y después la multinacional sufrió una reestructuración, o la compró una empresa aún mayor (no fue capaz de comprender bien los detalles) y la destinaron a otra oficina con otras siglas, otros jefes, un espacio que era el mismo, y localizado en el mismo lugar, pero más pequeño, como una reforma misteriosa que hubiera reducido el tamaño de las mesas y de los ordenadores, incluso de los servicios y de la sala del café, de un día para otro.
Una vez uno de los profesores de Berlín les contó en clase que el vidrio en realidad era un líquido subenfriado, no un sólido, pero que tenía una viscosidad muy alta, tardaba muchísimo en fluir, y por eso no nos dábamos cuenta de sus propiedades líquidas. Si introdujésemos un trozo de vidrio dentro de un recipiente verdaderamente sólido, les dijo, el vidrio, como sucede con el agua, por ejemplo, o con la cerveza, acabaría adaptándose a la forma del recipiente debido a la gravedad. Eso sí, a temperatura ambiente el proceso tardaría muchos miles de años en completarse.
Una tarde, dos meses después de la absorción (o la fusión) de su empresa, una compañera le dijo que cumplía cuarenta años y que iban a salir a tomar unas copas después del trabajo. ¿Le apetecía unirse a ellos? Lo pasarían bien. En esa afirmación no había ninguna condescendencia, la frase no anticipaba nada, era más bien una forma de resignación. Sara respondió que sí, por supuesto. Pero yo no lo sabía, no te he comprado ningún regalo, se excusó. ¡No pasa nada!, respondió la compañera, con una euforia misteriosa. Tengo todo lo que necesito.
Fueron a un bar de moda, muy amplio, muy oscuro, en la zona del Born. Las chicas que servían las mesas llevaban patines, como en algunas películas estadounidenses. Sara bebió demasiado, y en algún momento de la noche tuvo la sensación de que no sólo las camareras llevaban patines, sino también sus compañeros de trabajo y todos los clientes del local, y las propias mesas, que se deslizaban lentamente de un lado a otro, acercándose a las otras mesas o alejándose de ellas con trayectorias imprevisibles, caóticas (al menos en apariencia: tiene que haber alguna fórmula que prediga estos movimientos, pensó, aunque yo no sea capaz de comprenderla, ni siquiera de intuirla).
Durante un instante se sintió feliz, ingrávida. Se acordó de sus compañeros de colegio. A casi todos les había perdido la pista. Nieves era la única a la que todavía veía de vez en cuando, porque era vecina de su tía Charo. Yo también cumpliré cuarenta años algún día, pensó. Me gustaría que fuera ahora mismo, que esta fuera mi fiesta y estos mis amigos, me gustaría ser yo quien invitara a una botella de cava. El remolino de voces giraba a su alrededor. No comprendía lo que decían, pero el rumor de frases la acunó, y se quedó dormida allí mismo, la mejilla apoyada en una mano. Fueron sólo unos segundos, tal vez ni siquiera eso, despertó de pronto y se levantó, avergonzada. Al parecer, nadie se había dado cuenta. Recogió su abrigo, se despidió de todos y se dirigió hacia la puerta. Era tarde. Al día siguiente tenía que madrugar. Salió a la calle. Dudó entre volver a casa caminando o coger un taxi. La temperatura era agradable, y no estaba demasiado lejos. Trató de calcular cuánto tardaría. ¿Cuarenta minutos? ¿Cuarenta y cinco? Se quedó parada en la acera, tratando de decidir.
Se casó con Fermín y tuvieron una hija, a la que llamaron Manuela. Manuela hizo que Sara cambiase sus prioridades y su perspectiva del espacio: Manuela se movía.
Pizarras llenas de fórmulas matemáticas. Ordenadores siempre encendidos.
Según Rafael, toda la literatura contemporánea y el arte contemporáneo y todo el cine de su época, y las series de televisión, cualquier manifestación cultural, incluso los libros de autoayuda, trazaban círculos en torno a la pornografía. Había artistas, unos pocos, que se atrevían a acercarse un poco más, a rozar el núcleo pornográfico del mundo moderno. Los demás evitaban ese agujero negro (y se reía cuando decía «agujero negro»), tal vez porque intuían que lo succionaba todo y que era imposible regresar. Así que el arte, en general, se convertía en una especie de juego del escondite, o de gallina ciega. El objetivo consistía en acercarse a la pornografía tanto como fuese posible (para que hubiese arte) y salir corriendo antes de la que la fuerza gravitatoria del porno provocase un colapso en el discurso. Sara le preguntaba si se refería al sexo, y Rafael respondía que no, por supuesto, que el sexo era otra cosa. Piensa en los prehistóricos, por ejemplo, le decía, o en las culturas precolombinas.
En aquel sueño que tuvo poco después de regresar de Berlín, Sara entraba al vagón que le señalaba el revisor y encontraba que una vía de juguete recorría el centro del pasillo en línea recta y se perdía en el siguiente vagón. Junto a su asiento, que era el último, justo en el lugar en el que comenzaba la vía, vio un tren de juguete que imitaba las viejas locomotoras de vapor. Tenía diez vagones, y vio que en el último alguien había pegado un post-it amarillo con una sola palabra, escrita en mayúsculas: ZARAGOZA. En el primer vagón, detrás de la locomotora, había otro post-it con otra palabra: ZAIRA.
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