región de prosperidad más antigua, donde los negros han sido buscados desde el siglo XV para colmar el vacío demográfico provocado por el derrumbe de la población indígena, asistimos a un momento más avanzado del proceso que sólo ha comenzado a vivirse en el Litoral. En uno y otro sector es evidente que la existencia de la esclavitud no es suficiente para arrinconar a los africanos en los niveles sociales y de actividad a los cuales fueron destinados.
No por eso ingresan los negros, mediante la emancipación, a una sociedad abierta a nuevos ascensos. Por el contrario, una vez libres son incorporados a una estructura social que se juzga, de acuerdo con la expresión llena de sentido que se aplicaba a sí misma, dividida en castas… Por una parte estaban los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por otra los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallaban exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas (aunque su estatuto jurídico era diferente, ya que los españoles no pagaban el tributo, del que en la metrópoli sólo se eximían los nobles, y su situación real lo era aún más). El resto (negros libres, mestizos, mulatos, zambos, clasificados en infinitas gradaciones por una conciencia colectiva cada vez más sensible a las diferencias de sangre, que llegó a distinguir no menos de treinta y dos grados intermedios entre la sangre española y la indígena) vive sometido a limitaciones jurídicas de gravedad variable; en escuelas, conventos, cuerpos militares, la diferenciación de casta se hace sentir duramente: los descendientes de los conquistadores entienden pertinente reservarse los oficios de República.
Estas rígidas alineaciones según castas son sin embargo relativamente recientes; en el siglo XVII han pesado más que en el XVI, y en el XVIII aún más que en el anterior. La consecuencia es que la condición jurídica del español no va necesariamente acompañada de un origen étnico tan puro como la definición tenida por válida lo requeriría: no es extraño, por ejemplo, que los viajeros de fines del siglo XVIII encuentren en Buenos Aires una proporción de mestizos y mulatos mayor de lo que los registros censales permitirían suponer.[36] Otra consecuencia es que la usurpación de la casta, y en grado menor la adquisición legal del estatuto de español, siguen siendo posibles. La primera se alcanza sencillamente por traslado a lugares donde el origen del emigrante es desconocido; según testimonios de los que no tenemos motivo para dudar, este recurso era utilizado con alguna frecuencia, sobre todo por mulatos claros; su mismo empleo nos revela qué eficacia podía alcanzar la barrera establecida por el sistema de castas. La adquisición legal del estatuto de la casta superior –obtenida mediante declaratoria judicial– costaba principalmente dinero (para el procedimiento, en sí mismo costoso; para los testigos, que debían gozar de algún prestigio, y que declaraban conocer al peticionante y poder atestiguar su limpio origen); por otra parte, no aseguraba al beneficiario contra todas las acechanzas; siempre existía la posibilidad de que nuevas denuncias –a veces demasiado bien fundadas– quebrasen una carrera pública o profesional apoyada en una endeble declaratoria de pureza de sangre.
Esta se confundía con la condición de hidalgo. Fundamentalmente en el campo jurídico hemos visto ya cómo todos los españoles de Indias estaban exentos del tributo, y esa exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía; del mismo modo que en Vizcaya, en las Indias se creyó posible deducir que todos los eximidos eran en efecto de condición hidalga. He aquí un aspecto de lo que se ha llamado la democratización de la sociedad española en Indias (otro es la extrema popularización, y aun desvalorización del título de don). Pero esa democratización es ambigua: crea un sector socialmente alto más extenso que el de la metrópoli, pero no disminuye la distancia social entre este sector y los restantes. En Hispanoamérica, con más éxito que en la metrópoli, una concepción de la nobleza apoyada sobre todo en la noción de pureza de sangre se contrapone a la que reserva la condición de nobles a un número de linajes cuyos miembros tienen en la economía y en la sociedad funciones precisas.
Esa concepción ubica entonces en el nivel más alto a un sector excepcionalmente numeroso de la población (en el Interior giraba alrededor del tercio del total; en el Litoral la proporción era aún más elevada). Este sector se denomina a sí mismo noble, y se tiene por tal; el mismo uso de esta caracterización tardará bastante en desaparecer: lo hallamos todavía en 1836 empleado por el aparato judicial de La Rioja, en el proceso seguido contra los participantes de una conspiración antirrosista; su empleo al margen del lenguaje burocrático será aún más duradero; un observador que visitaba La Rioja en la década del sesenta hablará del ex gobernador rosista Bustos como del “único noble” de la provincia.[37]
Esta línea divisoria, teóricamente la más importante dentro de la sociedad virreinal, no parece amenazada por la presión ascendente de los que legalmente son considerados indios. Sin duda la división de las zonas rurales en pueblos de indios y de españoles –que se mantiene desde Jujuy hasta Córdoba y Cuyo–, aunque rica en consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal a la repartición étnica de la población campesina; en casi todos los casos reproduce aún menos adecuadamente diferencias culturales: salvo en el extremo norte, los pueblos de indios, habitados por mestizos como sus vecinos los de españoles, conservan muy poco del legado prehispánico (el empleo corriente de lenguas indígenas –el quichua en Santiago del Estero, el guaraní en Corrientes y el norte de Entre Ríos– no debe engañar en cuanto a esto). De todos modos, la diferenciación se mantiene muy viva en la conciencia colectiva; varias décadas después de la supresión por la revolución de las diferencias de casta, el párroco de Santa María, en Catamarca, anota de modo casi clandestino, marginalmente y con lápiz, la casta a la que pertenecen los párvulos a los que bautiza; en La Rioja, en la segunda década revolucionaria, el viajero inglés French distingue escrupulosamente los pueblos de españoles y de indios que atraviesa; en la década del sesenta, en la misma Rioja, el caudillo federal Chumbita es considerado por todos como indio, como la mayor parte de sus secuaces, provenientes en efecto de los antiguos pueblos de indios del Famatina.
Sin duda ya en el siglo XVIII la organización de los pueblos de indios ha entrado en crisis; dicha crisis ha dejado en los archivos huellas más perceptibles que la vivida por las zonas rurales del Interior pobladas por quienes eran legalmente españoles: aquí la presión transformadora se oponía a un régimen jurídico que intentaba mantener a las poblaciones indígenas semiaisladas dentro del sistema económico virreinal, conservarles –con intención en parte tutelar– una estructura comunitaria que correspondía también ella muy mal a las apetencias que el nacimiento de la nueva economía estaba logrando despertar aun en los rincones más apartados del virreinato.
La crisis de los pueblos de indios –perceptible con suma claridad en Santiago del Estero, donde reproduce en escala menor la despoblación de las Misiones– tiene dos etapas: su incorporación, pese a todas las prohibiciones, a los mismos circuitos comerciales que los españoles, y a menudo la emigración de parte de sus habitantes, consecuencia indirecta de esa misma incorporación que revela la existencia de nuevas necesidades, imposibles de satisfacer dentro de las condiciones económicas locales.[38] Pero los indios que abandonan sus pueblos se incorporan a la sociedad española en niveles muy bajos; no tienen posibilidades muy precisas –ni al parecer apetencias– de ascenso. La frontera de la nobleza no es amenazada por la presión de este grupo: hemos visto ya que, por el contrario, está menos defendida contra la de los africanos emancipados. La causa es fácil de explicar: incluso cuando se hallan sometidos a la esclavitud, los negros desarrollan un conjunto de actividades más propicias al ascenso social que las de los indios, casi siempre labradores en tierras marginales. Los negros forman un grupo predominantemente urbano (sólo en algunas zonas de riqueza concentrada –y casi siempre en tierras eclesiásticas–, es posible a los propietarios cultivar sus tierras con mano de obra esclava; es el caso de Córdoba y de algunos rincones del norte de Buenos Aires); aparte de la esclavitud doméstica, sus tareas son sobre todo artesanales. La esclavitud misma no impide que los africanos mezclen su sangre dentro de la plebe urbana; los mulatos terminan por ser, en casi todas partes, la amenaza externa más grave para esa organización social según castas que se consideraba vigente.
Pero