Luis Alberto Suárez Guava

Cosas vivas


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de los regalos y se ocupa deliberadamente de la confusión entre personas y cosas, que inspira de modos muy distintos los trabajos de Castellanos, Bolaños y de Guzmán y Martínez, en este volumen. Mitológicas (1964-1971) estrictamente parece considerar un extenso cuerpo de mitos sobre la vida de las cosas. Hijos del aroiris y del agua (1998) manifiesta desde el título los vínculos primordiales de los misak y ha sido un lugar de reflexión metodológica fundamental para algunos de los estudios de este libro.

      La historia de nuestra disciplina es un gravitar constante alrededor de cosas que, al parecer, no quisiéramos que tuvieran fuerza, alma, sustancia o agencia. Pero ellas se sobreponen a nuestro espíritu y se muestran poderosas. Hemos querido domesticarlas a través de conceptos como símbolo o representación social; o las ponemos como telón de fondo de la actividad humana; o las ocultamos detrás de las teorías racionales de la acción; o las convertimos en narrativas que alimenten las teorías del poder de los discursos.

      También las invocamos en el pasado reciente pero las conjuramos al condicionar la modalidad de su ingreso. Es lo que hicieron dos textos famosos que aceptaron el reto de abordar la vida de las cosas. El más conocido, editado por Arjun Appadurai en 1986 (1991), quiere ser la excusa para que dialoguen historiadores y antropólogos alrededor de las mercancías y muestren las formas en que las cosas pueden ingresar y salir de diferentes regímenes de valor. Pero para no ser tildadas de fetichistas, estas aproximaciones a las mercancías le pusieron apellido a esa vida y la llamaron social. Fue la forma que encontraron los autores para tomar distancia en relación con quienes también viven en el mundo de las mercancías, pero no las estudian. Tres de esos artículos lucen a la distancia como influyentes en desarrollos posteriores del estudio de la vida de las cosas: “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, de Igor Kopytoff, el cual resultó ser una pista metodológica muy influyente en diferentes partes; “Mercancías sagradas: la circulación de las reliquias medievales”, de Patrick Geary, que señala el descuido con el que los antropólogos hemos estudiado el Occidente histórico y que se presenta como una especie de antecedente del Baudolino de Umberto Eco; y “Los recién llegados al mundo de los bienes: el consumo entre los gondos muria”, de Alfred Gell, en el cual se nos recordaba que las mercancías siguen teniendo vida por fuera del mercado y que el consumo tiene efectos localizados y formas localizadas.

      El segundo volumen es más reciente. Editado por Fernando Santos-Granero, The Occult Life of Things. Native amazonian theories of materiality and personhood, se concentra en tres cuestiones principales: primero, la “vida subjetiva de los objetos”; segundo, la “vida social de las cosas”, entendida como las diversas formas en las que se relacionan los seres humanos y las cosas; tercero, la “vida histórica de las cosas” (2009, p. 3). Resulta especialmente indicativa la perspectiva constructivista desde la que se entienden esas “visiones de mundo” por parte del editor y los colaboradores. Dos características de los objetos sobresalen en el planteamiento de la cuestión desde la perspectiva constructivista. Los antropólogos “saben” que los grupos amazónicos “creen” que los objetos son gente o partes de gente y, en consecuencia, interpretan que las cosas “incorporan relaciones sociales” (2009, p. 6). Las certezas de los indios son concebidas como construcciones que deben ser interpretadas por los antropólogos.

      Otra forma de referirse a la vida oculta de las cosas o a la vida social de las cosas pudo ser la falsa vida de las cosas. Un título semejante hubiese sido políticamente incorrecto, pero habría ilustrado el espíritu con que se planteaba la aproximación analítica a las aseveraciones de las sociedades sobre las que se hicieron dichas investigaciones. La misma inconformidad ha sido expuesta por diferentes autores. Voy a señalar dos posiciones distantes por su origen y sus imperativos sobre la antropología. Mientras para Holbraad hace parte de un problema fundamentalmente académico (2012, pp. 18-32) que a la postre debería transformar la teoría antropológica, para Vasco (2002) es un problema político que resulta del lugar subordinado que han ocupado las sociedades estudiadas por la antropología y del carácter siempre colonial de la práctica antropológica. Por ende, para el primero, basta con elevar a la altura de conceptos las categorías indígenas. Para el segundo, las formas indígenas de conocimiento obligan a los antropólogos a transformar el trabajo de campo, la escritura, la relación con las teorías de moda y la dirección de los resultados. Más adelante volveré sobre la teoría vasquista.

       Redescubrimientos: problemas y virtudes del giro ontológico

      Una parte de la antropología metropolitana con origen en Francia y Brasil2 y buena acogida y difusión en el Reino Unido ha venido a conocerse como giro ontológico. Se trata de ese conjunto de indagaciones que juntan a Descola, Viveiros de Castro y Latour y del que se desprenden publicaciones ya casi canónicas, como Thinking Through Things (Henare, Holbraad y Wastell, 2007), la colección de artículos cuyo título fue la primera puntada visible del redescubrimiento de algunos de los argumentos que le dieron forma a la antropología; How forest think (2013), la etnografía sobre aquello que es más que humano, de Eduardo Kohn; o Truth in Motion (2012), la pesquisa sobre la verdad y el polvo en las religiones afrocubanas, de Martin Holbraad. El conjunto de cosas ha venido a denominarse como lo no humano y otras veces como lo más-que-humano (Kohn, 2015; Holbraad, 2016), e incluso se ha propuesto la noción de antropología poshumana, para referirse a aquella en la que los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropóloga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia, los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado el siglo XXI, que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más, mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personificación de académico me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida de las cosas.

      Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta y que parecían señalar el fin mismo de la antropología y de la etnografía. Por un lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos (Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como uno. Ese uno, hay que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escribiendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión, se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teoría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea global–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó el trabajo de “representación etnográfica”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía,