trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con las cosas. Hemos llegado a afirmar, y hemos querido aprender a practicar, que sería justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como gente que piensa; y nos gustaría afirmar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice el habla popular en Cumbal refiriéndose a las cosas materiales o a los procesos productivos, “nos hace entender, nos hace ver”.
Por una etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas
La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las experiencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replanteamiento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica etnográfica con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una práctica etnográfica teórica.
Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones volvieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográfico. Ha perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder. Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo y que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que tuviésemos más contacto con el “mundo material”, entenderíamos mejor cómo ocurre el mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas, para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas que quisiéramos construir.
Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de relaciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la sociedad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país –y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor principiante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Confiaba en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en beneficio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta persona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de flaqueza en los que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden profundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba amigos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002).
Por tanto, debemos esforzarnos en plantear conjuntamente actividades del trabajo de campo que no reproduzcan esas desigualdades. Por supuesto, no se trata de poner nuestro corazón en clave incluyente y no clasista, tratando de soportar esas “razones culturales” o esas “creencias” de quienes son objeto de nuestra intervención. He propuesto a mis colegas y estudiantes, inspirado por las críticas de Bourdieu y de Vasco, que nuestros trabajos abandonen, en la medida de lo posible, los salones de las escuelas, los talleres que sacan a las personas de sus actividades productivas o lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes más escolarizados. En mi opinión, estas estrategias replican la situación de escuela ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políticas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos.
Podríamos intentar involucrarnos de forma serena y sensible con sus vidas; no solo aquellas que ocurren en las reuniones de las organizaciones de distinto tipo, sino tratando de entender las vidas desde las contradicciones propias de cada día. Esto en un diálogo honesto y abierto. Tal vez debamos renunciar a la estrategia de los espías y a las entradas tipo vigilante de centro comercial en los diarios de campo. Como dice Luis Guillermo Vasco (2002, p. 472),
Cuando uno mismo vive esta vida y sus dificultades y problemas, y trabaja junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van recogiendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los conceptos propios de Occidente […] las concepciones de uno mismo se van modificando, va transformándose su manera de pensar y por su puesto de actuar, o mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo distinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van haciéndose como uno. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que si uno sale del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo.
Recientemente, desde una sensibilidad totalmente distinta, Tim Ingold (2014) ha vuelto a enfatizar en ese compromiso a largo plazo que supone el trabajo de campo. Ese es el primer llamado. Ciertamente, uno de los placeres egoístas que procura el trabajo de campo de largo aliento es la posibilidad de encontrar relaciones inusitadas, y parecer inteligente. Ese tipo de hallazgos suele ser fértil resorte para propuestas teóricas. Una forma perversa de entenderlo es postular que el compromiso es con un tema o con la individualidad del investigador. Más bien, un trabajo de largo aliento enseña respeto. Ese conocimiento no ocurre como la iluminación de una subjetividad bendecida por la razón o por la magia, sino que suele ser reiterado por las prácticas más triviales o por los dichos a simple vista desinteresados. El trabajo de largo aliento supone también que las investigaciones mismas empiecen a cobrar sentido para todos los involucrados luego de que uno ha vuelto dos o más veces. Luego de eso, la investigación tiene sentido en la medida en que su objetivo deviene una lucha por el reconocimiento de un mundo, una lucha sellada por la amistad que surge entre quien hace etnografía y la sociedad que le enseña. Como hacer trabajo de campo es, entre otras muchas cosas, aprender a hablar, es también el conjunto de relaciones que enseña las preguntas de toda investigación. El procedimiento intelectualista supone, al contrario, que los investigadores llevan sus preguntas a un campo y, por lo general, esas preguntas permanecen tan inalteradas como las relaciones de poder de las cuales se desprendieron. Una de las razones de este fenómeno es que este tipo de trabajo tiene como motivación