que encontraba en la calle, parándose incluso en las tiendas, pensando que una persona que estaba normalmente en aquella calle, como podía ser un comerciante, hubiese podido tener la posibilidad de verlo pasar o incluso de verlo entrar en su propio negocio.
Todas las personas a las que había preguntado le habían respondido moviendo la cabeza, haciéndole entender automáticamente que no lo habían visto ni siquiera por el rabillo del ojo.
Marco Finocchi había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante en aquella calle cuando, finalmente, halló a un hombre que consiguió decirle algo.
–Buenos días –dijo Marco – ¿Ha visto por casualidad días atrás a esta persona? –preguntó mostrando por enésima vez la foto de Santopietro.
–Mmmm…veamos…oh, sí. Cierto, lo vi el otro día. Subió a un auto extraño y partió a gran velocidad, desde aquel edificio –respondió el hombre.
El agente reconoció en el edificio aquel que le había descrito el capitán Luzzi, aquel en el que había entrado Alice Dane el día en el que vio a Santopietro la primera y última vez en su vida.
Una pizca de alegría apareció en la cara delgada de Marco Finocchi: había cumplido la misión y ahora podría volver orgulloso a la comisaría a contar la noticia, quizás un poco mísera, al capitán. Subió al coche, puso la primera marcha y partió.
Marco llegó a la comisaría, aparcó el coche en uno de los puestos disponibles para la policía, apagó el motor y entró en el departamento de homicidios.
En cuanto cruzó la puerta de entrada la telefonista de turno Francesca Baffetti, lo saludó con un gesto de la mano derecha que llamó su atención. Marco Finocchi le devolvió el saludo y se dirigió hacia la puerta de la oficina del capitán.
–Buenos días, capitán –saludó el agente.
–Buenos días, Finocchi –respondió Giorgio Luzzi, luego continuó –No es nuestro terreno pero, ¿has encontrado algo que nos pueda valer para resolver este maldito caso de atraco?
–Sí. Un hombre lo ha visto irse a buena velocidad por la calle.
–Bien, deberemos decírselo a la Sección de Robos.
–Ahora debo ir de patrulla –dijo el agente, a continuación se despidió del capitán y salió para volver al trabajo.
VIII
Alice Dane y Stefano Zamagni estaban absortos en la paz que reinaba en San Lazzaro di Savena, casi irreal con respecto a la capital Emiliana.
–Todavía debo conocer al comandante de los carabinieri –dijo Stefano Zamagni – ¿Querrías ir a verlo conmigo?
– ¿Por qué no? –respondió Alice Dane con un aire de curiosidad.
–Entonces, podemos ir ahora, ¿te parece?
–Sí –respondió ella.
Así que salieron del piso del policía y caminaron por vía Roma, poco después entraron en vía Jussi. A la derecha vieron el edificio de comandancia de los carabinieri. Tocaron al timbre y la puerta se abrió.
A ambos les pareció que entraban por primera vez en una prisión en la que no debían trabajar.
Detrás del único escritorio presente en la oficina estaba sentado un hombre en cuyo uniforme había algunas insignias. Dedujeron inmediatamente que aquel hombre debía de ser el comandante.
–Buenos días, comandante –dijo Zamagni.
–Buenos días. ¿Puedo serviros en algo? –preguntó el comandante.
–No. Hemos venido sólo para una visita de…cortesía, más o menos –respondido el policía.
–Entiendo.
–Soy Stefano Zamagni, vivo en San Lazzaro di Savena desde hace poco y quería conocerle. Ella es mi amiga Alice Dane.
–Franco Bulleri. Un placer conocerles.
– ¿Ha dicho…Bulleri? –preguntó con curiosidad Alice Dane.
–Sí, ¿por qué? –dijo el comandante.
– ¡Oh! Porque también el alcalde se llama Bulleri.
–Entiendo. Es mi hermano –explicó el hombre.
Mientras tanto sacó fuera del cajón del escritorio una cajita, la abrió y cogió un fino cigarrillo de color oscuro.
– ¿Quieren uno? –preguntó.
–No, gracias –respondieron casi al unísono los dos policías.
El comandante mantuvo en la mano el objeto oscuro aproximadamente un minuto haciéndolo dar vueltas entre el índice, el medio y el anular de la mano izquierda, después de lo cual cogió una cerilla, la encendió y aplicó un poco de fuego al extremo del extraño cigarrillo. Dio una chupada y sopló el humo hacia la cara de Alice que mostró una mueca de desaprobación.
Franco Burelli cerró la caja y la volvió a poner en el cajón del escritorio. Mientras el comandante disfrutaba de aquella especie de cigarrillo, un vicio de familia, pensó Alice, Stefano Zamagni le hizo una pregunta:
– ¿Cuál es la tasa de criminalidad en esta ciudad? Sabe, he llegado aquí hace poco y es un tema que me interesa mucho.
–Muy bajo –respondió con sequedad el comandante.
–Nos alegra saber esto –dijo Alice, feliz.
–Por el momento sólo algún robo –precisó Franco Bulleri.
–Gracias por la información –respondió Zamagni.
–De nada, figuraos. Tener informados a los ciudadanos sobre lo que sucede todos los días en la ciudad en la que viven es un componente esencial del trabajo de un comandante de carabinieri –respondió Franco Burelli.
–Debemos irnos. Hasta pronto.
–Hasta pronto –respondió el comandante.
Alice Dane y Stefano Zamagni salieron de la oficina del comandante y se fueron de nuevo a vía Jussi, luego cogieron a la derecha por la avenida de la Repubblica para volver a casa.
Para Marco Finocchi acababa de terminar el turno de trabajo, debía ir sólo un momento a la oficina del capitán que lo había hecho llamar, según le había dicho un compañero. Por lo que le habían dicho debía tratarse de una buena noticia.
Se sacó el uniforme y fue a ver a Luzzi que lo estaba esperando sentado detrás del escritorio.
–Hola, capitán –comenzó, ansioso, Marco Finocchi.
–Hola, Finocchi –le contestó el capitán.
– ¿Necesitaba hablarme? –preguntó él.
–Sí. Bien… he pensado en asignarte un coche patrulla por el servicio que has desempeñado yendo a buscar información sobre ese atracador –explicó Giorgio Luzzi.
Una pequeña muestra di euforia se estampó sobre la cara del agente: sólo cinco meses y ya tengo mi coche, pensó para sí mismo.
–No sé cómo agradecérselo, capitán –dijo él.
–No te preocupes. ¡Ah, casi me olvidaba! Es el coche patrulla número 22 –concluyó el capitán. –Puedes utilizarlo desde mañana.
–Gracias –dijo Marco Finocchi.
Salió de la oficina y luego por la puerta que daba al exterior de la comisaría para volver a casa.
No cabía en sí de gozo por aquello que le había sucedido allí dentro. Debía celebrarlo y él ya sabía incluso cómo hacerlo.
El agente llegó delante de la puerta de su casa, extrajo la llave del bolsillo izquierdo de la chaqueta, la metió en la cerradura y entró.
Sentada en el sofá estaba Elisabetta. Llevaba puesto un vestido ligero debido al calor que hacía en el interior del piso y estaba leyendo una revista de cotilleos.
El