y gozosas salieron á saludarle:
—Hola, Morentín, gracias á Dios...
—¡Pero qué caro se vende usted!
—Adelante. No sé las veces que éste ha preguntado hoy por usted.
Érase un galancete como de treinta y tres años, guapo, de hermosura un tanto empalagosa, barba rubia, ojos rasgados, cabellera escasa anunciando ya precoz calvicie, regular estatura, y vestir atildado y correctísimo. Después de saludar á las dos damas con el desembarazo de un trato frecuente, fué á sentarse junto al ciego, y dándole un palmetazo en la rodilla, le dijo:
—Hola, perdido, ¿qué tal?
—Hoy comerá usted con nosotros... No, si no se admiten escusas. No venga usted ya con sus trapacerías de siempre.
—Me esperan en casa de la tía Clarita.
—Pues la tía Clarita que se fastidie. ¡Qué egoísmo el suyo! No, no le soltamos á usted. Proteste todo lo que quiera, y vaya haciendo acopio de resignación.
—Mandaremos un recado á Clarita—indicó Fidela conciliando las opiniones;—se le dirá que le hemos secuestrado.
—Bueno. Y añadan, en el recadito, que ustedes toman sobre sí la responsabilidad de mi falta. Y si hay chillería...
—Nosotras contestaremos con otra chillería mayor.
—Convenido.
Pepe Serrano Morentín había sido, en otros tiempos, el inseparable amigo de Rafael y su compañero de estudios desde las primeras letras hasta el grado en la Universidad; y si en la época terrible, aquella amistad pareció extinguida, y apenas, de higos á brevas, se veían los dos muchachos y refrescaban con cariñosa efusión los recuerdos estudiantiles, fué porque las Águilas esquivaban toda visita, ocultándose en su triste y solitario albergue, como si creyeran rendir tributo, con la ausencia de todo testigo, á la dignidad de su miseria. El cambio material de existencia abrió las puertas del escondrijo; y de cuantas amistades lentamente se restablecieran entonces por mediación de Donoso, de Ruiz Ochoa ó de Taramundi, ninguna era tan grata al pobre ciego como la de su caro Morentín, que sabía llevarle el genio mejor que nadie, y despertar en él simpatía muy honda en medio de la indiferencia ó desdén que hacia todo el género humano sentía.
Conocedoras Fidela y Cruz de esta preferencia, ó más bien absoluto imperio de Morentín en la voluntad del pobre ciego, vieron aquel día en su visita una providencial aparición. Y como sabían que Rafael gustaba de platicar holgadamente con su amigo, referirle sus tristezas, provocarle á discusiones en que el humorismo se enredaba con la psicología más sutil, corriéndose á veces á terreno un tanto escabroso, determinaron, después de los cumplidos de rúbrica, dejarles solos, que así descansaban ellas de la guardia, y el ciego estaría más á gusto.
—Querido Pepe—le dijo Rafael haciéndole sentar á su lado.—No sabes con cuanta oportunidad vienes. Deseo consultarte una cosa... una idea, que ayer apuntó en mí, y hoy, en el momento que entraste, cuando oí tu voz, ¡ay! me hirió la mente, así como si entrara de golpe, dándose de cabezadas con todas las demás ideas que hay en el cerebro, y espantándolas y dispersándolas... no te lo puedo explicar.
—Comprendido.
—¿Á tí te acomete alguna idea en esta forma y con esta insolencia...?
—Ya lo creo.
—No; en tí entran con el capuchón de la hipocresía. No sabes que están dentro hasta que se descubren la cara y alzan la voz. Morentín, hoy voy á hablarte de un asunto muy delicado.
—¿Muy delicado?
Al decir esto, el amigo de la casa sintió un súbito golpetazo hacia la región cardíaca, como de aviso, como de alarma, como de lo que en lenguaje truhanesco se designa con el feo vocablo de escama. Conviene ahora más que nunca dar alguna noticia de este Morentín y registrarle y filiarle con la mayor exactitud posible.
Era el tal soltero, plebeyo por parte de padre, aristócrata por la materna, socialmente mestizo, como casi toda la generación que corre; bien educado, bien avenido con el estado presente de la sociedad, que su proporcionada riqueza le hacía ver como el mejor de los mundos posibles, satisfecho de haber nacido guapo y de poseer algunas cualidades de las que generalmente no excitan envidia; sin bastante inteligencia para sentir las atracciones dolorosas de un ideal, sin bastante rudeza de espíritu para desconocer los placeres intelectuales; privado de las grandes satisfacciones del orgullo triunfante, pero también de las tristezas del ambicioso que no llega nunca; hombre que no poseía en alto grado ni virtudes ni vicios, pues no era un santo, ni tampoco un perdido, y se conceptuaba dichoso viviendo cómodamente de sus rentas, representando un distrito rural de los más dóciles, disfrutando de preciosa libertad y de un buen caballo inglés para pasearse. Bien quisto de todo el mundo, pero sin despertar en nadie un cariño muy vivo, veíase libre de toda pasión ardiente, pues ni siquiera la pasión política sintió nunca, y aunque afiliado en el partido canovista, reconocía que lo mismo lo estaría en el sagastino, si á él le hubiera llevado el acaso; ni conocía tampoco la pasión viva por ningún arte, ni por el sport, pues aunque cabalgaba dos ó tres horas cada día, jamás le inflamó el entusiasmo hípico, ni el delirio del juego, ni el de las mujeres, fuera de un cierto grado que no llega al drama, ni traspasa los límites de un discreto desvarío, elegante y urbano. Era hombre, en fin, muy de su época, ó de sus días, informado espiritualmente en una vulgaridad sobredorada, con docena y media de ideas corrientes, de esas que parecen venir de la fábrica, en paquetitos clasificados, sujetos con un elástico.
Fama de juicioso gozaba Morentín, como que no desentonó jamás en lo que podríamos llamar la social orquesta, ni contrajo deudas, ni dió escándalos, salvo algún duelo de los de ritual, con arañazo, acta y almuerzo, ni sintió nunca alegrías hondas, ni decaimientos aplanantes, tomando de todas las cosas lo que fácilmente podía extraer de ellas para su particular provecho, sin arriesgar la tranquilidad de su existencia. Respetaba la fe religiosa sin tenerla, y no poseyendo á fondo ninguna rama del saber, sobre todas sabía dar una opinión aceptable, siempre dentro del criterio circunstancial ó de moda. Y en cuanto á moral, si Morentín defendía en público y en privado las buenas costumbres, no por eso se hallaba libre de la relajación mansa que apenas sienten los mismos que en ella viven.
Era uno de esos casos, no muy raros por cierto, del contento del vivir, pues poseía moderada riqueza, pasaba justamente por ilustrado, y su trato era muy agradable á todo el mundo, particularmente á las señoras. Colmaba su ambición el ser diputado, simplemente por lucir la investidura, sin pretensiones de carrera política, ni de fama oratoria. Si se ofrecía hablar como individuo de cualquier comisión, hablaba, y bien, sin arrebatar, pero cumpliendo discretamente. Bastábanle á su orgullo los oropeles del cargo. Por último, su ambición en el terreno afectivo se cifraba en que le quisiera una mujer casada; si esta mujer era dama, miel sobre hojuelas. Pero sus aspiraciones se detenían en la línea del escándalo, pues esto si que no le hacía maldita gracia, y todo iba bien, y él muy á gusto en el machito, hasta que apuntaba el drama. Dramas, ni por pienso, los aborrecía en la vida real lo mismo que en el teatro, y cuando desde su butaca veía que lloraban, ó que blandían puñales, ya estaba el hombre nervioso, con ganas de salir y pedirle al revendedor que le devolviera el dinero. Pues para que nada le faltase, hasta aquella vanidad de adúltero templado y sin catástrofe se le había satisfecho al pícaro, y nada tenía que ambicionar ya ni qué pedir á Dios... ó á quien se pidan estas cosas.
VIII
—Sí, de un asunto delicadísimo... y muy grave—repitió el ciego.—Ante todo, ¿mis hermanas no andan por aquí?
—No, hombre, estamos solos.
—Asómate á la puerta, á ver si en el pasillo...
—No hay nadie. Puedes hablar todo lo que quieras.
—Desde