el afecto y las afectaciones presenta su estudio Daniel Torres: no tiene por qué ser claro para quien lee que se trata de una indagación sobre el tejo en Boyacá y mucho menos que se trata de afectaciones, porque el juego que propone Torres es particular. Allí aparecen las otras cosas que afectan a los jugadores de tejo: la música “borrosa” que despiden los parlantes viejos, las carreteras veredales, las farolas de la Virgen del Carmen, las canastas de cerveza, los camiones, las Kenworth o las colectivas, las ruanas, las mechas de pólvora, la ambición, las luces en el cerro, la arcilla, la mano de Rogelio, los volcanes, la plata. Pero no se trata de un listado estéril o de las viñetas analíticas de Power Point que justifican argumentos prefabricados, sino de un montaje vívido que de manera incluso desapasionada presenta una noche terrible en las vidas de esas personas mutuamente afectadas. Nos hemos preguntado en el Grupo de Estudios Etnográficos qué responder a las múltiples voces que comprensiblemente preguntan si eso es antropología. Algunas de esas voces declaran, condescendientes, que, “como la etnografía son cuenticos”, hasta puede valer como un ejercicio menor. Entre las respuestas maleducadas y las respuestas apasionadas por “una antropología sensible”, mi opción es recordar que, siempre, incluso cuando nos refugiamos en el objetivismo o en la corrección política, estamos jugando entre géneros. El género testimonial y el interpretativismo desinfectado de las peores versiones de la etnografía geertziana pueden ser tan inútiles como cualquier otro género para dar cuenta de las formas que adquiere la vida en cualquier contexto. El estudio de Daniel Torres es efectivo: plantea las paradojas culturales con el tamaño y la fuerza de estas cuando ocurren. Este estudio es así mismo transgénero: no nace en las certezas de los géneros difusos, como se llama el influyente artículo que dio rienda suelta a la imaginación textual de mi generación en los tardíos años noventa de la antropología colombiana, sino como un refugio que se atiene a contar lo que para el etnógrafo es necesario. No presenta, ciertamente, un análisis. Pero tampoco puede decirse que un trabajo como este puede nacer, silvestre, del puro encantamiento del autor por la literatura decimonónica o por el juego del tejo en Boyacá. Si no es antropología, es antropología transgénero. No es producto de una búsqueda constructivista por su lugar en el mundo. Es parte de lo que algunos terminamos haciendo una vez descubrimos que otros géneros nos hacen violencia.
Roberto Bolaño, el aclamado y malogrado escritor chileno, dice en una entrevista, poco antes de su muerte, que la literatura no habla de la realidad sino de la literatura. Las novelas hablan con otras novelas en ese juego de resonancias constitutivas que es la literatura. En este conjunto de estudios, están las resonancias que justifican la presencia de los textos raros. Solo que la antropología sí está obligada a creer que puede hablar de la realidad o de las realidades. Algunos incluso creemos que las realidades nos obligan a hacer diferente para lograr pensar diferente. Apropiamos así la idea de las resonancias constitutivas del compromiso de José María Arguedas con la realidad.
El estudio de Juan Sebastián Anzola sobre los objetos con fuerza en el ritual andino parte de la búsqueda de una definición del concepto illa para comprender las particularidades de algunos santos del rayo que el autor ha encontrado en el suroccidente de Colombia. Anzola propone un recorrido juicioso a través de fuentes etnográficas, fuentes históricas y de la revisión de un amplio cuerpo de la literatura antropológica pertinente. La pregunta que se hace por las illas deviene en una serie de hallazgos, en sentido estricto, propiciados por el concepto. El texto es una pesquisa teórica, como muchos de los estudios aquí reunidos. No supone esa indagación (como cuando emprendemos tareas informadas por una u otra teoría), sino que asume la propia. Es posible que, después de hacer una lectura que busque resonancias en el oro, la candela y otros misterios que aparecen en el texto de Torres, se comprenda que algunos géneros se necesitan. Anzola plantea preguntas ocultadas tanto por el estructuralismo convencido de que el pensamiento silvestre es una ciencia falsa como por los posestructuralismos que con la razonable intención de deshacer los efectos de verdad propios de la dominación deshicieron también la necesidad de comprender en sus propios términos las vidas al margen. ¿Qué tal si en lugar de dejarnos engañar por las categorías nativas, aceptamos su fuerza explicativa y asumimos la necesidad de comprenderlas como parte de las teorías de mundo? ¿Qué tal si eso que de manera aséptica llamamos creencias son conceptos que hacen al mundo? ¿Deberíamos entonces dejar de hacer desaparecer la fuente del conocimiento tras nombres de pila genéricos y a veces manifiestamente inventados y empezar a reconocer que, al menos en ciertos casos y para ciertos temas, nuestros maestros son maestros y no informantes? ¿Qué tal si citamos tan respetuosamente las elaboraciones teóricas de los campesinos e indígenas como las de autores y autoras que, además, debemos seguir leyendo?
Las circunstancias benditas por las que llegamos al suroccidente de Colombia se deben a la generosidad de la antropóloga indígena María Inés Reina, quien, junto con María del Pilar Rivera, nos permitió iniciarnos en el estudio de lo andino y ampliar el rango de referencias en la tarea de comprender los lugares-evento, como Armero. Ellas dos compartieron en sus trabajos seminales –realizados durante 2009– todas las sendas que luego continuó un buen número de tesistas de la Universidad Nacional de Colombia, magistralmente guiados por el profesor Carlos Páramo Bonilla. Incluso algunos que no continuaron trabajo de campo en el suroccidente encontraron en ese lugar la excusa para ingresar en una antropología preocupada por las categorías campesinas que, gracias al trabajo de ellas y a las sucesivas temporadas en campo durante varios años, se nos antojaron eminentemente andinas.
El estudio de Natalia Martínez y Laura Guzmán es una cuidadosa reelaboración etnográfica y teórica de la fiesta de San Francisquito en el resguardo Pastás de Aldana (Nariño). Las autoras argumentan que en el suroccidente de Colombia la tierra se muestra con voluntad y personalidad en eventos y lugares de una fuerza reproductora que transita gracias a la forma juca del mundo. Se trata de un estudio denso que, de manera meticulosa, desgrana las manifestaciones concretas de la fertilidad, subrayando constantemente el contradictorio juego del santo y frente al santo, que termina siendo una excusa para que se muestre la fuerza reproductora de la tierra. Así, música, chapil, lluvia, tierra, comida, semen, infieles, vahos, humos, sangre, espantos, yerbas y mal aire, fungen como sustancias mediante las cuales se manifiesta dicha fuerza. Es más, esta entra y sale de la tierra, como el propio San Francisquito, gracias a las vías subterráneas de comunicación entre lugares críticos, como el Cerro Gordo, La Laguna, la Ciénaga Larga, o gracias a lugares cotidianos caracterizados como potencialmente pesados: las zanjas y los aljibes. Más aún, esa forma juca del mundo permite que el pasado y el presente se relacionen de manera ambigua, propiciando un intercambio necesario según la teoría indígena del mundo. Este estudio da inicio a la sección sobre sustancias de nuestro libro.
Y, adelantando el argumento de Laura Chaustre y Edward González Quiñónez, la sustancia que hace a las personas en Tununguá (Boyacá) es la montaña. En un texto atrevido que no se atiene a un solo género, Chaustre y González Quiñónez muestran y auscultan las aseveraciones provocadoras de sus maestros tunungüenses: los primates fueron cristianos que no se dejaron conquistar. Cierto tipo de frutos esconde todavía el rostro de los cristianos que fueron. El texto constituye un esfuerzo por demostrar la lógica de las relaciones sociales en Tununguá a partir de cierta teoría social tunungüense vertida en nociones como enseñarse, pinta, gallada, baile, careo, taya, toriado, jullería y antestiempo. Chaustre y González Quiñónez tienen la virtud de identificar la continuidad sociológica entre el juego del trompo, la riña de gallos, la vida política y las relaciones con la montaña. Establecen, además, un diálogo fructífero con las obras de Geertz, Mauss, Páramo-Rocha, Leenhardt, Páramo Bonilla y Viveiros de Castro, pero sobre todo con la tesis de pregrado de Natalia Gamboa Virgüez, quien los llevó a ese lugar casi desconocido de la geografía colombiana. Otra forma de enunciar el argumento sería decir que el personal en Tununguá es el conjunto de las pintas posibles, y las pintas posibles siempre salen de la montaña o se esconden en la montaña. Queda pendiente, en Tununguá y otros lugares en los que se emplea la noción de pinta (como en el universo del yagé), una especie de teoría antropológica de las pintas, aunque es probable que, de cierta forma, toda antropología sea de las pintas: esas fulguraciones constitutivas que se ven alrededor de la gente y que se alargan de modo misterioso hasta su ser más hondo y que terminan siendo, si eso es posible, las sustancias de las que estamos hechos, y que unas veces