de D. Francisco, Fidela se ponía de parte de él, bien porque anhelara cumplir fielmente la ley de armonía matrimonial, bien porque con femenil instinto, y casi sin saber lo que hacía, cultivara la fuerza en el campo de su propia debilidad, cediendo para triunfar, y retirándose para vencer. Esto es lo más probable, y casi por seguro lo da el historiador, añadiendo que no había sombra de malicia premeditada en aquella estrategia, obra pura de la naturaleza femenina, y de la situación en que la joven del Águila se encontraba. Á los tres meses de matrimonio, no se había disipado en ella la impresión de los primeros días, esto es, que su nuevo estado era una liberación, un feliz término de la opresora miseria y humillante obscuridad de aquellos años maldecidos. Casada, podía vestirse con decencia y asearse conforme á su educación, comer cuantas golosinas se le antojaran, salir de paseo, ver alguna función de teatro, tener amigas y disfrutar aquellos bienes de la vida que menos afectan al orden espiritual. Porque lo primero, después de tan larga pobreza y ahogos, era respirar, nutrirse, restablecer las funciones animales y vegetativas. El contento del cambio de medio, favorable para la vida orgánica y un poco para la social, no le permitía ver los vacíos que aquel matrimonio pudiera determinar en su alma, vacíos que incipientes existían ya, como las cavernas pulmonares del tuberculoso, que apenas hacen padecer cuando empiezan á formarse. Debe añadirse que Fidela, con el largo padecer en los mejores años de su vida, todo lo que había ganado en sutilezas de imaginación, habíalo perdido en delicadeza y sensibilidad, y no se hallaba en disposición de apreciar exactamente la barbarie y prosaísmo de su cónyuge. Su linfatismo le permitía soportar lo que para otro temperamento habría sido insoportable, y su epidermis, en apariencia finísima, no era por dentro completamente sensible á la ruda costra del que, por compañero de vida, casa y lecho, le había dado la sociedad de acuerdo con la Santa Iglesia. Cierto que á ratos creía enterarse vagamente de aquellos vacíos ó cavernas que dentro se le criaban; pero no hacía caso, ó movida de un instinto reparador (y va de instintos) defendíase de aquella molestia premonitoria, ¿con qué creeréis? con el mimo. Haciéndose más mimosa de lo que realmente era, fomentando en sí hábitos y remilgos infantiles, en lo cual no hacía más que aceptar los procedimientos de su hermana y de su marido, se curaba en salud de todo aquel mal probable ó posible de los vacíos. Era, pues, de casada, más golosa y caprichuda que de soltera; hacía muecas de niño llorón; enredaba, variando de sitio las cosas fáciles de transportar; entretenía las horas con afectaciones de pereza que agrandaban su ingénita debilidad; afectaba también un cierto desdén de todo lo práctico, y horror á los trajines duros de la casa; extremaba el aseo hasta lo increíble, eternizándose en su tocador; ansiaba los perfumes, que eran una nueva golosina, no menos apetecida que los bombones con agridulce; gustaba de que su marido la tratase con extremados cariños, y ella le llamaba á él su borriquito, pasándole la mano por el lomo como á un perrazo doméstico y diciéndole: «Tor, Tor... aquí... fuera... ven... la pata... ¡dame la pata!»
Y D. Francisco, por llevarle el genio, le daba la mano, que para aquellos casos (y para otros muchos) era pata, recibiendo el hombre muchísimo gusto de tan caprichoso estilo de afecto matrimonial. Aquella mañana no ocurrió nada de esto; charlaron un rato, encareciendo ambos las delicias del pasear á pie, y por fin Fidela le dijo:
—Por mí no necesitas poner coche. No faltaba más. ¡Ese gasto por evitarme un poquito de cansancio...! No, no, no lo pienses. Ahora, por tí, ya es otra cosa. No está bien que vayas á la Bolsa en clase de peatón. Desmereces, cree que desmereces entre los hombres de negocios. Y no lo digo yo, lo dice mi hermana, que sabe más que tú... lo dice también Donoso. No me gusta que piensen de tí cosas malas, ni que te llamen cominero. Yo me paso muy bien sin ese lujo: tú no puedes pasarte, porque en realidad no es lujo, sino necesidad. Hay cosas que son como el pan...
Don Francisco no pudo contestarle porque le avisaron que le esperaba en su despacho el agente de Bolsa, y allá se fué presuroso, revolviendo en su caletre estas ó parecidas ideas: «¡El condenado cochecito! Al fin habrá que echarlo... velis nolis. No es idea, no, de esa pastaflora de mi mujer, que jamás discurre nada tocante al aumento de gastos. La otra, la dominanta, es la que quiere andar sobre ruedas. Ni qué falta me hace á mí ese armatoste, que... ahora que me acuerdo... se llama también vehículo. ¡Ah, si yo pudiera gastarlo, sin que esa despótica de Cruz lo catara!... Pero no, ¡ñales! tiene que ser para todos, y mi mujer la primera, sobre cojines muy blandos para que no se me estropee, maxime si hay sucesión... Porque, aunque nada han dicho, yo, atento á la lógica del fenómeno, me digo: sucesión tenemos.»
III
¡Qué cosas hace Dios! En todo tenía una suerte loca aquel indino de Torquemada, y no ponía mano en ningún negocio que no le saliese como una seda, con limpias y seguras ganancias, como si se hubiese pasado la vida sembrando beneficios, y quisiera la Divina Providencia recompensarle con largueza. ¿Por qué le favorecía la fortuna, habiendo sido tan viles sus medios de enriquecerse? ¿Y qué Providencia es ésta, que así entiende la lógica del fenómeno, como por cosa muy distinta decía el avaro? Cualquiera desentraña la relación misteriosa de la vida moral con la financiera ó de los negocios, y esto de que las corrientes vayan á fecundar los suelos áridos en que no crece ni puede crecer la flor del bien. De aquí que la muchedumbre honrada y pobre crea que el dinero es loco; de aquí que la santa religión, confundida ante la monstruosa inequidad con que se distribuye y encasilla el metal acuñado, y no sabiendo cómo consolarnos, nos consuela con el desprecio de las riquezas, que es para muchos consuelo de tontos. En fin, sépase que la previsora amistad del buen Donoso, había rodeado á D. Francisco de personas honradísimas que le ayudaran en el aumento de sus caudales. El agente de Bolsa, de quien era comitente para la compra y venta de títulos, reunía á su pasmosa diligencia la probidad más acrisolada. Otros correveidiles que le proporcionaban descuentos de pagarés, pignoraciones de valores y negocios mil, sobre cuya limpieza nadie se habría atrevido á poner la mano en el fuego, eran de lo mejorcito de la clase. Verdad que ellos, con su buen olfato mercantil, comprendieron desde el primer día que á Torquemada no se le engañaba fácilmente, y en esto tal vez se afirmaba el cimiento de su moralidad; al paso que D. Francisco, hombre de grandísima perspicacia para aquellos tratos, les calaba los pensamientos antes que los revelara la palabra. De este conocimiento recíproco, de esta compenetración de las voluntades, resultaba el acuerdo perfecto entre compinches, y el pingüe fruto de las operaciones. Y aquí nos encontramos con un hecho que viene á dar explicación á las monstruosas dádivas de la suerte loca, y al contrasentido de que se enriquezcan los pillos. No hay que hablar tanto de la ciega fortuna, ni creer la pamplina de que ésta va y viene con los ojos vendados... ¡invención del simbolismo cursi! No es eso, no. Ni se debe admitir que la Providencia protegiera á Torquemada para hacer rabiar á tanto honrado sentimental y pobretón. Era... las cosas claras, era que D. Francisco poseía un talento de primer orden para los negocios, aptitud incubada en treinta años de aprendizaje usurario á la menuda, y desarrollada después en más amplio terreno y en esfera vastísima. La educación de aquel talento había sido dura, en medio de privaciones y luchas horrendas con la humanidad precaria, de donde sacó el conocimiento profundísimo de las personas bajo el aspecto exclusivo de tener ó no tener, la paciencia, la apreciación clara del tanto por ciento, la limadura tenaz, y el cálculo exquisito de la oportunidad. Estas cualidades, aplicadas luego á operaciones de mucha cuenta, se sutilizaron y adquirieron desarrollo formidable, como observaban Donoso y los demás amigos pudientes que se fueron agregando á la tertulia.
Reconocíanle todos por un hombre sin cultura, ordinario y á veces brutalmente egoísta; pero al propio tiempo veían en él un magistral golpe de vista para los negocios, un tino segurísimo que le daba incontestable autoridad de suerte que, teniéndose todos por gente de más valía en la vida general, en aquella rama especialísima del toma y daca bajaban la cabeza ante el bárbaro, y le oían como á un padre de la Iglesia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de Arnáiz y otros que por Donoso se fueron introduciendo en la casa de la calle de Silva, platicaban con el prestamista aparentando superioridad, pero realmente espiaban sus pensamientos para apropiárselos. Eran ellos los pastores, y Torquemada