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Miguel Serrano Larraz
Miguel Serrano Larraz (Zaragoza 1977) comenzó la carrera de Ciencias Físicas, pero se licenció en Filología Hispánica y se dedica a la traducción.
Ha publicado los poemarios Me aburro (2006), La sección rítmica (2007), Insultus morbi primus (2011) y Angor animi (2015), el libro de relatos Órbita (2009, también en Candaya) y las novelas Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (2008) y Los hombres que no ataban a las mujeres (2010, con el seudónimo de Ste Arsson). Su novela más reciente, Autopsia (Candaya, 2013) recibió el Premio Estado Crítico a la mejor novela publicada en España. «Una escritura inteligentísima, que consigue tejer con naturalidad todos los hilos narrativos.» Óscar Esquivias. «Quizás Miguel Serrano sea el mejor narrador de su generación. Posee una humanidad desmesurada y logra relatos extraordinarios.» Miguel Espigado. «La de Miguel Serrano Larraz es una literatura honesta: no es artificiero de fuegos artificiales, sino un relojero a la vieja usanza, un narrador.” Sergio del Molino.
Candaya Narrativa, 45
RÉPLICA
© Miguel Serrano Larraz
Primera edición impresa: mayo de 2017
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
“Resonancias de Warhol”, de Nela Ochoa
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN:978-84-15934-76-9
Depósito Legal: B 2376-2018
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Table of Content
RECALIFICACIÓN
Durante años el proyecto sólo fue un rumor impreciso que recorría el barrio, hasta que unas siglas concretas empezaron a salpicar la prensa local y los debates municipales. Apareció una nueva versión de los hechos, atónita: «No, pero ahora es verdad». Muchos vecinos se adaptaron al nuevo lenguaje, aprendieron a pronunciar un par de términos en inglés y difundieron diversas profecías con una mezcla de euforia y de sospecha. A él, por ejemplo, le previnieron de que su negocio (y muchos de los negocios de la zona) tenía los días contados. Las tiendas pequeñas (las tiendas de toda la vida, decían) no podrían hacer frente al centro comercial, y el centro comercial ya era una realidad, ya se había aprobado en el pleno del ayuntamiento, ya tenía presupuesto, permisos, sobornos (se decía), inversores, el nombre de un despacho de arquitectura danés.
El gran solar, abandonado durante años, comenzaba a doscientos metros de la puerta de su tienda. Él recordaba sus juegos infantiles cuando la ciudad terminaba allí mismo, recordaba el polvo y el calor, el agua, la sangre, la hierba, las casetas con aperos, las gallinas y, algunos años después, las jeringuillas y los condones. No se preocupó: a pesar de la convicción de sus clientes y de su familia, pensaba en la idea del nuevo espacio como en una historia de ciencia ficción, posible pero poco probable, casi maravillosa. Tenía la sensación, además, de que todos esos comentaristas eran los mismos que podían evitar la ruina de los pequeños negocios, no bastaba con la predicción, había que cambiar de hábitos, contradecirse. Muchos morirían antes de que nada se modificase. Él pertenecía a una generación que había explorado los escombros del pasado sin supervisión adulta. Desde su balcón veía el terraplén, repleto de basura, de viejas lavadoras descascaradas, de papeles, de cristales, de pequeñas montañas de ladrillos. Tierra de nadie, un espacio que dividía, propiedad de todos, del barrio, de sus recuerdos amontonados, esquivos. Un núcleo. Parecía imposible construir nada nuevo allí. Las tapias, los boquetes, el sol, una nostalgia indefinida. Al otro lado había más casas, otra gente, vidas inimaginables que seguramente se parecían a la suya (¿habría alguien, allá lejos, mirando lo mismo que él desde otro punto de vista, también sin miedo?). Él vigilaba el espacio, como si un espacio pudiese vigilarse (lo único que se puede vigilar es el tiempo). Primero hubo visitas de reconocimiento, coches que se detenían, hombres con traje, corbata y casco, mujeres con tacones, falda de tubo y casco, carpetas, manos extendidas que trazaban planos imaginarios en el aire. Después cercaron el perímetro con una enorme lámina plateada, abrieron vías de acceso (como quien introduce un cuchillo en un bloque de mantequilla), desescombraron, aparecieron los primeros carteles con una fecha y un año lejanos e inconcebibles y con unas imágenes ficticias que recordaban a un templo griego o a un palacio atlante o a la mansión de un narcotraficante espacial. Desde su balcón (él vivía encima de la tienda, en el tercero) pudo ver el