– podían atravesar la espesura de las sombras.

      Recogió los carretes y se dirigió al armario empotrado que había transformado en cuarto oscuro. De pronto le sobresaltó el teléfono. Vaciló, a pesar de que no tenía intención de responder. Había dejado de contestar al teléfono hacía meses, cuando comenzaron las llamadas ofensivas. Aun así esperó, atento, mientras saltaba el contestador automático y la voz telemática daba instrucciones a quien llamaba para que dejara un mensaje tras oír la señal.

      Se preparó, preguntándose qué estupidez soltarían esta vez. Pero una voz de hombre que le resultaba familiar dijo:

      –Garrison, soy Ted Curtis. Tengo tus fotos. Son buenas, pero no muy distintas a las de mis chicos. Necesito algo distinto, algo que no esté haciendo nadie más. Llámame cuando tengas algo, ¿vale?

      A Ben le dieron ganas de tirar los carretes contra la pared. Todo el mundo quería algo distinto, una puta exclusiva. Hacía casi dos años que sus fotografías de unas vacas muertas a las afueras de Manhattan, Kansas, hicieron saltar la noticia de una posible epidemia de ántrax. Antes de eso, había tenido una buena racha, y hasta parecía que Suerte era su segundo nombre. O, al menos, así era como se explicaba él el hecho de haberse hallado junto al túnel en el que se estrelló el coche de la princesa Diana. ¿Y acaso no era también cuestión de suerte el haber estado en Tulsa el mismo día del atentado de Oklahoma City? En cuestión de horas estaba allí, haciendo fotos exclusivas y enviándolas por cable al mejor postor.

      Después de eso, durante varios años, todo cuanto fotografiaba parecía volverse de oro, y los periódicos y las revistas le reclamaban sin descanso. A veces sólo llamaban para ver qué tenía disponible esa semana. Iba donde quería y fotografiaba cuanto le interesaba, desde enfrentamientos entre tribus africanas a ranas con patas que les salían de la puta cabeza. Y todo se lo quitaban de las manos en cuanto revelaba los negativos por el único motivo de que eran fotografías suyas.

      Después, las cosas cambiaron. Tal vez se le había agotado la suerte. Estaba hasta los huevos de desvivirse por estar en el sitio preciso en el momento justo. Harto de esperar que sucediera algo. Tal vez fuera hora de tomar cartas en el asunto. Estrujó los carretes. Ojalá fueran buenos.

      Cuando iba a volverse de nuevo hacia el cuarto oscuro, notó que la luz del contestador parpadeaba dos veces, indicando un mensaje que no era el de Curtis. En fin, tal vez a Parentino o a Rubins les gustaran las fotos que Curtis no quería.

      Sin soltar lo que llevaba en las manos, apretó el botón del contestador con el nudillo.

      –Tiene dos mensajes –recitó aquella voz mecánica que le crispaba los nervios–. Primer mensaje, grabado hoy a las 23:45.

      Ben miró el reloj de pared. Debía de haberse perdido la primera llamada justo antes de entrar.

      Se oyó un chasquido y una pausa; tal vez era alguien que se había equivocado de número. Luego, una educada voz de mujer dijo:

      –Señor Garrison, le llamo del servicio de atención al cliente de Taxi Amarillo. Espero que haya disfrutado de su viaje con nosotros esta noche.

      Los cartuchos de los carretes cayeron al suelo y rodaron en distintas direcciones. Ben se agarró a la encimera y miró fijamente el contestador. Ninguna compañía de taxis llamaba a sus pasajeros para ver si habían disfrutado del viaje. No, tenían que ser ellos. Lo cual significaba que habían pasado de llamar para insultarlo a seguirle los pasos. Y ahora querían que supiera que le estaban vigilando.

      16

      Justin Pratt esperaba fuera del aseo del McDonald. ¿Quién hubiera dicho que el local estaría tan lleno de gente a esas horas de la noche? Pero ¿dónde iban a ir si no los chicos? ¡Mierda! ¡Qué no daría por un Big Mac! El olor de las patatas fritas hacía que le rugieran las tripas y que la boca se le llenara de saliva.

      Se le había ocurrido sugerirle a Alice que compraran algo de comer. Pero se había dado cuenta de que iba a decirle que no antes de que ella arrugara la nariz y lo mirara con exasperación. Esa era una de las cosas que admiraba de ella: su férrea autodisciplina. Pero ¿qué mal podía haber en comerse una puta hamburguesa con queso?

      Tenía que andarse con ojo con las cosas que decía. Miró de nuevo a su alrededor. Estaba tomando la costumbre de comprobar si alguien podía oír sus pensamientos. ¿Qué coño le pasaba? Se estaba cagando de miedo.

      No podía creerse lo nervioso que estaba. Era como si no tuviera control sobre su cuerpo y sus pensamientos. Se rascó la mandíbula y se pasó los dedos por el pelo grasiento. Odiaba darse duchas cronometradas. El agua nunca se ponía caliente, y esa mañana habían pasado los dos minutos antes de que le diera tiempo a aclararse el champú.

      Se apoyó en la pared y cruzó los brazos para estarse quieto. ¿Por qué tardaba tanto Alice? Sabía que, en parte, su nerviosismo se debía a la falta de nicotina y cafeína. Nada de cigarrillos, ni de café, ni de hamburguesas. Joder, ¿es que se había vuelto loco?

      Justo entonces, Alice salió del aseo. Se había recogido el largo pelo rubio, dejando al descubierto algo más de su tersa piel blanca y sus labios carnosos, que eran de un rojo cereza sin necesidad de cosméticos. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse con los de Justin, y sonrió como nadie le había sonreído jamás. Y, una vez más, a Justin dejó de importarle