Alex Kava

Cazador de almas


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aún no –miró por la ventana, fingiendo que vigilaba.

      Lo cierto era que se había olvidado de Brandon y que no le importaba si aparecía o no. No se explicaba por qué coño su hermano Eric hacía tan buenas migas con aquel tipo. Brandon no se parecía nada a Eric. De hecho, Justin deseaba que Brandon desapareciera de la faz de la tierra. Estaba harto de él y de su actitud de machito, de casanova y de mirad-cómo-molo. Y le importaba una mierda que fuera el preciado sucesor del Padre.

      Justin tampoco entendía por qué Brandon tenía que pegarse siempre a Alice y a él. El muy capullo podía ligar con cualquier chica que le apeteciera. ¿Por qué coño no dejaba en paz a Alice? Claro, que Justin sabía que el Padre insistía en que ningún miembro de la iglesia viajara solo. Y, como Justin no era todavía un miembro de pleno derecho, se consideraba que cualquiera que viajaba con él viajaba solo.

      Eric había intentado explicarle las normas y todo ese rollo, pero entonces el Padre mandó a Justin al bosque casi una semana. Decía que era un ritual de iniciación, y Eric no había rechistado, aunque Justin todavía no entendía qué tenía que ver con iniciarse en algo el hecho de acampar al aire libre, dormir en el suelo y comer latas de alubias frías.

      Por suerte, se internó en el Parque Nacional de Shenandoah y se encontró con unos excursionistas que acabaron acogiéndole y dándole de comer. Le preocupaba haber ganado peso, en lugar de parecer el pajarito consumido y asustado que el Padre esperaba encontrar a su regreso. Por desgracia, cuando volvió, Eric se había ido; le habían mandado a una misión de alto secreto de la que no podía hablarse. Justin odiaba todo aquel teatro. Le parecía una gilipollez.

      Alice se sentó a esperar en un asiento que hacía esquina. Justin vaciló. Le apetecía sentarse a su lado. Podía aprovechar la excusa de que tenía que estar pendiente de Brandon, pero eso ya lo estaba haciendo Alice, que parecía vigilar con tanto empeño que Justin odió de nuevo a Brandon por robarle su atención.

      Se deslizó en el otro lado del asiento y paseó la mirada por el restaurante para ver si a alguien le molestaba que hubieran ocupado un asiento sin pedir nada. El local estaba lleno de clientes trasnochadores en busca de una cena rápida. Hacía largo rato que había pasado la hora de cenar. Con razón le dolía el estómago. No había tomado nada desde el almuerzo, excepto el bocado que le había dado al bollo de Ginny. Y, además, el arroz pegajoso y las judías que le daban de comer no le quitaban el hambre por mucho tiempo, a pesar de que parecían pegársele a las paredes del estómago. ¿Cómo coño podían comer esa bazofia día tras día? Y, encima, como estaban de viaje, la ración de ese día se había servido fría. ¡Qué asco! Todavía notaba el sabor en la boca.

      Alice, que parecía haberse dado cuenta de que tal vez estuvieran allí un buen rato, se quitó la chaqueta. Justin hizo lo mismo mientras intentaba no mirarle las tetas. Aun así, no pudo evitar pensar en lo buena que estaba con aquel jersey rosa tan ajustado.

      Ella metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la abultada bolsita de cuero; al dejarla sobre la mesa, las monedas tintinearon. Justin pensó en preguntarle si podían pedir al menos un par de coca-colas. Alice había usado sólo una moneda de un cuarto de dólar para hacer la llamada telefónica que parecía constituir una parte importante de su misión. Pero sólo había dejado un breve mensaje: un absurdo mensaje en clave sobre no sé qué viaje en taxi.

      Justin no intentó averiguar de qué se trataba. Lo cierto era que no le interesaban mucho las actividades, ni las creencias religiosas del grupo. Ni siquiera sus viajes, a decir verdad. Él sólo quería estar con Alice. Y, además, no tenía mejor sitio donde ir.

      Se había largado de casa hacía casi un mes, y dudaba que a sus padres les importara una mierda que se hubiera ido. Quizá ni siquiera habían notado su ausencia. Desde luego, no pareció importarles que Eric se fuera de casa. Lo único que dijo su padre fue que Eric tenía edad suficiente para buscarse la vida, si eso era lo que quería. Pero a Justin no le apetecía pensar en ellos. Ahora no. Ahora estaba sentado frente a la única persona que le hacía sentirse especial.

      Alice le sonrió de nuevo, pero esta vez señaló hacia atrás.

      –Ya viene.

      Brandon se sentó en el asiento, junto a ella. Abultaba tanto que la estrujó contra la pared. A ella no pareció importarle, pero Justin cerró los puños y escondió las manos bajo la mesa.

      –Siento llegar tarde –masculló Brandon, aunque Justin sabía que no lo decía en serio. Los tipos como Brandon decían «lo siento» con la misma facilidad con que otras personas preguntaban «¿qué tal?».

      Justin observó a aquel tipo pelirrojo y alto que le recordaba a ese actor muerto que hacía de rebelde en las películas. James Dean. Brandon giraba la cabeza a un lado y otro; lo miraba todo, menos a ellos. Justin miró hacia atrás. ¿Le preocupaba que alguien lo hubiera seguido? Eso parecía. No paraba de mirar hacia todos lados. Parecía que estaba pedo, pero Justin sabía que eso era imposible. Brandon se las daba de rebelde, pero no se atrevía a contrariar al Padre. Y las drogas estaban prohibidas.

      –Tenemos que volver al autobús –dijo Alice amablemente, en voz baja–. Los otros estarán esperando.

      –Espera que recupere el aliento –Brandon vio la bolsa de monedas y echó mano de ella–. Me vendría bien beber algo.

      Justin aguardó a que Alice reprendiera a Brandon con suave severidad. Pero ella se quedó mirándole las manos. Entonces Justin vio lo que la había dejado pasmada. Brandon tenía algo pegado en los nudillos de la mano izquierda. Algo rojo y oscuro que parecía sangre.

      17

      Reston, Virginia

      R. J. Tully mantuvo apretado el botón del mando a distancia y vio cómo iban pasando uno tras otro los canales. Nada de lo que ponían en televisión podía apartar su atención del reloj de la pared, que marcaba ya las doce y veinte. Emma llegaba tarde. Otra noche que quebrantaba el toque de queda. Se acabó, no volvería a tirarse el rollo, fuera cual fuese su excusa. Había llegado el momento de hacerse el duro. Si pudiera descubrir una parte mecánica en sus entrañas que tomara el control sin que los sentimientos se pusieran en medio…

      En noches como aquélla era cuando más echaba de menos a Caroline. Lo cual seguramente era señal inequívoca de que la paternidad le estaba sacando de quicio. A fin de cuentas, ¿no debería un tipo como él, con sangre en las venas, echar de menos las largas e incitantes piernas de su ex mujer, o incluso su deliciosa lasaña? Había una lista entera de cosas que podía añorar, aparte de su capacidad para sentarse a su lado y asegurarle tranquilamente que a su hija no le había pasado nada. A Caroline siempre se le ocurrían formas imaginativas de castigar a Emma. Siempre atinaba en lo que sabía que fastidiaría más a su hija. Cosas sencillas, como hacerle doblar todos los calcetines de la casa durante un mes entero; cosas que a él no se le habrían ocurrido ni en un millón de años. Doblar calcetines estaba bien cuando Emma tenía ocho o nueve años y la pillaban montando en bici más allá de los límites territoriales que le habían marcado. Pero, a los quince años, resultaba cada vez más difícil que hiciera caso, y mucho más encontrar formas eficaces de meterla en vereda.

      Tully se pasó una mano por la cara, intentando sacudirse el sueño y el cabreo. Estaba cansado. Por eso estaba tan irritable. Dejó la tele puesta en Fox News y cambió el mando a distancia por la bolsa de ganchitos de maíz que había dejado sobre la mesa baja de segunda mano. Tuvo que incorporarse un poco para hacer el cambio, y sólo entonces notó que tenía la camiseta de los Indians de Cleveland llena de migas y polvillo de los aperitivos. ¡Mierda! ¡Qué desastre! Pero no se molestó en sacudirse la camiseta. Por el contrario, se recostó en el sillón. ¿Había algo más patético que estar allí sentado, un sábado por la noche, comiendo porquerías y viendo las noticias de madrugada?

      La mayoría de los días no tenía tiempo para compadecerse de sí mismo. Pero la llamada de Caroline le había sacado de sus casillas. No, la verdad es que le había jodido a base de bien. Su ex mujer quería que Emma pasara Acción de Gracias con ella, y le iba a mandar el billete de avión por mensajero el lunes.

      –Ya