José Rivera Ramírez

El hechizo de la misericordia


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en parte, se manifiesta en humildad sencillamente, en reconocimiento de una deficiencia, en reconocimiento de una falta de dominio y, en parte, se manifiesta porque realmente vamos dominando las cosas, vamos dejando de hacer las cosas que están mal, vamos cambiando maneras de expresión nuestras, precisamente para poder comunicar mejor la caridad.

      Claro está que la gente va a entender según lo que Dios le ilumine, pero claro está que Dios la ilumina con nuestra colaboración y en nuestra colaboración entra que estemos por expresarnos bien, expresarnos de una manera que sea gráfica, que sea expresiva de la caridad. Y claro, cada vez nos podemos dar más cuenta, por lo menos cada temporadita, de que como hay tanta gente en este mundo, muchas maneras de ser nuestras no le expresan la caridad y entonces tenemos que estar atentos continuamente (con toda la paz que podamos, por supuesto, y con toda la paz que no podamos, sino que nos dé Dios, porque se la pedimos humildemente), pero estar siempre dispuestos a negar, al menos, la actitud nuestra. Esto ya me doy cuenta de que está mal, sencillamente, no expresa la caridad que debía tener.

      Yo cada vez le doy más importancia a esto, porque veo que muchas veces (lo digo por mí mismo), veo muchas veces que, teniendo buena intención, pero no suficiente buena voluntad (porque la voluntad no está suficientemente santa todavía, no está suficientemente movida por el Espíritu Santo), resulta que decimos cosas o hacemos cosas que producen daño, producen escándalo, pero escándalos que debilitan el testimonio, la fuerza del testimonio. Por eso uno no puede acusarse: «esto lo he hecho aposta, esto lo he hecho mal, esto es una falta de caridad». Y no vale decir: «yo soy así», porque si soy así, por lo menos, no tengo que apoyarme en que soy así y posiblemente tengo que cambiar de manera de ser, mi manera de expresarme. Me estoy refiriendo a lo de siempre, a los condicionamientos que tenemos, a la impulsividad que tenemos (a la impulsividad que puede ser el refrenarnos demasiado, por ejemplo), un temperamento demasiado reflexivo, o al revés, un temperamento poco reflexivo, en fin, todas estas maneras de ser nuestras.

      Es bueno darse cuenta de que todo esto es lo que expresa S. Juan de la Cruz a todas horas, diciendo que aquí no hay modos ni maneras, que aquí no hay más que actúe el Espíritu Santo, y esto es un objeto de la esperanza. Esta acción del Espíritu Santo nos tiene que ir inspirando de tal manera que creamos y esperemos que, cuando lo inspira Él, va a producir el fruto que quiera. Pero aquí hay una zona nuestra siempre, que tenemos que tener mucho cuidado –que no es estar nerviosos precisamente, porque eso no nos dejaría atentos al Espíritu Santo–, porque nos agarramos a ella, nos apegamos a ella sin querer; siempre hay un apego que se ha pegado, pero que de hecho está mal, en cuanto que no queremos cambiarlo. Yo voy a recordar un ejemplo que os habré contado a todos probablemente: yo pienso muchas veces que tiene que llegar un momento, por supuesto cuando me jubile, en que una cierta manera de ser por la cual yo veo las cosas muy claras –con lo cual intelectualmente me quedo agustísimo– y estoy muy a gusto, se quite, porque es que hay, indudablemente, un apoyo que es una manera de ser mía, un encuadramiento lógico de las cosas, por lo cual lo veo todo tan clarito que, claro, eso es muy satisfactorio, pero la claridad que tengo yo, no es Dios, precisamente. Yo tengo que estar unido con Dios, no con mis claridades personales o algún día tendré que oscurecerme. Y tengo que darme cuenta de que lo que estoy hablando, está todo clarísimo y yo pienso la luz que yo tengo, pero es que esto no es Dios precisamente, y entonces, seguro que ha salido con cloro como digo siempre, el cloro de un apego a una manera de ser mía, un apego que ni siquiera es totalmente voluntario, pero que al menos para que no dañe, hace falta que yo lo niegue, con la voluntad, aunque no me lo pueda quitar, que eso es distinto; hay muchas cosas que no nos podemos quitar.

      Llevemos esta actitud de abnegación hasta el extremo, hasta el extremo el deseo, hasta el extremo de la esperanza; no digo hasta el extremo de un análisis, porque eso es imposible, y además nos perturbaría demasiado. Pero al menos, que no me agarre, no me apoye –como queráis decirlo–, a ninguna manera de estas de ser mías, que prácticamente, en cuanto que son objeto de mi apoyo, están estorbando el plan de Dios. Aunque en cuanto humildemente quiero desprenderme de todo ello, ya no están estorbando el plan de Dios. Simplemente es un proceso y cada vez seré más fructuoso, cada vez seré más apto, para que Dios me pueda emplear. La docilidad es el elemento único absolutamente necesario, para producir el fruto que Dios quiera.

      Pedir a Dios la contrición

      Ahora después, estas cosas, que están pendientes de la contrición y, claro, lo que haya de apego en nosotros, no meramente de un proceso de maduración, se debe a la edad que tenemos cualquiera de los que estamos aquí, a los vicios que tenemos, es decir, a que el pecado reiterado ha constituido unas costumbres, unos hábitos. Los hábitos determinan nuestras maneras de ser, nuestras capacidades, nuestras potencias a un objeto determinado, y el objeto determinado, en último término, soy yo con mis complacencias, mis gustos.

      Y ahí, no digo más que procuréis pedirle mucho a Dios, que es lo primero, y Él os iluminará. Pedirle mucho a Dios la contrición. Pensad la cantidad de tiempo perdido –quiere decir también gracia perdida–; pero como el tiempo se emplea en algo, todo el tiempo que no he empleado en mi vida en atender al Espíritu Santo lo he empleado, sin querer, en atender a mis propias sugestiones. Mis propias sugestiones son carne y mundo, desde luego, y a última hora también diabólicas. Y entonces, ahí hay una red fuerte que está impidiendo el paso de la acción sobrenatural, el paso de la acción del Espíritu Santo, de la luz, que en lugar de ser lo luminoso que tenía que ser, tengo manchas y como tengo manchas no alumbro y ya está. Y como no alumbro, la gente no queda iluminada.

      Ahora explico, desde mi punto de vista, en cuanto que éste es un mal mío. Viene el deseo de romper todo eso y el odio, el odio al pecado, teniendo en cuenta siempre que el odio al pecado es eficaz, o sea que nuestra palabra (no nuestra palabra exterior, sino nuestra palabra interior) es eficaz y, por tanto, nuestro amor (en cuanto que es caridad, que es participación del amor divino, que tiene la cualidad de la omnipotencia) es eficaz siempre. Y que nuestra unión es eficaz, que estamos llamados para plantar y para arrancar, para edificar y para destruir, y en nosotros mismos tenemos que edificar el cuerpo de Cristo y tenemos que destruir el pecado. Siempre que amamos, edificamos y siempre que odiamos, destruimos. En la medida que esto es la caridad, el odio al pecado, claro está, destruimos el pecado. Y que como, más o menos funcionamos bien, pues el peligro está en que no odiemos bastante nuestro pasado, nuestro pasado en cuanto pecaminoso, claro, en cuanto nuestro, no de Cristo.

      Naturalmente, la Cuaresma nos va a dar motivaciones continuas, porque está hablando de esto a todas horas y está invitándonos continuamente al arrepentimiento, a la penitencia. El peligro está en que seamos muy soberbios y nos creamos que somos buenos y no nos demos suficiente cuenta de hasta qué punto somos malos, hasta qué punto tenemos muchas cosas pecaminosas todavía en nosotros.

      Por una parte, por la meditación de los gestos de la liturgia sin más, o bien cogiendo un poco los textos de las semanas de Cuaresma y mirarlos un poco, antes de empezar la Cuaresma, para entrar con esta disponibilidad a recibir toda esa Palabra. Y meditar mucho cómo las palabras de Cristo son las palabras de la Iglesia, pues son fructuosas y, por tanto, van a producir toda esa contrición a que nos llaman; y que esta contrición no va a ser la total en esta Cuaresma, pero va a significar un avance notable. Y que incluso puede ser total –por lo que he comentado antes–, que si en la Cuaresma pedimos la restitución (en la Iglesia, en la oración de la Iglesia, pedimos que se nos restituya la inocencia), no estamos pidiendo nada más que lo que la Iglesia nos sugiere y será que Dios nos lo quiere dar. No podemos decir de antemano: «No voy a llegar a Pentecostés, como si no hubiera pecado nunca». ¿Por qué no? Pues no lo sé. Dios me puede conceder la contrición absoluta, desde luego, no puedo decir que no, y sí que puedo desear que sí. Lo desearé incondicionalmente. Dios por lo que sea, me va a dejar un poco menos limpio, pues paciencia, pero vamos, esto lo puedo pedir.

      Las motivaciones son siempre: la pena, cada vez mayor, de haber defraudado, de haber desagradado a Jesucristo, la pena de ser yo imperfecto (podía ser mucho más perfecto y, por tanto, mucho más persona, mucho más espiritual, mucho más fructuoso) y la pena de lo que produzco en los demás. Estas son tres líneas que no me detengo yo a exponer porque ya las sabéis de sobra, pero vamos, son tres motivaciones que podemos pensar,