hay que recurrir al ya citado Juan de Madrid, uno de los más activos y al propio tiempo más guasones historiógrafos de la vida elegante, hombre tan incansable en el comer como en el describir opulentas mesas, y saraos espléndidos. Llevaba el tal un Centón en que apuntando iba todas las frases y modos de hablar que oía á don Francisco Torquemada (con quien trabó amistad por Donoso y el Marqués de Taramundi), y señalaba con gran escrúpulo de fechas los progresos del transformado usurero en el arte de la conversación. Por los papeles del Licenciado sabemos que desde Noviembre decía D. Francisco á cada momento: así se escribe la historia, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamos justos. Estas formas retóricas, absolutamente corrientes, las afeaba un mes después con nuevas adquisiciones de frases y términos no depurados, como reasumiendo, ínsulas, en el actual momento histórico, y el maquiavelismo, aplicado á cosas que nada tenían de maquiavélicas. Hacia fin de año se daba lustre el hombre corrigiendo con lima segura desatinos usados anteriormente, pues observaba y aprendía con pasmosa asimilación todo lo bueno que le entraba por los oídos, adquiriendo conceptos muy peregrinos, como: no tengo inconveniente en declarar... me atengo á la lógica de los hechos. Y si bien es cierto que la falta de principios, como observa juiciosamente el Licenciado, le hacía meter la pata cuando mejor iba discurriendo, también lo es que su aplicación y el cuidado que ponía al apropiarse las formas locutorias, le llevaron en poco tiempo á realizar verdaderas maravillas gramaticales, y á no hacer mal papel en tertulia de personas finas, algunas superiores á él por el nacimiento y la educación, pero que no le superaban en garbo para sostener cualquier manoseado tema de controversia, al alcance, como él decía, de las inteligencias más vulgares.
Es punto incontrovertible que dejó pasar Cruz todo Septiembre y parte de Octubre, sin proponer á su hermano político reforma alguna en la disposición arquitectónica de la casa; pero llegó un día en que con toda la suavidad del mundo, sabiendo que ponía las primeras paralelas para un asedio formidable, lanzó la idea de derribar dos tabiques, con objeto de ampliar la sala haciéndola salón, y el comedor comedorón... Esta palabra empleó D. Francisco, amenizándola con burlas y cuchufletas; mas no se acobardó la dama, que al punto, con chispeante ingenio, hubo de contestar á su cuñado en esta forma:
—No digo yo que seamos príncipes, ni sostengo que nuestra casa sea el regio alcázar, como usted dice. Pero la modestia no quita á la comodidad, Sr. D. Francisco. Paso porque el comedor sea hoy por hoy de capacidad suficiente. ¿Pero me garantiza usted que lo será mañana?
—Si la familia aumentara, como tenemos derecho á esperar, no digo que no. Venga más comedor y yo seré el primero en agrandarlo cuanto sea menester. Pero la sala...
—La sala es simplemente absurda. Anoche, cuando se juntaron los de Taramundi con los de Real Armada, y sus amigos de usted el bolsista y el cambiante de moneda, estábamos allí como sardinas en banasta. Inquieta y sofocadísima, yo aguardaba el momento en que alguno tuviera que sentarse sobre las rodillas de otro. Á usted le parecerá que esta estrechez es decorosa para un hombre á cuya casa vienen personas de la mejor sociedad. ¿Por mí qué me importa? No deseo más que vivir en un rincón, sin más trato que el de dos ó tres amigas íntimas... Pero usted, un hombre como usted, llamado á...
II
—¿Llamado á qué?—preguntó Torquemada, manteniendo ante su boca, sin catarlo, el bizcocho mojado en chocolate, con lo cual dicho se está que en aquel momento se desayunaba.—¿Llamado á qué?—volvió á decir, viendo que Cruz, sonriente, esquivaba la respuesta.
—No digo nada, ni perderé el tiempo en demostrar lo que está bien á la vista, la insuficiencia de esta habitación—manifestó la dama, que al dar vueltas alrededor de la ovalada mesa, afectaba no hallar fácil paso entre el aparador y la silla ocupada por D. Francisco.—Usted, como dueño de la casa, hará lo que guste. El día en que tengamos un convidado, que bien podríamos tenerlo para corresponder á las finezas que otros gastan con nosotros, y quien dice un convidado, dice dos ó cuatro..., pues ese día tendré yo que comer en la cocina... No, no reirse. Ya sale usted con su tema de siempre: que yo exagero, que yo...
—Es usted la exageración personificada—replicó el avaro, engulléndose otro bizcocho.—Y como yo blasono de ser el justo medio personificado, pongo todas las cosas en su lugar, y rebato sus argumentos por lo que toca al actual momento histórico. Mañana no digo...
—Lo que se ha de hacer mañana de prisa y corriendo, debe hacerse hoy, despacio—dijo la dama apoyando las manos en la mesa, á punto que el D. Francisco acababa de desayunarse. Ya sabía ella por dónde iba á salir en la réplica, y le esperó tranquila, con semblante de risueña confianza.
—Mire usted, Crucita... Desde que me casé, vengo realizando... sí, esa es la palabra, realizando una serie de transacciones. Usted me propuso reformas que se daban de cachetes con mis costumbres de toda la vida, por ejemplo... ¿Pero á qué es poner ejemplos ni verbigracias? Ello es que mi cuñada proponía y yo trinaba. Al fin he transigido, porque como dice muy bien nuestro amigo Donoso, vivir es transigir. He aceptado un poquito de lo que se me proponía, y usted cedía un ápice, ó dos ápices de sus pretensiones... El justo medio, vulgo prudencia. No dirán las señoras del Águila que no he procurado hacerles el gusto, desmintiéndome, como quien dice. Por tener contenta á mi querida esposa y á usted, me privo de venir á comer en mangas de camisa, lo que era muy de mi gusto en días de calor. Se empeñaron después en traerme una cocinera de doce duros. ¡Qué barbaridad! ¡Ni que fuéramos arzobispos! Pues transigí con admitir la que tenemos, ocho durazos, que si es verdad nos hace primores, bien pagada estaría con cien reales. Para que mi señora y la hermana de mi señora no me alboroten, he dejado de comer salpicón á última hora de la noche, antes de acostarme, porque, lo reconozco, no está bien que vaya delante de mí el olor de cebolla, abriéndome camino como un batidor. Y reasumiendo: he transigido también con el lacayito ese para recados y limpiarme la ropa, aunque á decir verdad, días hay en que para evitarle reprimendas al pobre chico, no sólo me limpio yo mi ropa, sino también la suya. Pero en fin, pase el chaval de los botones, que si no me equivoco, no presta servicios en consonancia con lo que consume. Yo lo observo todo, señora mía; suelo darme una vuelta por la cocina cuando está comiendo la servidumbre, vulgo criados, y he visto que ese ángel de Dios se traga la ración de siete; amén del mal tercio que hace á la familia levantando de cascos á las criadas de casa, y á las de toda la vecindad. En fin, ustedes lo quieren: sea. Adopto esta actitud para que no digan que soy la intransigencia personificada, y para cargarme de razón ahora, negándome, como me niego, al derribo de tabiques, etcétera... que eso de estropear la finca va contra la lógica, contra el sentido común, y contra la conveniencia de propios y extraños.
Contestóle Cruz con gracejo, afectando sumisión á la primera autoridad de la familia, y se dirigió á la alcoba de su hermana, que no dejaba el lecho hasta más tarde. Ambas charlaron alegremente de la misma materia, conviniendo en que aquello y aun más se conseguiría de don Francisco, esperando la ocasión favorable, como habían podido observar en el tiempo que llevaban de convivencia. Torquemada, después de darse un buen atracón de La Correspondencia de la mañana, se fué al lado de su esposa, periódico en mano, pisando con suavidad por evitar el ruido, y ladeándose la gorra de seda negra, para rascarse el cráneo. No tardó Cruz en acudir á despertar al ciego y llevarle el desayuno, y quedó el matrimonio solo, acostada ella, él paseándose en la alcoba.
—¿Y qué tal?—le preguntó D. Francisco con cariño no afectado.—¿Te sientes hoy más fuerte?
—Me parece que sí.
—Probarás á dar un paseíto á pie... Yo, si te empeñas en darlo en coche, no me opongo, ¡cuidado! Pero más te conviene salir de infantería con tu hermana.
—Á patita saldremos...—replicó la esposa.—Iremos á casa de las de Taramundi, y para la vuelta, ellas nos traerán en su berlina.