mala ley. Su suplicio ha de consistir en que los diablos les hagan cosquillas con cepillos de alambres al rojo...
—¡Eh... qué tontería! ¿Ya empiezas?
—Bueno, bueno; no te enfades... Quiero preguntarte una cosa. Pero mira, Pepe: has de prometerme ser conmigo de una sinceridad y una lealtad á prueba de vergüenzas. Me has de prometer contestarme á lo que te pregunte, como contestarías á tu confesor, si es que lo tienes, ó á Dios mismo, si Dios quisiera explorar tu conciencia, fingiendo que la desconoce.
—Patético estás. Habla de una vez, que en verdad me pones el alma en un hilo. ¿Qué es ello?
—Apuesto á que te lo figuras.
—¿Yo? Ni remotamente.
—¿Y me prometes también no enfadarte, aunque te diga... cosas demasiado fuertes, de esas que si espantan oídas por tí, más deben espantar pronunciadas por esta boca mía?
—Vamos... que hoy estás de buen temple—replicó Morentín disimulando su desasosiego—.Porque al fin, ya lo estoy viendo, vas á salir con alguna humorada...
—Ya lo verás. La cuestión es tan grave, que no me lanzo á formularla sin una miajita de preámbulo. Allá va: José Serrano Morentín, representante del país, propietario, paseante en corte y sportman, dime: en el momento presente, ¿cómo está la sociedad en punto á moralidad y buenas costumbres?
Rompió á reir el buen amigo, seguro ya de que Rafael, como otras veces, después de anunciar aparatosamente una cuestión peliaguda, salía con cualquier cuchufleta.
—No te rías, no. Ya te irás convenciendo de que esto no es broma. Te pregunto si en el tiempo en que yo he vivido apartado del mundo, dentro de este calabozo de mi ceguera, á donde apenas llegan destellos de la vida social, han variado las costumbres privadas, y las ideas de hombres y mujeres sobre el honor, la fidelidad conyugal, etcétera. Me figuro que no hay variación. ¿Acierto? Sí. Porque en mi tiempo, que también es el tuyo, allá cuando tú y yo andábamos por el mundo, divirtiéndonos todo lo que podíamos, las ideas sobre puntos graves de moral eran bastante anárquicas. Ya recordarás que tú y yo, y todos nuestros amigos, no pecábamos de escrupulosos, ni de rigoristas, y que el matrimonio no nos imponía ningún respeto. Es esto verdad, ¿sí ó no?
—Es verdad—replicó Morentín, que había vuelto á escamarse.—¿Pero á qué viene eso? El mundo siempre es el mismo. Antes que nosotros hubo jóvenes de dudosa virtud, y en nuestro tiempo, no nos cuidamos de mejorar las costumbres. La juventud es juventud, y, la moral sigue siendo la moral, á pesar de las transgresiones que se cometen con la intención ó con el hecho.
—Á eso voy. Pero nuestros tiempos creo que excedían en depravación á los anteriores y á los que vinieron después. Yo recuerdo que creíamos como artículo de fe, pues el pecado tiene también dogmas impuestos por la frivolidad y el vicio... creíamos que era nuestra obligación hacer el amor á toda mujer casada que por delante nos caía... creíamos usar de un derecho inherente á nuestra juventud rozagante, y que el matrimonio que perturbábamos... casi casi debía agradecérnoslo... no te rías, Pepe; mira que esto es muy serio, pero muy serio.
—Como que va parando en sermón. Querido Rafael, yo te aseguro que si estuviéramos en aquel momento histórico, como diría quien yo me sé, tu santa palabra obraría prodigios sobre las conciencias de tanto perdulario. Pero, chico, el mundo ha variado mucho, y ahora tenemos tanta moralidad, que las picardías conyugales han venido á ser un mito.
—No es verdad eso. Ahora, como antes, los hombres, sobre todo si están entre la juventud y la madurez, profesan los principios más contrarios á la buena organización de la familia. Hoy, por ejemplo, ha de correr muy válido entre los perdidos como tú, el principio..., lo llamo principio para expresar mejor la fuerza que tiene... el principio de que la mujer unida por vínculo indisoluble á un hombre viejo, feo, antipático, grosero, avaro y brutal, está autorizada para consolarse de su desgracia... con un amante.
—Hombre, ni antes ni ahora se ha creído eso.
—Autorizada, sí, por esa moral de circunstancias, que profesáis los hombres de mundo, ley que os permite dar bulas para deshonrar, para robar y cometer mil infamias. No me lo niegues. Hay indulgencias, revestidas de lástima piadosa, para la mujer que se halla en la situación que he dicho, quizás sacrificada á intereses de familia...
—¿Pero á qué viene todo eso, Rafael?—dijo Morentín, ya receloso y sobresaltado, deseando cortar á todo trance una cuestión que le iba resultando muy desagradable.—Hablemos de cosas más amenas, más oportunas, no traídas por los cabellos, ni...
—¡Oh! ninguna más oportuna que ésta—gritó Rafael, que si hasta entonces había hablado con serenidad, ya comenzaba á encalabrinarse, inquieto de manos y pies, balbuciente de palabra, como que iba llegando al punto que quemaba.—No necesito buscar ejemplos, ni teorizar tontamente, porque la triste realidad me da la razón. Voy á tratar de un hecho, Pepe, y ahora necesito de toda tu sinceridad, y de todo tu valor.
—Hombre, ¿quieres irte á donde fué el padre Padilla?—dijo Morentín sulfurado, como queriendo ahogar la cuestión.—He venido aquí á pasar un rato agradable contigo, no á discurrir sobre abstracciones quiméricas.
—¿Qué... te vas? (Levantándose.)
—No, estoy aquí. (Deteniéndole.)
—Un momento más, un momento, y luego te dejo en paz. Me sentaré otra vez. Hazme el favor de ver si andan por ahí mis hermanas.
—Que no... Pero podrían venir...
—Pues antes de que vengan, te digo que una lógica inflexible, la lógica de la vida real, que hace derivar un hecho, de otro hecho, como el hijo se deriva de la madre, y el fruto de la flor, y ésta del árbol, y el árbol de la simiente..., esa lógica, digo, contra la cual nada puede nuestra imaginación, me ha revelado que mi infeliz hermana... ¡Triste cosa es descubrir estas realidades vergonzosas dentro de nuestra propia familia; pero es más triste desconocerlas estúpidamente!... Soy ciego de vista, pero no de entendimiento. Con los ojos de la lógica veo más que nadie, y les añado el lente de la experiencia para ver más... Pues he visto, ¿cómo lo diré? he visto que á mi pobre hermana la coge de medio á medio aquel principio, llamémoslo así, y que alentada por la indulgencia social, se permite...
—¡Calla! ¡Esto no se puede tolerar!—exclamó Morentín furioso, ó hablando como si lo estuviera.—¡Injurias infamemente á tu hermana!... ¿Pero has perdido el juicio?
—No lo he perdido. Aquí lo tengo, y bien seguro... Dime la verdad... Confiésalo... Ten grandeza de alma.
—¿Qué he de confesarte yo, desdichado, ni qué sé yo de tus locuras?... Déjame, déjame. No puedo estar contigo, ni acompañarte, ni oirte.
—Ven acá, ven acá...—dijo el ciego, asiéndole el brazo, y apretando con tan nerviosa fuerza que sus dedos parecían tenazas.
—Basta de tonterías, Rafael... ¿Qué delirio es éste? (Forcejeando.) Te digo que me sueltes.
—No te suelto, no. (Apretando más.) Ven acá... Pues me levanto yo también, y me llevarás pegado á tí como tu remordimiento... ¡Farsante, libertino, oye, quiero decírtelo en tu cara, pues no tienes tú valor para confesarlo!...
—¡Majadero, lunático...! ¿Yo...? ¿qué dices?
—Que mi hermana... no lo repito; no...
—Un amante... ¡qué sandez!
—Sí, sí, y ese amante eres tú. No me lo niegues. Si te conozco. Si sé tus mañas, tu relajación, tu hipocresía. Amores ilícitos, siempre que no se llegue al escándalo...
—Rafael, no me irrites... No quiero ser severo contigo. Merecías...
—Confiésamelo, ten grandeza de alma.
—No puedo confesarte lo que es invención de tu mente enferma... Vamos,