el contrario, el ascenso económico y social dentro de la estructura local es muy difícil. Y por más que esos elementos nuevos sean aquí más independientes con respecto a la administración virreinal, sus actitudes son esencialmente conservadoras; sólo un reducido sector del gran comercio muestra –como ya se ha visto– tendencias más innovadoras. Pero este sector, cuya debilidad a largo plazo se ha puntualizado, carece por otra parte de prestigio, y no sin motivo: está demasiado ligado a un clima de aventurerismo comercial que ya ha atraído a Buenos Aires a más de un mercader extranjero de poco claro pasado.
En la campaña litoral la sociedad que surge está en cambio más tocada por las innovaciones económicas; lleva sobre todo el sello de esta influencia la zona de la nueva ganadería. En este lugar la unidad básica es la estancia de ganados, incompatible con la existencia de estructuras familiares comparables en solidez no sólo al modelo europeo sino aun a las que se dan en el Interior. El núcleo de trabajadores agrupados en la estancia es fuertemente masculino, su estabilidad es escasa; las relaciones entre los sexos llevan la huella de ese clima económico: aun un solterón impío como don Félix de Azara se cree obligado a horrorizarse por su estilo promiscuo y por las precoces y ricas –aunque no siempre gratas– experiencias que acumulan en la pampa las hoscas muchachas crecidas entre hombres.[44]
Menos cómodamente que la estructura familiar, el refinado sistema de diferenciaciones sociales –dotado de plena vigencia en el Interior– se mantiene en las ciudades del Litoral pese a su desajuste con un estilo de economía más moderno. El mismo Azara descubre entre los pastores de las pampas una total indiferencia para las variedades étnicas que –reales o sólo nominales– están en la base de las diferenciaciones sociales en el resto de la comarca. Esto es inevitable, teniendo en cuenta que no es infrecuente que en ausencia del patrón la autoridad máxima en la estancia de ganados sea un capataz mulato o negro emancipado, cuando las hijas de ese capataz, habitante estable, son buscadas por los peones conchabados con un afán provocado a la vez por la escasez y por el prestigio social que las rodea. Pero la estancia no fija la única jerarquía social válida en esta región en progreso tumultuoso; estructuras de comercialización que se continúan con frecuencia en modos de comercio ilícito y aun en actividades de bandidaje crean otras aún menos institucionalizadas. En esta zona que es a la vez la más moderna y la más primitiva de la región rioplatense, la riqueza, el prestigio personal, superan a las consideraciones de linaje.
Las zonas cerealeras y de pequeña ganadería aparecen a la vez mucho más ordenadas y más tradicionales. La agricultura litoral es, por su origen, derivación de la del Interior; el estilo de los cultivos, las dimensiones de la explotación, repiten en estas vastas extensiones desiertas el modelo elaborado en los estrechos oasis regados de las provincias de arriba. Hay razones decisivas para ello: la primera es la dificultad de cercar los campos, la dificultad aún mayor de defenderlos de otro modo de las devastaciones del ganado que obligaban a reducir las dimensiones de la explotación. La carestía de la mano de obra asalariada incidía en el mismo sentido; su costo era lo bastante alto y su rendimiento lo bastante bajo como para que, aun pocos años antes de la revolución, los propietarios que poseían los recursos para comprarlos prefiriesen acudir a los esclavos; los pequeños cultivadores cerealeros sólo podían en esta situación reducir al mínimo las necesidades de peones, reduciendo también el tamaño de la explotación.
A esa solución se orientaban con tanta mayor facilidad en cuanto ellos mismos traían tras de sí la experiencia de la agricultura de oasis del Interior: los distritos cerealeros de la campaña porteña eran punto de llegada de una constante corriente inmigratoria; aun en 1868 Bartolomé Mitre evocaría ante los pobladores de Chivilcoy, sabiendo que les decía algo grato, al primero que sembró el trigo en la campaña porteña, que fue sin duda “algún pobre santiagueño”.[45] Tampoco hallaban elementos nuevos en la relación en que venían a hallarse con los comercializadores: del mismo modo que en el Interior, estos dominaban por entero la región del cereal y la de explotaciones ganaderas comparativamente pequeñas, en la campaña de Buenos Aires.
Ahora bien, la influencia de este sector hegemónico no jugaba un papel estabilizador tan sólo en el aspecto económico (como hemos visto, su predominio se apoyaba en la existencia de un mercado de consumo sustancialmente estático, el de Buenos Aires). Su hegemonía contribuía además a dar a la sociedad en estas zonas rurales un carácter a la vez más urbano y más tradicional de lo que sería esperable. De los niveles más altos de esa sociedad nos ha dejado un cuadro apenas esbozado pero suficientemente claro el inglés Alexander Gillespie que –prisionero después de 1806– fue sucesivamente confinado en San Antonio y Salto de Areco, en el rincón noroeste de la campaña de Buenos Aires. Alojado en su condición de oficial en las casas más decorosas, se instaló en San Antonio en el granero de propiedad de un comerciante y acopiador; en Salto pasó de la casa de un teniente-alcalde dueño de tienda a la de otro tendero, un portugués. El inventario de las relaciones establecidas por Gillespie en la clase alta rural era igualmente revelador: los contactos más frecuentes los tenía con un molinero próspero y con otro comerciante portugués enriquecido en tratos algo turbios con los indios; junto con ellos no faltaban los funcionarios subalternos que utilizaban su situación para obtener lucros adicionales mediante la práctica regular del comercio; también había clérigos ilustrados y otros que no parecían serlo tanto…[46]
Aquí, como en las ciudades del Litoral, las jerarquías sociales se distribuyen sin seguir rigurosamente líneas de casta; no por esto son demasiado rápidamente afectadas por un proceso de modernización económica cuya incidencia es por otra parte muy variable: por el contrario, su persistencia misma contribuye a mantener a esa modernización en niveles superficiales. Tal como en las ciudades litorales, la crisis del orden social apoyado en la hegemonía de los grupos mercantiles sólo se dará aquí luego de que la revolución haya consolidado las consecuencias del comercio libre.
Una división social según castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a los cambios económicos en el Litoral (salvo en la zona de ganadería nueva), parecen entonces definir el entero panorama de la comarca rioplatense. ¿Es este cuadro satisfactorio? A primera vista coincide bastante poco con los que más de una vez se han trazado para rastrear en la sociedad colonial no sólo las tensiones que llevarían a la crisis revolucionaria sino ciertos rasgos que anticiparían en ella tendencias igualitarias propias del futuro orden republicano. Y sin duda estos rasgos aparecen confirmados por testimonios particularmente sagaces acerca de los últimos tiempos coloniales. Azara ha insistido en el sentimiento de igualdad vigente entre todos los blancos del área rioplatense, al margen de sus diferencias económicas; ha subrayado la ausencia de una aristocracia titulada y aun de una clase terrateniente dotada de viejo prestigio que hiciese sus veces. Estas observaciones, referidas al Litoral, y en especial a sus zonas de más nueva población, pueden sin embargo ser integradas con otros testimonios del mismo Azara, que nos muestran las tensiones que un rígido sistema de desigualdades crea en una sociedad a primera vista igualitaria. Sin duda las nuevas tierras ganaderas conocen una igualdad más auténtica que las de colonización más antigua; sin duda en ellas las diferenciaciones de casta no cuentan y las economías no están aún institucionalizadas y son extremadamente fluidas. Pero no sólo esta zona es relativamente marginal, no sólo engloba a una parte pequeña de la población rioplatense; la igualdad que en ella rige se parece mucho a la de los parias: sus habitantes son globalmente menospreciados por los de las tierras que conocen un orden mejor consolidado. Luego de la revolución, la imagen que se difunde desde Buenos Aires de los jefes rurales del nuevo Litoral ganadero mostrará muy bien qué reservas despiertan: Artigas, hijo de un alto funcionario, heredero de tierras y ganados, es presentado como un bandolero que gusta del saqueo porque no tiene nada que perder; el entrerriano Ramírez, hacendado, hijo de hacendado y luego hijastro de un acaudalado comerciante es, según sus enemigos de la capital, un famélico ex peón de carpintería que quiere llegar a más. A través de estas fantasías denigratorias se muestra muy bien hasta qué punto las jerarquías que la riqueza y el poder están improvisando en las zonas de nueva ganadería, todavía relativamente accesibles para quienes sepan aprovechar las