y suburbanos que exigen para su mantenimiento tropas de esclavos (en la ciudad de Córdoba son las congregaciones las mayores propietarias de negros) dan a los cuerpos eclesiásticos un indiscutible arraigo en la realidad económica virreinal. A él deben también una parte de su influjo social: en torno de los conventos se mueve una densa clientela plebeya, no necesariamente indigente, pero a menudo colocada al margen, y no sólo al margen, de la mala vida. La posesión por parte de las órdenes de inmunidades casi siempre mal definidas, que son motivo de eternas disputas con el poder civil pero aseguran protección relativamente eficaz frente a este, mantiene la cohesión de estos grupos.[50]
De este modo, en esa sociedad rígidamente jerarquizada, la iglesia y las órdenes aseguran un contacto inesperadamente estrecho entre lo más alto y lo más bajo de esa jerarquía. Esa contracara plebeya que presenta la sociedad virreinal rioplatense es también típicamente barroca: el desgarrado estilo de vida popular, y en primer término la insolencia de la plebe urbana, son rasgos que la metrópoli conoce muy bien y que en las ciudades litorales se acentúan porque la extrema facilidad de la vida hace a la plebe menos dependiente de los grupos más prósperos y le permite gozar más libremente de la situación del paria que acepta su destino. Es la abigarrada multitud sin oficio, son las mujeres que no tejen como en el norte lanas y algodones, que viven también ellas en la calle, es la muchedumbre de vagos y vendedores ambulantes que pulula en los fosos secos de la fortaleza de Buenos Aires, donde el señor virrey intenta como puede reproducir el estilo de la corte madrileña. Esa humanidad sobrante, demasiado numerosa en ciudades ellas mismas demasiado populosas para sus funciones, alarmó justamente –ya lo hemos visto– tanto a los celosos funcionarios de la corona como a nuestros primeros economistas, que deploraban sobre todo el derroche de una fuerza de trabajo demasiado escasa. Pero la excesiva concentración urbana, propia por otra parte de las sociedades ganaderas, se traduce por el momento en este rincón austral en la imagen muy hispánica de una plebe andrajosa, despreocupada y alegre.
Así, aun en esas ciudades litorales más tocadas por la renovación económica, esta parecía todavía incapaz de lograr transformaciones importantes en la sociedad y el estilo de vida. Sin embargo, la economía influía aún, de modo más secreto, en esas transformaciones. El surgimiento de posibilidades económicas cada vez más amplias, abiertas a una población incapaz de crecer con el mismo ritmo, imponía a esta expandirse cada vez más en un territorio demasiado vasto, ocupándolo de modo cada vez más tenue. Sesenta años antes de que Sarmiento propusiese la primera formulación clásica sobre los efectos que tenía la escasez de población sobre el estilo de vida rioplatense, el obispo de Córdoba San Alberto llegaba a conclusiones que anticipaban en lo esencial las de Facundo: la falta de población densa llevaba a una suerte de disolución de los lazos sociales, cuyas consecuencias lo alarmaban sobre todo en el aspecto político y religioso.[51] El obispo cordobés tenía ante sus ojos principalmente su diócesis, cuya población rural era más densa que la del Litoral; en la campaña de esta última región la escasez de población y la rapidez del progreso económico se unían para alcanzar las consecuencias más extremas.
Ya hemos visto cómo incidían esos factores en las costumbres sexuales del Litoral ganadero; de hecho la estructura familiar metropolitana –y también la vigente en el Interior, de la que sabemos muy poco– era imposible de mantener en esos grupos humanos reunidos de modo inestable en torno a la estancia. Una consecuencia de ello es el carácter más masculino de la sociedad litoral respecto de la del Interior; acaso por herencia indígena, perpetuada gracias a la participación de las mujeres en actividades económicamente importantes (en la agricultura; sobre todo en la artesanía doméstica), la vida del Interior estaba marcada por una gravitación femenina más intensa que en la metrópoli: la guerra de Independencia, las guerras civiles nos mostrarán a mujeres encabezando batallones y acaudillando a campesinos (aunque nunca alcanzarán establemente nivel de caudillos provinciales);[52] esta participación tan activa en la vida pública prolonga la que tienen tradicionalmente en la vida económica: recorriendo los libros notariales de ese rincón perdido de Catamarca que es Santa María se advierte cómo la propiedad de la tierra se halla (sobre todo para los pequeños propietarios más pobres) en manos predominantemente femeninas; todavía para mediados del siglo XIX ese admirable observador que fue Martín de Moussy iba a descubrir cómo, a medida que marchaba hacia el Interior, hallaba cada vez más frecuentemente a las mujeres atendiendo las tiendas; desde la masculina Buenos Aires hasta Santa Fe, Córdoba y Salta la progresión era evidente.
En el Litoral no se daba nada de eso: aquí las mujeres del pueblo no son adictas al huso y al telar; además, en la campaña, estas son singularmente escasas. Pero esa mayor masculinidad (vinculada por una parte a la incorporación más segura a una economía de mercado, que marginaba las actividades artesanales de consumo doméstico, y por otra a la agrupación de los pobladores de acuerdo con necesidades inmediatas de la economía ganadera) era acaso la menos importante de las peculiaridades visibles en el Litoral, y sobre todo en sus zonas rurales. La estructura eclesiástica, más aún que la familiar, sufría las consecuencias de la expansión territorial con endeble base demográfica. Las críticas a una organización eclesiástica que concentra los esfuerzos allí donde son más fáciles pero menos necesarios (en torno a las catedrales y sus prebendas, en los conventos urbanos) repiten sin duda en el Río de la Plata otras muy usuales en la metrópoli, pero la situación en el Litoral es en este aspecto particularmente grave: los observadores, si bien ponderan la natural devoción de los pastores de la pampa, subrayan que esta sobrevive al margen de toda organización eclesiástica, y no deja de resentirse por ello.
He aquí un rasgo destinado a durar, pese a los esfuerzos de los sucesivos gobiernos independientes por llevar a la iglesia a la campaña. En esa imagen tan compleja de la sociedad ganadera hacia 1870 que nos ofrece el Martín Fierro, si bien el estado y sus agentes están ya dominando con su siniestro poder el panorama, los eclesiásticos faltan aún por entero (sólo aparece uno, mencionado de manera indirecta, y muy característicamente por el moreno, perteneciente a un grupo que en la campaña ganadera mantiene mejor los contactos con la vida urbana). He aquí un caso extremo de una situación que se da ya en la conquista de América, y cuya significación ha sido subrayada para ese momento inaugural por Marcel Bataillon: la ruptura de los lazos sociales metropolitanos que se da en la América del quinientos provoca una disminución del prestigio de las creencias colectivas de la España conquistadora (reflejada, por ejemplo, en los muchos testimonios de ateísmo espontáneo, no influido por posiciones impías de tradición erudita, que han conservado los registros inquisitoriales).
Pero ahora la ruptura es más honda, y la pérdida de una tradición cultural alcanza estratos insospechablemente profundos de la vida humana: Azara nos ha dejado un cuadro muy impresionante de esa vida reducida a lo más primitivo y elemental. Ese primitivismo de la zona ganadera litoral no es –como se tenderá abusivamente a interpretarlo– una recaída en la barbarie: fruto del contacto de una zona excepcionalmente pobre en recursos humanos con la Europa en avance industrial y comercial, la organización de la campaña ganadera es –se ha visto ya– a la vez muy primitiva y muy moderna. Falta entonces aquí toda esa abigarrada riqueza de cultura popular que estudiosos menos hostiles aprenden a descubrir tras situaciones descritas como bárbaras. El primitivismo ganadero no es por casualidad contemporáneo del que surge en los nuevos distritos industriales metropolitanos; como aquel incluye, por ejemplo, una imagen inesperadamente abstracta de la naturaleza, estructurada con criterios económicos. Amado Alonso ha logrado encontrar la huella de esta actitud en el lenguaje usado en las zonas ganaderas más tradicionales de la campaña porteña, hacia 1930. Incluye también como consecuencia de la falta de una cultura popular auténticamente vigente, una extrema vulnerabilidad a las innovaciones; aquí también el lenguaje conserva su huella, y las anotaciones de Alonso pueden completarse en este punto con testimonios retrospectivos y coincidentes. Dicha apertura a la innovación explicará en parte la rápida politización de la zona ganadera litoral; la facilidad para aceptar la nueva imagen de sí mismos que la revolución les proporcionaba se vinculaba, sin duda, en los pobladores de las tierras ganaderas del Litoral a la falta de una imagen previa