Luis Alberto Suárez Guava

Cosas vivas


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mercancías ya no es una realidad que sea necesario ocultar, ni siquiera por pudor, sino que es el motor de toda vida en el mundo contemporáneo. No será necesario poner en discusión el desdibujamiento de la personalidad artística gracias a la reproductibilidad técnica de la obra de arte, como lo hizo Benjamin (1989 [1972]), porque el mundo contemporáneo nos presenta el arte como cosa a la mano y cualquiera puede acceder, o por lo menos creer que accede, a la condición de artista. Más interesante es la redefinición del lugar de las mercancías y su relación con los consumidores. Habría que revisitar el cine de masas y la televisión durante las tres últimas décadas para poner en evidencia los rasgos de una sensibilidad renovada hacia la vida de las cosas. No creo que nos convenzan tanto los argumentos de los científicos sociales como las dudas bien construidas por el cine y todo el aparato de efectos especiales que hacen parte de la realidad contemporánea.

      Propongo, a mano alzada y como sugestión para un estudio que debería hacerse, un trazo que considere Toy Story, Matrix y las sucesivas sagas de zombis (desde Resident Evil hasta The Walking Dead), para reconsiderar las preguntas fundamentales acerca de las relaciones entre humanos y no humanos. Probablemente, Blade Runner sea el arquetipo de estas preocupaciones, pero me interesa indagar en la producción audiovisual de la generación que se ve expuesta al encanto de las cosas en su consumo cotidiano y que termina alimentándose de las propuestas teóricas del giro ontológico.

      ¿Qué puede decirse de la historia de los juguetes que ocultan su vida mientras son vistos por los humanos? Ocultan su vida mientras viven la vida falsa de la que los dotamos en el juego. ¿Desde qué perspectiva estamos siendo partícipes de la tragedia de los juguetes? Toy Story plantea la posibilidad de que los juguetes tengan una intensa vida social cuyas jerarquías estarían marcadas por las preferencias de su dueño. Y luego, salimos a buscar Woodys y Buzz Ligthyears para coleccionar. Podríamos considerar, como sugiere Sebastián Anzola (en comunicación personal), cada acto de colección como una nueva realización, en miniatura, del proceso de acumulación originaria de mercancías. Cada una de nuestras vidas reproduciendo el evento originario del capitalismo. Si es así, tendríamos que admitir que ya no existen los productores de mercancías como una personalidad posible, sino que lo único que existe son poseedores de mercancías. Deberíamos entonces detenernos en el proceso de adquisición del juguete, mucho más misterioso cuando ya no nace de la necesidad de jugar y por ende no es la adaptación de un palo que se vuelve caballo (Gombrich, 1968), sino que aparece oculto bajo el árbol de Navidad o es un deseo postergado que espera su realización para ingresar en nuestro arsenal de deseos, en donde se objetiva lo que somos. Sin historia o con esa falsa historia que oculta su “verdadero origen”, que es la falsa historia de las maquilas, como ocurre con Buzz. Buzz Lightyear aparece, como tiene que ser, convencido él mismo de su particularidad en el universo, tan perfecta mercancía que no se sabe mercancía. Buzz es cada uno de los que nos sentimos únicos y que consumimos Star Wars y todas sus tragedias familiares. Pero es, también, un juguete, y la suya, una tragicomedia. Lo cual no deja de ser problemático o de habitar de forma problemática algún intersticio mental. Toy Story no solo trata de juguetes como personas, sino de personas como juguetes. Claro que la clave cómica de la historia nos salva y nos quedamos con el veneno de la compra por realizar. Pero el daño ya está hecho y en adelante la vida de Pixar es llevar la paradoja de Disney a un nuevo lugar. Una exacerbación de la confusión. Infraobjetos que se vuelven personas.

      En Matrix, no se trata de juguetes tragicómicos sino de máquinas y engaños y destinos improbables. Los humanos son menos que juguetes; son pilas para mantener la vida de las máquinas. La Matrix es un superobjeto que contiene para siempre en ese útero infernal a los cuerpos-cosa que la habitan y viven en un sistema operativo. Si en Toy Story los juguetes tienen una posición subordinada que se invierte por un instante al final de la primera película, en Matrix todos los seres humanos ocupamos una posición subordinada en relación con el superobjeto contra el que no podríamos revelarnos sin dejar de existir. Los espectadores no somos Neo ni cualquiera de sus acompañantes, somos quienes escuchan la llamada telefónica al final de la primera película. La máquina es la inteligencia pura y la agencia total. Por supuesto, podríamos buscar antecedentes en Terminator o en el Gólem, pero lo perturbador de Matrix es la idea de la conexión a una red para existir o para garantizar una existencia engañosa. La conexión, que es la garantía de que existimos, es también la evidencia de la sujeción. En el universo distópico de Matrix ocurre la subjetivación total, pero no es el único ni el más logrado ejemplo de distopía. Por fortuna, las dos películas que siguieron a la saga no se propusieron continuar el juego de los conejos blancos ni la cotidiana sensación de déjà vu, ni se propusieron describir los días dentro de Matrix, y nos salvamos de llegar a considerar que nuestras vidas en la red pudiesen llegar a compararse con la anodina existencia de Thomas Anderson. Si en Toy Story los objetos son personas y los espectadores, versiones de la subjetividad de los juguetes, en Matrix las personas son objetos de objetos y los espectadores, potencialmente, los objetos mudos o silenciados, como Thomas Anderson en la escena del grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano. En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terriblemente trivial esperando a ser pulsada.

      La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época. Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del fin del mundo. Pero son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos llegar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enumerar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el desplazamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objetificación de los seres humanos (los animales también suelen aparecer en versión zombi, por lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus producto de experimentos científicos fallidos. La enfermedad de los zombis emana de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x, y o z. Pero los objetos no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos protagonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su incapacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes, según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciudades de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese descubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua figura de los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de la marcha zombi.

      En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustanciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primitiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasificaciones primitivas de la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cultural contemporáneo. Más aún, en las