Alex Kava

Cazador de almas


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a la conclusión de que tener una hija adolescente era un inconveniente para su carrera de consejera delegada y soltera sin compromiso. Caroline sabía que él podía negarse a que su hija saliera de viaje en Acción de Gracias, y que ella no tendría nada que hacer al respecto. Así que lo había planeado todo de antemano con Emma. Había ilusionado a la cría y la había utilizado como a un peón. De ese modo a él no le quedaba más remedio que acceder. Caroline dirigía una próspera agencia de publicidad. ¿Cómo no iba a ser una experta en manipulación?

      Dejando a un lado sus sentimientos, Tully sabía que Emma necesitaba pasar algún tiempo con su madre. Había cosas de las que sólo podían hablar madre e hija, cosas para las que Tully se sentía un inepto y que le incomodaban sobremanera. Cierto, Caroline no era la persona más responsable del mundo, pero quería a Emma. Tal vez Tully sólo sentía lástima de sí mismo, porque iba a ser la primera vez desde hacía más de veinte años que pasaba Acción de Gracias solo.

      La puerta de un coche se cerró de golpe. Tully se incorporó, agarró el mando a distancia y bajó el volumen de la tele. Oyó que se cerraba otra puerta y esta vez se convenció de que el ruido procedía de la entrada de su casa. En fin, ahora le tocaba poner su cara de malas pulgas, esa expresión de cuánto-me-has-decepcionado. Se hundió de nuevo en el sillón y fingió estar pendiente de las noticias mientras oía cómo se abría la puerta de la casa.

      Se oyeron los pasos de más de una persona en la entrada. Se giró en el sillón y vio que la madre de Alesha entraba detrás de Emma. ¡Vaya! ¿Qué coño habría pasado esta vez?

      Se levantó, se sacudió las migas de la camiseta y los vaqueros y se limpió rápidamente la boca. Seguramente estaba hecho un asco. La señora Edmund, por su parte, estaba tan impecable como siempre.

      –Siento interrumpir, señor Tully.

      –No, le agradezco que haya traído a Emma –miró a su hija, que parecía azorada, pero no le quedó claro si estaba así por vergüenza o por preocupación. Últimamente, todo lo que hacía o decía delante de sus amigas o de los padres de sus amigas parecía avergonzarla.

      –Sólo he pasado para decirle que es culpa mía que Emma llegue tarde.

      Tully seguía mirando a Emma por el rabillo del ojo. Aquella cría era una manipuladora, igual que su madre. ¿Habría convencido a la señora Edmund para que fuera a disculparse? Tully cruzó los brazos y fijó toda su atención en aquella rubia menudita, que parecía un retrato envejecido de su propia hija. Si esperaba encubrir a Emma sin darle una explicación, iba lista.

      Tully esperó. La señora Edmund manoseó con nerviosismo la correa de su bolso y se echó hacia atrás un mechón de pelo rebelde. La gente, por lo general, no se ponía nerviosa a menos que se sintiera culpable por algo. Tully no se molestó en llenar el incómodo silencio, a pesar de que notó que Emma estaba rabiando. Sonrió a la señora Edmund y siguió esperando.

      –Querían ir a una concentración que había en uno de los monumentos en vez de ir al cine. Yo pensé que estaría bien. Pero luego había un atasco horroroso. Odio conducir por Washington. Me perdí un par de veces. Ha sido todo un lío tremendo –se detuvo y levantó la mirada hacia él para ver si bastaba con eso. Luego prosiguió–. Después, no las encontraba. Tuvimos que mandarnos mensajes para quedar en un sitio exacto y que fuera a recogerlas. ¡Menos mal que no llovió! Y con todo ese tráfico…

      Tully levantó una mano para atajarla.

      –Me alegro de que estén sanas y salvas. Gracias otra vez, señora Edmund.

      –Oh, por favor, debe empezar a llamarme Cynthia.

      Tully notó que Emma giraba los ojos.

      –Intentaré recordarlo. Muchísimas gracias, Cynthia –la acompañó hasta la puerta y esperó en el umbral hasta que la vio montar en su coche. Alesha lo saludó con la mano y su madre hizo lo mismo mientras daba marcha atrás, de modo que se distrajo y estuvo a punto de tragarse el buzón.

      Cuando Tully volvió a entrar, Emma había ocupado su sitio, había pasado una pierna por encima del brazo del sillón y estaba cambiando de canal. Tully le quitó el mando, apagó la tele y se puso delante de ella.

      –¿Habéis hecho ir a buscaros a la señora Edmund al centro? ¿No ibais a ir al cine?

      –Conocimos a unos chicos en la excursión y nos invitaron a esa concentración. Parecía divertido. Además, no hemos obligado a la señora Edmund a ir a buscarnos. Dijo que no le importaba.

      –Es casi una hora de camino. ¿Y qué clase de concentración era ésa? ¿No habría por casualidad drogas y alcohol?

      –Relájate, papá. Era un rollo religioso, con muchas canciones y palmas.

      –¿Y se puede saber qué pintabais Alesha y tú allí?

      Emma se incorporó en el sillón y empezó a quitarse los zapatos como si de pronto estuviera mortalmente cansada y quisiera irse a la cama.

      –Ya te he dicho que conocimos a unos chicos muy majos en la excursión, y que nos invitaron a ir. Pero era una lata. Acabamos paseando alrededor de los monumentos y hablando con unos chicos que conocimos.

      –¿Sólo chicos?

      –Bueno, había chicos y chicas.

      –Emma, pasear por los monumentos a esas horas de la noche puede ser peligroso.

      –Había un montón de gente, papá. Autobuses enteros. Montones de turistas frotando como locos sus trocitos de papel en la pared y haciendo fotos a mogollón con sus cámaras de usar y tirar.

      Tully recordó que por las noches había visitas guiadas por los monumentos. Emma probablemente tenía razón. Seguramente corrían tan poco peligro como a plena luz del día. Además, ¿los monumentos no estaban vigilados veinticuatro horas al día?

      Emma le sonrió.

      –Has estado muy gracioso con la señora Edmund.

      –¿Qué quieres decir?

      –Por un momento pensé que ibas a castigarla sin salir –soltó una risita y Tully no pudo evitar sonreír.

      Acabaron mondándose de risa los dos, se comieron el resto de los aperitivos y se quedaron viendo el final de La ventana indiscreta de Hitchcock en Clásicos del Cine Americano. Sí, su hija era clavada a su madre. Ya sabía qué teclas tocar. Y Tully se preguntaba de nuevo si alguna vez llegaría a ser un buen padre.

      18

      Justin fingía dormir. El autobús Greyhound reciclado había quedado por fin en silencio, y el runrún del motor y el traqueteo de las ruedas lo acunaban dulcemente. Menos mal que habían dejado de sonar los putos espirituales negros. Aguantar las «salve el Señor» y los «mandamientos de Jehová» en el interminable mitin había sido más que suficiente. Le estallaría la cabeza si tenía que escuchar aquella mierda durante las tres horas del viaje de regreso.

      Había reclinado el asiento de modo que, con los ojos entornados, podía vigilar a Brandon y a Alice. Se habían sentado juntos, una fila detrás de él, al otro lado del pasillo. El interior del Greyhound estaba en penumbra, salvo por la diminuta pista de aterrizaje que formaba la hilera de luces del suelo. Apenas veía la silueta de Alice, que tenía la cabeza girada y estaba mirando por la ventanilla. Estaba así desde que habían salido de Washington. Incluso en los momentos en que los demás hablaban a grito pelado, Justin sólo la había visto mover los labios cuando, a veces, giraba la cabeza. Si no, Alice seguía con la mirada fija en la ventanilla. Tal vez ella tampoco soportaba a Brandon. A fin de cuentas, uno podía hacerse ilusiones, ¿no?

      Con el asiento reclinado, veía a Brandon bastante bien. No le quitaba ojo a sus manos. Sería mejor que aquel capullo las mantuviera apartadas de Alice. De vez en cuando, a la luz de los faros de los coches que circulaban en sentido contrario, vislumbraba su cara. Parecía satisfecho. Tan satisfecho como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. A Justin todavía le cabreaba que, al entrar en el autobús, Brandon le hubiera apartado de un empujón para sentarse junto a Alice como si aquel asiento estuviera reservado